España - Cataluña
Gran Teatre del LiceuAida en trampantojo
Pablo-L. Rodríguez
Una vez más, resulta sumamente atractiva de ver la escenografía de Mestres Cabanes restaurada magistralmente por Jordi Castells. Sorprende todavía hoy esa particular mezcla de realismo idealizado (o ilusionado) y majestuosidad del Egipto faraónico de Menfis y Tebas que es recreado por medio del arte de la perspectiva y el trampantojo. Y, una vez más, la dirección escénica de José Antonio Gutiérrez pierde una magnífica oportunidad de hacer algo interesante y sigue el mismo planteamiento anclado en el pasado, con un movimiento de actores insulso y una coreografía ciertamente anodina, que se hace soportable por la iluminación Albert Faura y, sobre todo, por el magnífico vestuario de Franca Squarciapino.
©2007 by Teatro del Liceu
Precisamente, uno de los problemas de la dirección escénica de Gutiérrez es que confía demasiado en la capacidad teatral de los cantantes. En 2003 la cosa funcionó bastante bien, al disponer de un reparto teatralmente sólido encabezado por Fabio Armiliato y Daniela Dessi. Sin embargo, en esta nueva reposición, ‘Radamés’ y ‘Aida’ brillaron por su ausencia y ni Roberto Alagna ni Micaela Carosi fueron capaces de crear nada en escena. La atención (y la tensión) teatral se centró en esta ocasión sobre otros personajes como la brillante ‘Amneris’ de Elisabetta Fiorillo o el veterano ‘Amonasro’ de Joan Pons. Y hablo de teatro y no de voces, aunque el reparto actual no fue superior en su conjunto al escuchado en 2003.
Para empezar, una inoportuna laringitis dejó fuera del cast a la verdadera estrella de esta producción, la soprano italiana Fiorenza Cedolins. Su sustitución por Micaela Carosi -una cantante que ha cosechado éxitos recientes con este papel en la Arena di Verona o en el Met- salvó la situación con dignidad. No obstante, su ‘Aida’ apasionada y correcta resiste mal una comparación con la profundidad musical, psicológica y dramática de Cedolins. En lo vocal, esta joven soprano dispone de un timbre agradable y frasea bien, aunque roza el grito en los agudos y muestra en ocasiones un descuidado uso del fiato que afecta a la dinámica de su canto.
En cuanto a la presencia de Roberto Alagna como ‘Radamés’, tras su bochornoso espectáculo escalígero de hace un año -y después de haber cantado este papel con buenas críticas en una función el pasado mes de octubre en el Met-, resultó mejor de lo esperado. Dejando a un lado que sus descuidos en escena son continuos, su voz no funciona del todo mal cantando ‘Radamés’. Ciertamente logra con sumo esfuerzo dar un aire heroico y brillante al personaje, luciendo graves sólidos y un buen fraseo, aunque no consigue encontrar el equilibrio entre lo lírico y lo dramático de este papel.
Sin duda, la gran triunfadora de la noche fue la ‘Amneris’ de Elisabetta Fiorillo. Con voz poderosa y bien timbrada, brillantez técnica y solidez teatral, fue quizá la única que supo construir un personaje. A pesar de las oscilaciones que tiene su voz o de sus frecuentes ataques guturales, su canto sonó exasperado, dramático y lleno de matices en todos los registros, consiguiendo bordar su intervención en el cuarto acto. Del resto, Joan Pons mantiene unas condiciones vocales excelentes para su edad como ‘Amonasro’ y su actuación salvó en buena medida el bellísimo tercer acto. Y Carlo Colombara resolvió con autoridad su ‘Ramfis’, a pesar de que no llegó a igualar a Roberto Scandiuzzi en 2003.
©2007 by Teatro del Liceu
El coro del Liceu -que contó con el mediático refuerzo de Sonsoles Espinosa- sonó como suele en esta ópera, es decir, con autoridad, equilibrio y precisión. Y la orquesta, comandada por Danielle Callegari, superó en brillantez y aplomo lo escuchado en la producción de 2003. Quizá al director milanés le falte mayor colorido y profundidad en su batuta para dirigir esta música, e incluso que resulte descuidado a veces en el ensamblaje con la voces y el coro, pero su Aida funciona de principio a fin al no desatender el equilibrio sonoro, la tensión teatral y las proporciones formales de la obra.
Finalmente, y como no puedo competir con el magnífico alegato en favor de la belleza de Aida de mi colega Jorge Binaghi (véase “Tan bella como Aida...”), me limitaré a terminar mi comentario subrayando otro elemento presente en Aida: la muerte como sueño de la alegría y desvanecimiento del dolor. Y ello, con la esperanza de que mi querido amigo y compañero Jesús Sánchez esté bien allá donde se encuentre ahora.
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