Alemania
Interesante despedida
J.G. Messerschmidt

Desde entonces, si mal no recordamos, La bayadera ha estado presente en la programación todas las temporadas. Ahora ha llegado el momento de hacer una pausa. En este sentido, las últimas funciones de esta producción antes de que se la retire del programa, son buena ocasión para ver cómo y dónde se encuentra el Ballet del Estado de Baviera al cabo de diez años.
La versión coreografiada en 1998 por Patrice Bart es esencialmente heterogénea, pues recoge en los tres primeros actos no sólo el legado de Petipa, quien estrenó la obra en 1878, sino también mucho de lo que el ballet soviético modificó y añadió durante más de un siglo. El cuarto acto, que la tradición soviética había suprimido, fue íntegramente coreografiado por Bart y por lo tanto es estilísticamente neoclásico. La escenografía del japonés Tomio Mohri combina elementos tradicionales de inspiración asiática con una cierta abstracción occidental, de modo que el espacio en el que se mueven las figuras no puede ser calificado de 'figurativo', sino más bien de simbólico, por lo que cuadra bien con el argumento mítico de la obra. El colorismo de los decorados, en general muy aéreos, llega a ser violento y se ve reforzado por una iluminación bastante dramática en sus contrastes. El vestuario es en general tradicional, pero no necesariamente convencional y también muy lleno de color. Lo que hace diez años resultó sorprendente y extravagante puede ser un poco fatigoso e incluso resultar chillón cuando se ha visto la obra unas cuantas veces a lo largo de una década. A pesar de ello, se trata de una producción grata a la vista.
A lo largo de la función el cuerpo de baile se muestra desigual, con algunos problemas de coordinación en los actos primero y segundo. En particular los varones muestran una cierta inseguridad y notable falta de precisión. Ello se manifiesta de modo algo crudo en el gran paso del tercer acto, en el que se notan demasiado los esfuerzos y las vacilaciones de los bailarines al cargar y descargar a sus compañeras. Éstas dan testimonio de poseer un nivel bastante más alto, especialmente en la danza 'djampe', en la que sobresale como solista una espléndida y muy inspirada Isabelle Severs. Otra bailarina que se destaca entre los miembros del cuerpo de baile es la muy competente Ilana Werner, en el gran paso del tercer acto. La versión que Maira Fontes ofrece de la frenética danza hindú es también muy eficiente y no falta de encanto. Pero es sobre todo en el famoso “acto de las sombras”, en el que la sección femenina alcanza sus mayores logros, consiguiendo formar un hipnótico torbellino blanco, razonablemente disciplinado y técnicamente correcto.
En el papel de Nikia, la bayadera que da título al ballet, Ivy Amista hace una labor no carente de interés. Resuelve limpiamente la primera escena, la del encuentro con el rajá, si bien aparece algo distante y sin dejar traslucir afectos. En el subsiguiente encuentro con Solor los afectos afloran de manera algo ingenua y sin verdadera pasión: en todo momento Amista guarda una muy elegante compostura clásica que tiene el inconveniente de hacer que su danza aparezca una pizca demasiado cerebral. La escena de la disputa con Gamzati muestra a Ivy Amista como actriz escrupulosa, pero no poseída por su personaje. La danza final del tercer acto, que en el adagio inicial es un lamento, es ejecutada con corrección ejemplar. Sin embargo, nuevamente la bailarina parece pasar por alto que no se trata de un número clásico de lucimiento, sino de una danza en la que fundamentalmente se expresan afectos (desesperación, amor). El elemento erótico se queda algo corto: no estamos ante una bayadera apasionada o seductora, sino ante una adolescente que ama ingenuamente. En el allegro Amista parece sentirse más cómoda. Su interpretación del episodio de la muerte resulta algo convencional.
El relativo déficit expresivo, que sin ninguna duda es superable con trabajo y buenos maestros (pues Amista tiene grandes cualidades), no implica de ningún modo una disminución de la calidad de la danza como tal, ya que la ejecución es impecable. Precisamente en el tercer acto, el acto de las sombras, que exige un estilo y una técnica puramente clásicos, es donde Ivy Amista parece encontrarse más a gusto y donde acierta de lleno en la configuración de su parte. La competencia técnica, una elevación suficiente, el dominio del cuerpo, la posición correctísima de hombros y espalda, las puntas firmes, los ejes centrados, la fuerza y la agilidad combinadas con la precisión, la seguridad y la ligereza, y el buen gusto (que le impide caer en exhibicionismos circenses) así como la ejecución irreprochable de cada paso, hacen de su versión de este acto sea una verdadera delicia. Lo mismo puede afirmarse del paso a tres del acto final, en el que Nikia aparece nuevamente con tutú.
A su lado, Tigran Mikayelyan debutaba en esta función como Solor, un papel que, si bien principal, no puede compararse al de las dos primeras bailarinas a las que acompaña, por lo que el brillo del personaje depende en gran medida de la habilidad personal del intérprete para configurarlo y darle peso. No cabe duda de que Mikayelyan posee excelentes aptitudes para el salto y un ballon que le permite mantenerse en el aire y caer blandamente a tierra. Ello le permite abordar brillantemente, con gran elegancia y sin dificultad, figuras que requieren gran elevación, como el grand jeté (por ejemplo en el gran paso), el tour en l’air o el manège (en el acto de las sombras). Ahora bien, su trabajo à terre es bastante menos brillante, pues falta continuidad en la línea, el port de bras no es especialmente hermoso y la musicalidad no acaba de ser lo que debiera.
El mayor problema, sin embargo, lo hallamos en su labor como acompañante: al cargar a la bailarina parece algo inseguro, lo mismo que en la descarga, que no siempre es impecable; ello se advierte ya en la primera escena con Nikia y sigue en el acto de las sombras. En el gran paso del acto tercero al ejecutar tomado de la mano de Gamzati los dos grands jetés con los que la pareja avanza desde el fondo del escenario, se advierte que Mikayelyan salta mucho más alto que su compañera, siendo que el bailarín varón debiera acompañar a la bailarina y adaptarse a ella.
Completando el trío protagonista, Natalia Kalinitchenko ofrece una luminosa versión del personaje de Gamzati. Ya su primera variación es un modelo de precisión, musicalidad y elegancia clásicas. En el gran paso ejecuta el adagio con una bella línea melódica y total solvencia técnica. La dificilísima variación de esta misma escena es ejecutada con toda la prefección deseable: giros y ejes con precisión de reloj suizo, elevación alcanzada con total ligereza, puntas seguras, port de bras y posición de espalda y cabeza de elegancia poco comunes. En la coda Kalinitchenko luce fouettés de verdadero ensueño, con ejes magníficamente centrados, sin ningún desplazamiento del punto del escenario en el que parece estar clavada. Esta gran capacidad técnica va acompañada de exquisito buen gusto y de una grandes dotes de actriz. Kalinitchenko despliega una amplia paleta expresiva tanto en la danza como en la pantomima, consiguiendo dar forma de modo verosímil y elegante a los más diversos afectos. De todas las Gamzatis que hemos visto pasar por esta producción (que no han sido pocas ni de poca monta) es ella, sin ninguna duda, la que logra los resultados más brillantes.
Por lo que hace a los demás solistas, destacaremos la intervención de la muy notable Séverine Ferrolier en la primera variación del acto de las sombras. También Zuzana Zahradniková resuelve eficientemente su variación en este acto, mientras Daria Sukhorukova se queda por detrás de sus compañeras. Alen Bottaini, uno de los poquísimos 'supervivientes' del estreno en 1998, vuelve a ofrecer una acrobática y espectacular interpretación del ídolo áureo. Norbert Graf (Brahmán) e Irene Steinbeisser (Aija) cumplen su misión con la eficacia que da una larga experiencia. Vincent Loermans, en cambio, resulta ser un rajá histriónico y todo menos convincente.
La dirección musical de Valery Ovsianikov es muy vigorosa, hasta cierto punto colorista y no lo bastante elegante en los pasajes líricos. Está claro que no pretende sacar lo mejor de la partitura en términos musicales, sino ofrecer a los bailarines un soporte sonoro para sus danzas. En ese aspecto consigue plenamente sus propósitos.
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