España - Galicia
La diva, como en familia
Julián Carrillo
Un recital monográfico de Gallardo Domâs con obras de Puccini resulta siempre un evento sumamente atractivo, no en vano la chilena está considerada como la soprano pucciniana más destacada de su generación. Así lo entendieron los operófilos coruñeses, completando el aforo del Teatro Colón para escucharla.
Las canciones de la primera parte, como una ligera charla familiar, sirvieron a cantante y público para calentar voz y palmas. Los que han conocido la Siao-Siao de Gallardo Domâs pudieron percibir que un aroma llegado de la bahía de Nagasaki invadió el Colón en la primera canción. La luminosidad de su voz o su ligereza aérea en las siguientes hicieron que algunas notas finales un poco bajas carecieran de importancia. La brava sencillez de Avante Urania! cerró en ascenso (para eso se programa así un recital) esta primera parte.
Fue en la segunda cuando la absoluta entrega vocal y dramática de Gallardo encontró, por una parte, lo que podríamos llamar materia suficiente para sus aptitudes; y, por otra, la justa respuesta entusiasta del público. Ahí fue donde se espesó el aire del Colón. A Gallardo, la cantante de voz limpia, sedosa y brillante, se unió Domâs, la actriz de raza capaz de erizar el cabello con un gesto, con una mirada. Y el público comprobó cómo la artista Gallardo Domâs puede cantar con un gesto y actuar con una leve inflexión de voz.
Las arias programadas de Le Villi, Manon Lescaut, Edgar, arrancaron los primeros y entusiastas bravos de los coruñeses amantes de la ópera. Luego, el interludio pianístico sobre el 'Adiós a la Vida', de Tosca, que tocó Mederos para el obligado descanso de la voz, mantuvo la tensión emocional. La ovación cerrada del público estalló como si, además de agradecimiento debido a Mederos fuera desahogo compensatorio por el escamoteo que de esa misma música hizo Giuseppe Sabbatini en el Festival de 2007. Tras el piano, acabó su programa con Tosca y Turandot.
A la salida, a la vista de algún paraguas abierto, todos los que los llevábamos abrimos miméticamente los nuestros. Pero el aguacero caído sobre la ciudad había acabado hacía rato. Debió de ser porque la tormenta de emociones que habíamos gozado hasta un momento antes aún nos salpicaba.
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