España - Madrid
Gustav Leonhardt resucita a las Descalzas Reales
Pelayo Jardón

Por una de las puertecillas de cuarterones del salón apareció Leonhardt; espigado, y atildado, como siempre; aún conserva muy buena planta y una juvenil elasticidad, más propia de un chaval de veinte años que de un gentleman ya octogenario. Tras su rostro, una esfinge de hielo tallada con la gubia de la severidad, se esconde el tímido destello de una curiosidad indómita. Nada más apropiado que su circunspección para hacer música en olor de santidad.
El recital, dedicado a obras españolas o de inspiración española, comenzó con una pequeña pieza en forma de danza probablemente inspirada en una melodía de Cabezón, la melancólica Pavana Hispánica que, aunque haya sido atribuida a Scheidt, parece estar fuera de duda que su paternidad no corresponde sino a un compatriota de Leonhardt, Jan Pieterszoon Sweelinck, también conocido como el Orfeo de Amsterdam. Tras la ingenuidad de las españoletas -pese a su nombre, piezas de origen italiano- de un virginalista inglés cuya música quizá mereciera ser más difundida, Giles Farnaby, sonó una de las alhajas del concierto, el Capriccio sopra la Spagnoletta de Frescobaldi, mucho más sofisticado en su estilo, aparentemente improvisatorio, casi rapsódico, del que el maestro supo captar el hálito efímero de su instantaneidad. Tocaba el maestro y los adustos retratos habsbúrgicos cobraban vida. Daba la impresión de que la música se fundía con las escenas de los tapices. O por mejor decir; todo lo contrario, parecía que emanaba de ellas. Así, en una rara correspondencia entre música y plástica pudo gozar el público de una suerte de sinestesia, como la de escuchar las opulentas formas dibujadas por Rubens o la de seguir con los ojos las perezosas cadencias de Frescobaldi.
Al nerviosismo del Tiento n.º 16 de Correa de Arauxo siguió una obra artificiosamente oscura, granada de cromatismos y atractivas disonancias, el Tiento de Falsas de Pablo Bruna, por mal nombre, el “ciego de Daroca”; y a esta pieza, otra que para muchos fue un lujo oir por vez primera, las Falsas cromáticas del franciscano activo a comienzos del siglo XVIII, Antonio Martín y Coll. De las cuatro obras compuestas por Juan Bautista Cabanilles cabría destacar los caprichosos juegos de reflejos y simetrías de la primera Tocatta, y la variedad de sorprendentes contrastes de las Diferencias de folías.
Tres sonatas de Scarlatti marcaron una inflexión hacia una sensualidad más moderna, rococó en algunos casos, preclásica en otros, incluso romántica avant la lettre en el apasionamiento de ciertos pasajes. Siempre impecable, Leonhardt, poco o nada tiene que envidiar a Scott Ross. No se arredró ante los vertiginosos arpegios y escalas, inesperadas modulaciones, saltos y demás exigencias virtuosísticas del napolitano, tortura del intérprete y delicia del auditorio. Frío como un carámbano, límpido como el cristal de roca, deshumanizado en su abstracción, Leonhardt es lo más parecido en ser humano a un reloj suizo. Es el suyo un mecanismo preciso, a prueba de microscopio, ya sea por la independencia que logra conferir a cada voz, como por lo inexorable de su sentido rítmico.
La depuración y claridad de la cuarta Sonata de Blasco de Nebra daban fin al programa de mano. Tras la propina de rigor, el maestro se fue por donde había venido y unos cuantos curiosos se arremolinaron en torno al clave Adlam Burnett lacado en verde celadón. Sírvanos esta anécdota como pretexto para una última digresión. A juicio de Rosalyn Tureck, la búsqueda de la sonoridad de los instrumentos antiguos, en concreto del clave frente al piano, responde a una actitud relativamente moderna, más propia del siglo XX que del período barroco. En su opinión, los paladines de la interpretación historicista -movimiento precisamente encabezado por Leonhardt- pecan de ser más papistas que el papa, pues desconocen u olvidan la flexibilidad y versatilidad de los músicos de antaño, los cuales, antes que obsesionados al milímetro por detalles de timbre y dinámica, solían cambiar de instrumento como de camisa. Sea como fuere, y con el debido respeto a la musa de Glenn Gould -que Santa Cecilia tenga a ambos en su gloria- la acerada brillantez, la delicadeza del clave son, según qué clase de piezas, insustituibles. Buena prueba de ello dan los recitales de Leonhardt. Interpretar a Scarlatti al piano puede resultar sumamente artístico como decorativo pueda parecer electrificar una araña Luis XIV y colocarle bombillas de cinco vatios en vez de velas. Muy interesante, qué duda cabe, pero no es lo mismo. Y trasplantados en el piano, los contornos afilados del clave, los destellos perversos de su timbre; en fin, esos fantasmas de reinas postradas de hinojos, se esfuman.
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