Alemania
Un Brahms con denominación de género
Xoán M. Carreira

Del mismo modo que hacen los museos alemanes cuando presentan arte contemporáneo, también las orquestas alemanas no confunden la música contemporánea con la música de vanguardia, movimiento histórico agotado a principios de la década de 1970. Lo que sí hacen en sus temporadas de abono es presentar las obras de los grandes maestros como Ligeti, como obras de repertorio, que es cuestión muy distinta a presentarla como música actual. Es el caso por ejemplo de Simone Young con su Filarmónica de Hamburgo.
Las Vier Ernste Gesänge (Cuatro canciones serias) para voz grave op. 121 sobre textos sagrados (Corintios, Eclasiastés, etc.) de Brahms fueron compuestas para el 63 cumpleaños de Clara Schumann. Estas son las últimas canciones de Brahms y están emparentadas con sus Preludios corales op. 122 para órgano en el aspecto especulativo de la búsqueda de una fusión entre la disciplina polifónica del primer tercio del siglo XVIII y las sutilidades armónicas de la Belle Époque. Por otra parte, Brahms -aunque no era en absoluto un hombre devoto- sentía una gran curiosidad intelectual por la Biblia y la hemenéutica luterana de la Biblia. En concreto la última de las canciones parece ser una reflexión sobre el doble sentido -amor eros y amor agape- del texto de Corintios 13 en las versiones inglesa y alemana de la Biblia.
Las Vier Ernste Gesänge de Brahms de Detlev Glanert (1960) no son una simple instrumentación de las últimas canciones del maestro hamburgués, según se entiende en la tradición académica, sino una apropiación de las mismas por Glanert, quien le añade los cuatro preludios y nos las devuelve como una propuesta artística actual. Parte del público no lo comprendió así y se sintió decepcionado -incluso hubo algunos abucheos cuando salió a saludar el compositor- aunque primaron los aplausos de cortesía y creo que sólo se puede hablar de auténtica admiración y cariño por la violonchelista, Olivia Jeremias, que salvó el concierto.
Porque en principio el solista programado para los Vier Präludien und Ernste Gesänge era Thomas Quasthoff, y con esa idea solicité las entradas para el concierto a la oficina de prensa, quienes inmediatamente me avisaron que por problemas familiares, Thomas Quasthoff no actuaría y lo haría en su lugar el barítono Wolfgang Koch, un cantante joven y prometedor (debutó como Alberich en Hamburgo en 2008) de quien me dieron referencias positivas. Al final no pudimos disfrutar ni de uno ni de otro, ni de ningún cantante en realidad. En el último momento, según contó con mucha gracia al comienzo del concierto la propia Simone Young, el cantante tuvo algún problema -mi alemán no da para casi nada- y ante la imposibilidad de disponer, en un plazo de horas, de otro cantante que conociera la obra en la version de Glanert, la propia violonchelista primera de la orquesta se hizo cargo de la parte cantada e improvisó una particella que obligó a retrasar unos minutos el comienzo del concierto.
Las Vier Ernste Gesänge de Brahms de Detlev Glanert plantean al público un problema común a todas las apropiaciones: el de la 'fidelidad' al espíritu y estilo del original. La cuestión es que una apropiación es una creación ex novo que entiende el original como un objeto tomado del 'almacén de la historia'. Quizás los precedentes más ilustres sean Las Meninas de Picasso o los Cuadros de una exposición de Ravel. Desde la lógica interna del discurso de la apropiación carece de sentido preguntarse por la similitud o correspondencia con el original en tanto que este no es otra cosa que un préstamo o un referente. Pero es obvio que el espectador-auditor tiene sus propias expectativas y está perfectamente legitimado para responder con base a ellas ante la nueva obra. No se puede reprochar al público hamburgués que no 'entendiese' la propuesta de Glanert por el simple hecho de que sus texturas y resultado sonoro fueran totalmente dispar al de Brahms. Una de las reglas del juego de la contemporaneidad es que la obra, una vez expuesta, es del público y que la lectura de cada espectador-auditor es plenamente válida. Tanto valor tendrían los argumentos de quienes esperasen un mundo sonoro de la Belle Époque como corresponde al viejo Brahms rejuvenecido como los de quienes estábamos allí para escuchar una obra del siglo XXI.
De todos modos el público hamburgués pudo escuchar música de su paisano Brahms y pocas veces se pueden oir tantas luces en la oscura Obertura trágica, una obra que a menudo ha sido utilizada como arma arrojadiza contra Brahms en forma de demostración de su presunta torpeza orquestal. La claridad discursiva y la vitalidad habituales en Young, puestos al servicio de la perfecta lógica brahmsiana, me fascinaron y me devolvieron a los mejores tiempos de una tradición interpretativa alemana anterior a la II Guerra Mundial que se perdió parcialmente por la nueva corriente interpretativa de Brahms procedente de EEUU.
Pero de todos modos, la fiesta estuvo en la Sinfonía de Linz, que todavía no había hecho méritos para ganarse el cruel calificativo de "boa constrictor" -apreciación que se le atribuye al habitualmente bonachón Brahms-. Al margen de anécdotas más o menos espúreas, lo cierto es que Bruckner y Brahms estaban unidos en su admiración por Schubert y, efusión por efusión, en esta Primera sinfonía Bruckner ganó por varias cabezas y así lo entiende Young que nos ofreció una obra dulce, optimista y pletórica de ritmo y luminosidad, que por momentos me hizo recordar a las grabaciones -por edad no tuve la suerte de escucharlo- de Jochum. El placer inmenso de percibir cómo el aire corre entre la música y la luz atraviesa sus texturas, de cómo el humor sencillo del Scherzo se contagia a nuestros pies, o de cómo la función triunfal de la coda final alcanza su objetivo: que salgamos de allí silbando.
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