Noruega
La vida y la muerte como la misma cosa
Agustín Blanco Bazán
Como premio por asistir a esta Pasión laica y danesa, el público de Salamanca podrá apreciar excelentes cantantes actores entregados a un Bieito siempre extremo pero, en esta oportunidad, nunca excesivo en la representación de una parábola trascendental y bien contada, que en las palabras del dramaturgo Rosich, pretende ser “un enjambre de voces, una corriente de gritos desarticulados en un vibrante magma destinados a representar el sufrimiento del hombre moderno” Los gritos están a cargo de personajes diversos: un casi ahogado en una piscina que a su vuelta a la vida confiesa no haber visto a Dios, el clásico drogadicto de tantos espectáculos bietianos, una suicida y una madre que describe y llora la muerte de su hijo en un atentado terrorista para luego tratar de consolarse cantando, sin demasiada convicción “Ich will dir mein Herze Schenken” Pero, ¿a quién rendir este corazón en una pasión sin Cristo como protagonista fundamental?
Inevitablemente, la ausencia de un Mesías como figura aglutinante del sufrimiento universal impone la necesidad de un personaje capaz de sostener algún tipo de narrativa. La tarea recae en Flemming, el canceroso que vemos progresar en su rebelión y sus dudas hasta el momento en que sólo quedan de él zapatos y ropas prolijamente ordenados sobre una silla. También está Katia que, como el Gurnemanz de Parsifal, comparte el sufrimiento a la distancia para poder comentar sobre él.
Un tercer hilo conductor en este constante deambular de este desahuciado es la presencia de niños como alternativa de sanidad en contraste a las neurosis de los adultos. Son ellos quienes tendrán la palabra final en este conciso espectáculo de cien minutos, donde el tormento perpetuo es aplacado con ocasionales agrietamientos de la torre de parlantes y monitores del fondo que permite la filtración de una luz clara, de calidez solar. Sobre el final, una niña sentada en el proscenio se coloca junto a los demás personajes la máscara de una vejez que, luego de lo vivido en texto, música y acción teatral, sale como la convencida serenidad de lo inevitable.
Al descarnado sufrimiento nihilista de su Rapto en el Serrallo, Bieito opone con Voces una tesis de aceptación que evita amaneramientos pietistas para incluir una paradójica rebeldía vital. Aceptación y rebeldía conviven así como las dos caras opuestas y al mismo tiempo complementarias de la vida y la muerte. Luego de habérselas visto con Amfortas en Stuttgart, el catalán confiesa sus afinidades con Schopenhauer, pero advierto algo de Feuerbach en esta Pasión contestataria y sin otra solución que una visión inexorable pero trascendente de un ser humano empeñado en enfrentarse a la muerte no con resignación sino con desafiante inteligencia y humor.
Después de todo, Bieito también reconoce en Voces resabios de sus experiencias con La casa de los muertos, Le grand macabre, y las dos Lulu (de Wedekind y Berg). Es así que final incluye un magnifico diálogo donde dos niños, con la típica despreocupación de quienes solo viven el presente, formulan preguntas personales a Katia, que termina confesando su propia experiencia: “Mi hija murió con tres años y ocho meses. Nacida con grave discapacidad, estaba hipercapacitada para generar cambios a su alrededor: despertó la ternura en mí, eso me hizo mejor médico. Yo la cuidé, ella me doctoró.” Ante la pregunta de cómo enfrentará ella su propio final, Katia responde con el único deseo posible: “¡cuando venga la muerte, que me encuentre bien viva!”. Esta radical aceptación de la vida y la muerte como la misma cosa es subrayada con un final donde las ropas del canceroso son respetuosamente retiradas mientras un coro de niños se encarga de transmitirnos la visión de Fauré de esa Jerusalén irreal y metafórica, insertada en la psique occidental como un equivalente al Nirvana en 'premio' para quién sepa alcanzar la aceptación de sí mismo.
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