Alemania
¡Una pena!
Juan Carlos Tellechea

El encargado de dirigir en esta velada a la DSO es nada menos que el californiano David Robertson (Santa Mónica 1958), quien durante siete años (1992-1999) encabezara asimismo el Ensemble Contemporain, sucediendo a Boulez (su fundador) y a Peter Eötvös.
Ágilmente trepa Robertson la escalerilla que lo lleva al podio, sonríe de oreja a oreja con su imagen soleada, juvenil, entusiasta, y desde el primer segundo trata de transmitir esa vibrante energía interior sobre el escenario.
Con suaves pinceladas la orquesta resuelve difíciles pasajes del Divertimento. El primer movimiento (‘Allegro non troppo’) suena reflexivo, meditativo, el segundo (‘Molto adagio’) apesadumbrado, el tercero (‘Allegro assai’) vigoroso, alegre, en fuerte contraste con la época de preguerra y antesala del exilio que le tocaba vivir en aquellos momentos (1939) a Bartók.
Parte de ese vigoroso espíritu, lo retoma Boulez en su Figures - Doubles - Prismes. El maestro, presente también en este concierto, estaba sentado en la sexta fila del sector central de la platea, y lanzaba miradas algo escépticas durante la ejecución, no se sabe si por la obra, la orquesta o el director.
Boulez comenzó a componer esta pieza en 1957/1958, continuó en 1963/1964 y por último en 1968, en su conflicto con la escuela de Viena y el círculo que rodeaba a Arnold Schönberg. Pero en 1975 había confesado en una entrevista que no consideraba concluida su obra, si bien formalmente sus movimientos estaban completos.
"No he terminado" admitía, este alegato en favor de una forma musical permanentemente cambiante; un esbozo de ensayo que todavía hoy resulta algo incomprensible para los oyentes. Por eso no extraña que tras diez minutos de ejecución la orquesta parezca como desconcentrada, aunque en los momentos finales recupere su recogimiento.
Antes del intervalo y entre los aplausos del público, Robertson baja de un salto del escenario y camina decididamente por el pasillo central hacia el maestro. Le pide que suba con él al podio. Pero Boulez declina la invitación y se arrellana todavía más en su butaca. El director insiste una vez más sin éxito. Por último al director no le queda más alternativa que regresar solo hacia la orquesta y despedirse con un saludo ferviente, casi obsecuentemente castrense, hacia su mentor.
Tras la pausa, lamentablemente, Robertson persiste sin razón en esta actitud de mílite. Dafnis y Cloé, la obra más larga de Ravel (una hora de duración), compuesta para el ballet coreografiado por Michel Fokin en 1912, inspirado en el romance delicadamente erótico entre un cabrero y una pastora escrito por el griego Longo (presumiblemente del siglo II de nuestra era), parece como blanqueada a fuerza de tanto lavarla con jabón duro. Le falta la atmósfera que tanto la caracteriza.
El director interpreta la pieza con demasiada estrictez en los tiempos y con claridad excesivamente sobria. Parece como si Robertson estuviera ofuscado. Cabe preguntarse, quizás, si por efecto de la actitud prescindente de Boulez minutos antes.
El director disecciona la fascinante historia de amor hasta que no queda casi nada de ella, le quita tensión. La obra queda así casi irreconocible y la salvan en ciertos momentos las brillantes intervenciones de algunos solistas de la orquesta y los coros estupendamente preparados por Ralf Sochaczewsky y Matthias Stoffels. ¡Una pena! Pese a todo, la DSO fue muy aplaudida por el público, más allá de que su director invitado no haya sabido estar plenamente a su altura.
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