Ópera y Teatro musical
Un invierno con Fidelio
Agustín Blanco Bazán

En su ensayo para el programa de mano de la nueva puesta de la Opera de Munich, Robert Maschka sugiere que ninguna otra ópera como esta nos enfrenta con el compositor mismo. En Fidelio, Beethoven no mueve los personajes con la maestría de titiritero de un Puccini, sino que pasa a ser un personaje mas, que parece operar desde las bambalinas como de un púlpito, para sugerirnos que aquí no se trata de una inmoralidad perfecta como L´incoronazione di Poppea, sino de una moralidad artísticamente defectuosa pero moral al fin, por su insistente alusión a valores trascendentales: libertad, esperanza, justicia, verdad, y algo puerilmente descrito en el titulo de la obra de Bouilly que inspiró a Beethoven como “el amor conyugal”. Aún cuando Bouilly dice basarse en un episodio de la Revolución Francesa, nada hay de subversivo en la ópera y por ello creo que yerran las puestas que muestran gorros frigios o sombreros tricornes. Más aún, la idea de Bouilly podría considerarse “contrarrevolucionaria” ya que alude a la saga de una anónima Dame de Tourraine para librar a su marido de una cárcel jacobina: amor burgués contra caos revolucionario.
Y nada hay de subversivo en el matrimonio idealizado por Beethoven, cuyo valor es premiado por Don Fernando, un mensajero que restaura la justicia en nombre del Rey mientras nos insinúa en el discurso musical rutinario y fríamente convencional que él no estaba enterado de absolutamente nada, que no tenía la menor idea de que Pizarro era un carcelero malo. El final es confuso. Aún cuando Fernando promete poner fin a la esclavitud dentro de la cárcel, pareciera como si los demás prisioneros se olvidaran de pedir la suya restringiéndose en su lugar a cantar al arrojo de la esposa y a la Misericordia. Imposible evitar que Don Fernando sea hoy frecuentemente ridiculizado porque, ¿quién puede tomar teatralmente en serio a este mensajero, luego de la parodia de las llamadas Rettungsoper (algo así como “ópera de salvación a último momento”) elaborada por Bertold Brecht al final de La ópera de los tres centavos?
Pero aún cuando los valores proclamados en Fidelio no son necesariamente asociables con una revolución política, el final de la obra traiciona un deseo de romperlo todo compuesto por un espíritu titánico castrado por su sumisión forzada a las necesidades de vivir y trabajar bajo la más totalitaria de las monarquías europeas de su tiempo. Imposible pretender que este glorioso y casi anárquico arrebato se agote en la glorificación del amor conyugal. Este es uno de esos momentos operísticos donde la fuerza subliminal de la música pide algo diferente de la retórica proclamada en el texto. Es así que en su valiente puesta de Dresden de 1989, Christine Mielitz decidió tomar el toro por las astas y convocar a la caída del régimen que se produciría un mes después de la première. Mientras arreciaban las manifestaciones en la Plaza del Teatro adyacente a la Semperoper, Don Fernando se presentó como uno de esos miembros del Partido que por entonces se empeñaban en dar una imagen benigna de la República Democrática Alemana, diciendo que el Gobierno se encargaría de atender las necesidades del pueblo, que por su parte debía comportarse disciplinadamente. Como respuesta, el burócrata desaparecía atacado por los prisioneros y el pueblo. El salvaje presto final fue así plasmado visualmente en la escena como una trascendente alegoría vital: “amor”, “libertad”, “esperanza” y “justicia” estallaron como “verdad” dentro y fuera de este legendario coliseo el 7 de octubre de 1989.
En el mundo diferente que rodea la Opera de Ámsterdam durante la temporada 2010-11, Carsen también deja de lado al amor conyugal para satirizar a Don Fernando como un político joven, buen mozo y elegantemente vestido, que irrumpe en el decorado único de gigantescas y peladas paredes carcelarias capitaneando un contingente de cascos azules de Naciones Unidas, junto a un batallón de periodistas y cámaras de televisión. Don Fernando, con una sonrisa de oreja a oreja presiona a los azorados Leonore y Florestán a posar con él frente a las cámaras. Y también sonríe de oreja a oreja el Don Fernando de Bieito, solo que en este caso se trata nada menos que del siniestro Joker, el mortal enemigo de Batman en la caracterización de Heath Ledger. Joker dispara una bala que desploma a Florestán y mata a un Pizarro psicópata, lastimoso y estremecedor en su obsesiva sed de venganza. Pero Florestán resucita a la utopía beethoveniana final en que personajes y coro, precipitados sobre el proscenio cantan su utopía final: "Justa es, Dios, tu sentencia. Nos pruebas, pero no nos abandonas.¨ Bieito alude así a la perversidad intrínseca del poder en su empeño por liquidar ideales que nunca mueren, por lo menos en ese lugar de redención llamado teatro, donde los eternos mitos y valores están a salvo de lo que ocurre en el mundo.
A diferencia de Carsen, Bieito desecha el discurso político en pro de una metáfora existencial consistente en desnudar la psicología de personajes que él ve como encerrados en un laberinto sin salida, visualizado como una gigantesca y claustrofóbicamente compartimentada estructura metálica y tabiques transparentes y luces de neón que muestra, literalmente, un laberinto en plano vertical. El movimiento escénico a través de esta estructura, inspirado en el film de Orson Wells sobre El proceso de Kafka, es fascinante pero difícil seguir. Sobre todo en la primera parte hubo en mi opinión un desbalance visual, porque este fulgurante mecano pareció neutralizar la expresividad de la regie de personas. Bieito, un regisseur nunca fácil para un público no avezado en literatura, cine o teatro, propone como hilo conductor el primer poema de Jorge Luis Borges sobre el laberinto que Leonora recita no bien subido el telón. Sigue la obertura Leonora III, mas afín que la de Fidelio como conclusión musical al poema borgiano y magistralmente apta para describir el desesperado deambular de esos personajes que, como Sísifo, persiguen una utopía que Borges anticipa como fatalmente inalcanzable: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro. Y el alcázar abarca el universo.” Como frecuentemente ocurre con Bieito, alguna de sus trasgresiones terminan sirviendo la médula de la obra mejor que las puestas convencionales, en este caso el problemático cambio de identidad de una mujer que durante la obertura neutraliza su sexo en preparación a un acto heroico apretando sus senos con una faja, para ponerse luego ropa de hombre. Como Harry Kupfer, Bieito entiende que la acción dramática propiamente dicha termina con el clarín que al anunciar la llegada de Don Fernando ahorra a Leonore la tarea de descargar su pistola contra Pizarro. Lo que sigue es pura utopía. En su dúo con Florestan al final de la escena de la cárcel Bieito, siempre coherente en el desarrollo ideológico de la puesta, hace que Fidelio vuelva a ser Leonore que vuelve a vestirse de mujer con un elegante atuendo violeta, mientras ayuda a ponerse la corbata a un Florestan empeñado en cambiar su pijama por un elegante traje oscuro. Leonore vuelve a ser mujer y ese Florestán que se nos ha presentado no como un héroe sino como un depresivo clínico encerrado en su laberinto mental, titubea incierto ante la oferta de su esposa de volver a una felicidad perdida tal vez para siempre. ¡He aquí el famoso amor conyugal! Una mujer fuerte asiste a su marido debilitado mentalmente por el encierro. El efecto es mágico, de una infinita ternura y fragilidad, realzadas por el adagio del beethoveniano Cuarteto de cuerdas opus 132 que precede la última escena. ¿Pensó alguna vez el lector en ver a Leonore y Florestán como seres humanos antes que como arquetipos? Al humanizarlos, Bieito ayuda a comprender mejor la perspectiva psicológica que tanto nos aferra a utopías como libertad, esperanza, justicia o verdad.
En lugar de las paredes insuperables de nuestras cárceles internas, Carsen nos muestra una cárcel física y similarmente claustrofóbica, de austeras paredes de ladrillo ocre. Su regie es convencional pero con algunos momentos escalofriantemente logrados. Luego de cantar su extático final, el coro, los periodistas y las cámaras de tevé se retiran, dejando ver nuevamente el desolador vacío de la cárcel. Durante la corta fanfarria que cierra la obra unos pocos prisioneros escuálidos y demasiado agotados para regocijarse sólo atinan a recostarse contra los muros arropándose frenéticamente en las mantas azules que acaban de darles los soldados. Sobrevivientes de Bergen Belsen y Auschwitz me han dicho repetidamente que el día de la liberación no marcó un momento de alegría, sino de perplejidad antes de comenzar a llorar por la pérdida de todo y su consecuencia lógica: la incertidumbre total.
El segundo gran acierto en la regie de Carsen está relacionado con lo que en mi opinión es el centro dramático de la obra, a saber la rutina de la cárcel, incluidos los preparativos para la eliminación de Florestan. Es sólo en el marco de una convincente representación de esta verdadera “banalidad del mal” que la figura de Leonore adquiere el relieve mítico propuesto por Beethoven. Todas las Leonore que hayan tenido que buscar un desaparecido saben bien de lo que estoy hablando: a primera vista no hay nada de siniestro en las cárceles. Allí se lava, se plancha y se cocina como en todos lados, pero se presiente lo que oculta esta normalidad hogareña. Y no faltan figuras como Rocco, simplonas, bondadosas, y empeñadas en servir lealmente a la autoridad que las ha empleado, ello hasta el punto de aceptar órdenes sin chistar, como si fueran una ocurrencia de Dios, aún cuando se trate de extenuar hasta la muerte un prisionero incógnito. Nada hay mas terrible en esta obra que esos indicios arrojados por Rocco en su diálogo hablado con Marzellina y Fidelio sobre una mazmorra inaccesible, donde hay un prisionero a quién por orden de Pizarro se le debe reducir la ración de pan y agua hasta extenuarlo. Nótese que Rocco no comunica este horror con el menor sentido de culpa, sino como un aspecto ingrato de su tarea. Tan banal es este horror que es Marzellina quien bobamente menciona la existencia de un preso incomunicado. Seguramente Papá se lo contó alguna vez como un secreto, a compartir ahora con Fidelio como el nuevo miembro de la familia. Y luego están esas preliminares idas y venidas en la cárcel, con Rocco pidiéndole a Leonore que le ayude a remover piedras muy pesadas como si se tratara de fortificar cimientos y no de cavar la tumba de un moribundo que todavía atina a pedir agua. La música en el duetto 'Nur hurtig fort nur frish gegraben' es fáctica y siniestra en su mecánica inmisericordia, un simple motto hacia lo aceptado como inevitable.
En la última regie de Harry Kupfer para Fidelio en la Komische Oper de Berlín, era posible ver cómo la compasión de Leonore iba transformando a Rocco en un ser dispuesto a resistir a Pizarro. Carsen en cambio muestra a Rocco con una muestra de resignación y culpabilidad pero nunca de rebelión. La llegada de Pizarro y su breve dúo con Rocco antes de 'Er Sterbe!' es para mí el momento mas estremecedor de cualquier ópera: “¿Está todo preparado?... Sí, sólo falta abrir la cisterna… ¡Bien! Ahora aleja al joven! ¿Le sacamos los grillos al prisionero?” Hace pocas semanas volví a leer e interrogar a un conocido sobre los últimos momentos de una amiga de familia en una cárcel de Argentina. Nadie puede atestiguar su muerte, pero la vieron a veces un poco de reojo en un pasillo, ya extenuada por la tortura pero con algún dejo de desafiante sentido del humor. ¿Como habrán sido sus últimos momentos? ¿Heroicos como el desafío de Florestán, o un simple agotamiento en medio de la rutina carcelaria? Bieito agregó leña a estos recuerdos insinuados por Carsen al hacer que durante el coro de prisioneros, Fidelio/Leonore entregara a éstos fotos del marido en su desesperado esfuerzo por encontrarlo. Imposible dejar de ver, desde la ventana de mi tren al día siguiente, fantasmales y contra la nieve, no sólo a los personajes de Carsen y Bieito, sino también a muchos que tuvieron menos suerte que Florestan.
Y pasemos ahora a los prisioneros, los únicos que mencionan explícitamente a “la libertad” como valor explícito en esta obra, hasta el punto de hacer que en Alemania, esta obra sea normalmente apodada como “la ópera de libertad” (“Freiheitsoper”). Siempre coherente con su visión psicológica extrema, Bieito sólo encuentra la salida del laberinto en la muerte, también insinuada en el poema borgiano: “No esperes que el rigor de tu camino […] tendrá fin. Es el hierro tu destino.” Muy lentamente, y en estricta consonancia de movimientos con el armónico desarrollo musical, un preso se adelanta extático en anticipo de una liberación que él ve claramente en sus manos, y lenta y delicadamente, muy en paz consigo mismo decide ahorcarse. Carsen no propone nada mas que un coro en actitud de oratorio.
En verdad, la libertad anhelada en el coro de los prisioneros es una invocación casi panteística, una añoranza sin queja, radicalmente diferente a la de 'Va pensiero' donde Verdi, que sí era un revolucionario político, llama a la libertad de un pueblo como tal. No así Beethoven. Sólo la advertencia de uno de los prisioneros de hablar bajo para evitar ser oídos por los esbirros parece evocar la feroz opresión del servicio secreto imperial que Beethoven conoció bien pero que, como Schubert, sufrió en típico estilo Biedermeier, encerrándose en la percepción de un mundo trascendental alcanzable a través del espíritu, no de las barricadas. Habría que esperar hasta 1848 para que la revolución política llegara a los países de habla alemana.
Por su parte, Mielitz y Kupfer utilizan su familiarización con los regímenes políticos carcelarios terrenos para sugerirnos algo mas que una libertad panteística. En la regie de Dresden, la primera actitud de los prisioneros al ser largados al patio es ponerse abruptamente de manos contra la pared, temblorosos ante las siniestras premoniciones de fusilamiento frecuentemente implícitas en una inesperada salida al patio. Así se quedan varios instantes y en medio de un silencio que progresa hasta ser insoportable para el espectador, que en esta puesta debe verlo todo a través de una gran reja que cubre enteramente la boca de la escena. De repente un prisionero se anima a mirar a los costados y sacar sus manos de la pared. Están solos, no pasa nada, y entran el sol y el aire que comienzan a respirar aliviadamente mientras balbucean las primeras líneas de su coro. Kupfer hace algo similar pero mantiene a los prisioneros estáticos. Al mencionar “libertad” avanzan un tentativo y firme paso hacia el público. Nada más. Y la reja impuesta por Mielitz solo se levanta cuando durante el presto final, Don Fernando desaparece en medio de la multitud amotinada.
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