España - Castilla y León
Turandot de juguete
Samuel González Casado
No está mal pasarse de vez en cuando por alguna de las representaciones que organiza la productora Concerlírica, porque en ocasiones los cantantes de las compañías del Este deparan sorpresas agradables. Eso sí, hay que saber a lo que se va y no pedir calidades excelsas visual y auditivamente. En el caso que nos ocupa, hablamos de una Turandot en un espacio con escenario minúsculo (el restaurado Teatro Zorrilla de Valladolid), con un foso en el que parece imposible que se pueda meter una orquesta siquiera de cámara, una acústica clara pero seca y un público que al menos en cierto porcentaje no está acostumbrado a la ópera en directo (aplausos a destiempo, toses espasmódicas, móviles persistentes, comentarios -el tradicional "qué bonito es esto" al comienzo de ‘Nessum dorma’-, etc.).
Bastante más grave que lo anterior, sin embargo, es el detalle organizativo de dejar pasar y acomodar al público una vez comenzada la representación, excentricidad que solo va en detrimento del respeto a los artistas y al resto del público que debería exhibir el histórico recinto. Y de las erratas y tremendos fallos de redacción del programa, la absurda transcripción desde el ruso o nombrar un doble reparto protagonista y no especificar quién canta esa noche, mejor no hablar. Sin queja, empero, del trato dispensado al que escribe para poder cubrir el evento.
Con todo lo anterior, uno puede imaginarse por dónde van los tiros: puesta en escena a partir del kitsch más desinhibido -el summum: los cegadores brillos de la túnica del emperador y que los dragones de atrezzo echen humo cuando aparece la princesa-, movimientos mecánicos y repetitivos de las "masas", continuos desajustes entre coro y orquesta -el director quería un tempo y el coro se decidió por otro mucho más lento-, secundarios sobreactuados -Ping, Pang y Pong parecían herederos directos de la estética glam- y de calidades vocales dispares, y algún elemento que habría aplaudido el mismísimo Almodóvar -el verdugo era una espigada bailarina que triscaba y movía su alfanje con pizpireta ubicuidad-.
Los protagonistas cumplieron de forma suficiente, sobre todo en relación a lo que los rodeaba. Lo mejor de la representación fue el tenor lírico argentino José González Cuevas, algo inseguro al principio en el segundo paso, pero con notable actuación general: agudos bien colocados y afinación con pocos peros, excepto cuando le insiste al emperador en que quiere afrontar la terrible prueba. Sí es cierto que el sonido está un poco engordado en el centro, y la parte alta de la tesitura, imposible de disfrazar, muestra unas hechuras mucho menos dramáticas de lo que cabría pensar. Por otra parte, su técnica vocal le impide una musicalidad más dúctil y creativa, lo que es una verdadera pena dado el buen material y la intencionalidad que se atisba.
De la Liù de Irina Golovchenko no se puede decir mucho salvo que es la más fiel plasmación de la total imposibilidad: voz gastada, muy mal sostenida ya muscularmente, resonancia mandibular, guturalidad... No puede hacer absolutamente nada, salvo cantarlo todo lo más fuerte posible y tratar de no calar mucho. Aparte del inherente a lo anterior, afortunadamente hubo algo de dramatismo en su actuación, aunque ni por asomo se acercó al que debería transmitir el personaje de la esclava. Algo parecido ocurrió con el Timur de Maxim Ivashuk, cuyo principal elemento resonador parecía ser su barba.
La búlgara Mariana Zvetkova posee una voz poderosa con una técnica vocal deficiente. Logra apañárselas en el tremendo papel de Turandot a partir de ímprobos esfuerzos que obtienen su fruto en agudos que suenan como cañonazos. Cantando así es imposible ser sutil, y planificar también se las trae: en su famosa aria ‘In questa reggia’ convierte el primer La, que es de línea, en una descarga absurdamente elongada. Da sus Síes al borde del precipicio (la presión del aire es tal que parece temblarle hasta la mitra), y consigue dar el Do, después de una preparación colosal, medio segundo después que el tenor, aunque aplastándolo sin contemplaciones. La voz aún está en buen estado e incluso parece capaz de acercarse a algunos reguladores, pero -las cosas como son- tampoco mostró mucha voluntad. Eva Marton, soprano de equivalentes maneras, estaría orgullosa. Boris Christoff y Martina Arroyo, los profesores de Zvetkova en Roma e Indiana, seguro que no tanto.
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