Opinión
Bobos culturales
Javier Moreno
Hay que ser bobo de remate para pagarle 10.000 euros por concierto al director de orquesta Pedro Halffter, un músico cuyos propios compañeros de trabajo en Sevilla, ahora, y, en Gran Canaria, mucho antes, consideran que no tiene cualidades para dirigir una orquesta de cierto nivel.
Al menos en Gran Canaria, cualquiera con un mínimo de competencia se daba cuenta de su escasa capacidad y —la verdad sea dicha— fueron muchos lo que lo comentaron sotto voce y no abiertamente por miedo a perder comba en ese desangelado y triste statu quo en el que hoy se ha convertido la música clásica burocratizada.
Lo anterior no pasaría de constituir una mera anécdota si no fuera porque hasta un caso tan banal como éste pone de relieve algunos aspectos que explican la situación de crisis global que vivimos. Por un lado, está el desparpajo con el que las administraciones han venido poniendo el dinero público al servicio de espectáculos tildados de culturales cuya benéfica influencia en la sociedad está por demostrar. Por otra parte, está el hecho de aquellos que, conociendo la escasa valía de Halffter, se han pasado años en silencio para no molestar a los jerarcas locales: el crítico del diario La Provincia, Guillermo García Alcalde, y el ex dirigente socialista, Jerónimo Saavedra. Este nutrido grupo, que ha preferido la mudez a la denuncia, tiene una gran parte de la responsabilidad en el deterioro que hoy sufre la música clásica, deterioro que no despierta la menor compasión a una ciudadanía que asiste insensible, y con razón, a los recortes en los presupuestos culturales. Sería un tanto exagerado pedir que el ciudadano, vapuleado por reformas laborales y recortes varios en sanidad y educación, saliera a la calle en manifestación para defender los 10.000 euros por noche de alguien que se hace pasar por director de orquesta competente.
Finalmente, está el caso, tampoco disculpable, de un público que, como el grancanario, se reconoce a sí mismo el nivel de aficionado competente. Ese mismo público ha estado ovacionando, noche tras noche, una farsa. En particular, porque da la impresión de que hasta el mismo público melómano se ha convertido en parte del espectáculo: aplaudían cualquier cosa que el político de turno y el crítico de La Provincia les ponían sobre el escenario. Todos tenemos un papel que representar en el teatro del mundo, y a muchos les complace el del tonto del pueblo.
Son lecciones que unos y otros podríamos aprender para que no se repitieran. A los sufrientes silentesmás les hubiese convenido hablar, aunque solo fuera por no sufrir la burla de los que ahora preguntan: «¿Y tú no te diste cuenta de que Halffter era un incompetente?» Al público aplaudidor compulsivo le convendría administrar mejor sus muestras de euforia, porque él mismo se evalúa a la baja en el hecho de aplaudir la mediocridad. Todas estas podrían ser lecciones a tener en cuenta para el futuro si es que la música clásica ha de gozar de alguno. No obstante, no es descabellado pensar que, a la vista del simulacro de experiencia artística en que todos la han convertido, sería mejor para su propia dignidad acabar con ella y enviarla definitivamente a los libros de historia. Al menos así nos ahorraríamos esos 10.000 euros de la infamia que tan bien le vendrían a muchas personas menos bobas y más necesitadas.
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