Reportajes

Festivales de inmersión total: ‘Chopin y su Europa’

Inés Mogollón
lunes, 20 de agosto de 2012
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Una vez finalizadas las temporadas de abono, las ciudades hacen sitio a los festivales de música. Generalmente, las actividades que encuadran estos festivales de verano se alejan de lo rutinario y de los repertorios convencionales -a los que complementan- para alcanzar el rango de acontecimiento, sí, de fiesta -de ahí su nombre-, fiesta que aspira a congregar al melómano y al profesional, desde luego, pero también al turista cultural, al visitante ocasional, a los ciudadanos residentes, al simple curioso y, por supuesto, a nuevos públicos, esos que se acercan a la música gracias a este envoltorio menos gastado.

Un ejemplo acabado de este tipo de producciones culturales es el Festival internacional de música ‘Chopin y su Europa’ que se celebra en Varsovia durante el mes de agosto.

Obviamente, y como se desprende de su encabezamiento, es este un festival monográfico, un ejercicio concentrado e intensivo de apreciación musical que se aproxima mucho a eso que se ha dado en llamar últimamente cursos de inmersión total. En quince días, y con la aguja apuntando siempre a Chopin, asistiremos a diecinueve conciertos y a dos presentaciones de libros en cuatro sedes distintas [ver programación completa]; escucharemos ciento treinta y cuatro partituras (ojo, el Concierto en Mi menor Op. 11 en cuatro versiones), tres orquestas, veintiséis pianistas, cuatro violinistas, un cuarteto, una soprano… en fin, lo que decía, una total -y también profunda - inmersión en los textos y el paisaje habitados por Fryderyk Chopin.

¿Pero con qué directrices se dirige y unifica tan extenso programa?

Como señalábamos arriba, es este un festival monográfico, sí, pero no exclusivo; de hecho, esta nueva edición -la octava- explora así mismo la producción de maestros próximos al músico titular. Esta proximidad se ha definido atendiendo a varios criterios: en primer lugar a la influencia de las obras de los compositores seleccionados sobre la producción de Chopin -es el caso de Bach o Mozart-, a la convergencia estética, profesional o histórica, criterio que justifica la presencia de Beethoven, Schumann, Liszt y Schubert; en tercer lugar, y en justa correspondencia, están invitados aquellos compositores que recibieron la influencia del protagonista -Debussy, Edvard Grieg (conocido como el ‘Chopin del Norte’)- y, por último, colegas que además eran -son- paisanos: Josef Wieniaski, Ignacy Feliks Dobrzynski, el gran Paderewski, Karol Szymanowski o Wojciech Kilar.

Y si esta relación de nombres propios ya nos parece ambiciosa, y mucho, lo cierto es que la nómina de intérpretes no se queda atrás, circunstancia esta favorecida por la labor del Instituto Fryderyk Chopin, entidad cuyo sólido y riguroso trabajo asoma detrás de las irremediables concesiones a la pompa y el negocio.

El Instituto Chopin es un centro de investigación que además de gestionar el Museo Chopin, producir registros referenciales (imprescindible la serie The Real Chopin), publicar ediciones críticas, facsímiles y demás, organiza -asociado al Festival que ahora nos ocupa- el famoso concurso pianístico quinquenal del que han salido pesos pesados de todos conocidos, tales como Martha Argerich, María Joao Pires, Janus Olejniczack, Wojciech Switala Yulianna Avdeeva -ganadora de la última convocatoria, la del año 2010-, Danil Trifonov o Kevin Kenner, todos presentes en esta edición.

Este escuadrón de élite se refuerza con otros profesionales del teclado, entre los que destacan Andreas Staier, Nelson Goerner, Alexander Melnikov, Eugeni Koriolov, Christian Zacharias (en esta edición en el rol de director de orquesta al frente de la Orquesta Sinfonia Varsovia) el joven Michel Szymanowski o el aún imberbe Jan Lisiecki.

Tal acumulación de figuras tiene una consecuencia inmediata: la posibilidad de presenciar lo que esperamos sean violentos choques entre egos, técnicas, actitudes, clanes y textos musicales; vean sino en que puede acabar un concierto como el programado el martes 28 en el estudio Witold Lutoslawski de la Radio Polaca. Allí podremos disfrutar en una misma velada de Janus Oleiniczak interpretando el Concierto en Fa menor Op.21 de Chopin en la primera parte, mientras que la segunda se divide a su vez entre Martha Argerich, que aborda el Concierto en Do mayor Op.15 de Beethoven y María Joao Pires con el también beethoveniano Concierto en Do menor Op. 37, los tres arropados por la Orquesta del siglo XVIII dirigida por Frans Brüggen.

Pero esto no es todo, no señor; en este concierto escucharemos uno de esos pianos Pleyel que Chopin tanto amó, concretamente el que le acompañó durante los dos últimos años de vida (número de serie 14810) y que el mencionado Instituto Fryderyk Chopin custodia en el Museo Chopin de Varsovia inventariado con la signatura M/87; y este no es el único instrumento histórico, la muestra se completa con un imponente inventario organológico que incorpora especies que van desde el liviano pianoforte de comienzos del siglo XIX hasta ese tanque que es el piano de concierto moderno: Erard de 1838, el Pleyel citado, un Graf (copia de 1819), un Bössendorfer Imperial, un Steinway (2006) y un Yamaha CFX.

La presencia de estos instrumentos exige una pequeña reflexión en lo que respecta a las prácticas interpretativas. Chopin, como tantos otros compositores de un pasado no tan lejano, hace mucho que dejo de ser monopolio de los grandes virtuosos herederos de la tradición de concierto decimonónica, esos brillantes exhibicionistas del teclado que, como olímpicos que son, hacen suyo el lema -tan de actualidad- de “más alto, más rápido, más fuerte”. Este tipo de virtuoso extrovertido necesita, para la realización sonora de sus capacidades técnicas, un compañero asimismo potente y uniforme que nos aleja del Chopin camerístico y exquisito del que nos hablan los que con él estudiaron. Sí, tenemos que desescombrar, actualizar la imagen sonora de nuestro compositor; y eso es exactamente lo que propone este Festival.

Escribe André Gide en sus Notas sobre Chopin que es difícil luchar contra una falsa imagen, y bien cierto es. El tópico nos despacha con dos obviedades: por un lado, ese Chopin de los grandes pianistas, por otro el de las jovencitas. Pero entonces ¿dónde queda el Chopin de la naturalidad técnica? ¿Dónde la experimentación cantabile y declamatoria de las Baladas? ¿Y su invención tímbrica, dónde queda? Probablemente y como suele ocurrir, en el medio, allí donde dicen que esta la virtud aunque nadie la ha visto.

Por eso resulta, más que interesante, imprescindible, la posibilidad que nos brinda Chopin y su Europa -con ese afán pedagógico que comentábamos al principio de estas líneas- de instruirnos en un Chopin total, poliédrico, pleno de contrastes y contradicciones. Un Chopin adaptable, que nos gusta cuando es potente y enfático y cuando se nos aparece delicado y estremecido.

En este sentido y ya para terminar, me gustaría destacar dos conciertos que ejemplifican estas diferentes formas de interiorizar la literatura chopiniana y que el Festival -insisto- ha recogido en su ideario con muy buen criterio: el programado el día 22, con Wojciech Switala al pianoforte y la soprano -especializada en música antigua- Hana Blazikovà interpretando las Canciones polacas Op. 74 de Chopin en la Orangerie del parque Lazienki (el más hermoso de Varsovia, junto a cuyo lago se encuentra el monumento a Chopin ) y el del día 31 que, como clausura del festival y en el auditorio de la Orquesta Filarmónica de Varsovia presenta en escena al pianista Dmitri Alexeev para interpretar el Concierto para la mano izquierda de Maurice Ravel; en la segunda parte, Valentina Lisitsa aborda el Concierto en Mi menor Op. 11 de Chopin, todos bajo la dirección de Jerzy Maksymiuk. Para decir adiós también al verano, el programa se completa con La mer, de Claude Debussy.

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