España - Canarias
El carnaval entra en el festival
Alfredo López-Vivié Palencia

Martes de carnaval. A las seis de la tarde está convocada una sesión del III Joven Festival, conjunto de actividades promocionales para estudiantes que se enmarca dentro del veterano Festival de Música de Canarias. En el auditorio Alfredo Kraus, a pesar de los precios populares, apenas dos tercios de entrada con más canas que pelos en cresta (también a los abuelos les convienen los descuentos en las localidades), y algunas parejas con parvulitos al cuello. Surge la eterna cuestión de la renovación del público sinfónico (para la que no tengo una respuesta firme), pero al terminar pienso que al menos unos cuantos de esos encrestados muchachos guardarán buen recuerdo de este concierto, y por lo tanto deseo que se les sigan proporcionando ocasiones así.
Porque el concierto de hoy reúne algunos factores con los que sin duda se puede sentir atraída la juventud (y algunos de los que hace tiempo que peinamos canas). Tiene su aquel comenzar la sesión con la sala prácticamente a oscuras, disfrutando de la visión del océano embravecido a través de la cristalera del escenario, con sólo cuatro instrumentos de madera en la tarima comentando las interrogaciones de una trompeta que cada vez suena desde un lugar distinto, mientras la cuerda, entre bambalinas, proporciona el tenue halo de misterio que requiere La pregunta sin respuesta de Charles Ives. Otra cosa es que aquella parte impúber del respetable campara por sus fueros, pero sus contribuciones guturales eran inevitables: benditos sean.
Ciertamente, tiene mucho de Hechicero el concierto para percusión de John Corigliano, estrenado en Lisboa en 2008, acontecimiento del que dio cuenta Teresa Cascudo en Mundoclasico.com [leer reseña]y a cuya reseña me remito. Y lo tiene porque la obra engancha desde el principio, tanto desde el punto de vista sonoro -el lenguaje del compositor es asequible y la gran variedad de sonidos de los instrumentos solistas lo hace aún más atractivo- como desde el punto de vista visual -la propia disposición de esos artilugios y las endiabladas exigencias que se presentan al protagonista hacen que uno no pierda ripio-. “Madera” (marimba, xilófono, cajas chinas), “Metal” (vibráfono, glockenspiel, campanas tubulares, gong), y “Piel” (tambor africano, timbales -europeos y caribeños-, bombo) son sus tres movimientos en el clásico esquema rápido-lento-rápido, con acompañamiento de orquesta de cuerda a la que se une el metal en la última sección.
Si además el solista se llama Martin Grubinger (Salzburgo, 1983), el espectáculo está asegurado. Que sea un tipo joven, que aparezca en el escenario en camiseta y pantalón de cuero negro, que use muñequeras y se prepare las manos como un gimnasta con carbonato de magnesio, y que se dedique a lo que se dedica -percutir instrumentos variopintos con dos baquetas en cada mano (o con un arco, o con martillos, o con las manos desnudas) para producir desde el sonido más leve hasta el trueno más ensordecedor-, eso tiene que llamar la atención del público adolescente. Que encima demuestre una técnica apabullante mientras alterna la expresión de excitación con cara de estar pasándoselo en grande -él y los miembros de la Camerata Salzburg-, pues eso se llama comunicar con música. Así lo hizo, con la misma intensidad en la emoción del movimiento central y en la fuerza rítmica de los movimientos extremos.
En adecuado contraste (pero sin salir de Norteamérica), sigue la suite de la Primavera apalache de Aaron Copland, una especie de remanso de paz, nostalgia y transparencia que los de la Camerata (con Grubinger de timbalero) sirven en una interpretación impecable y equilibrada. Una obra que a la orquesta le sienta como un guante, y que, por supuesto, tiene su culminación en la inolvidable tonada de “The Gift to Be Simple”: porque sencillez es lo que la música de Copland ejemplifica como ninguna otra.
Para acabar, una suite de West Side Story en arreglo del padre del percusionista. La mera mención de la pieza ya le predispone a uno a sonreir y a mover los pies, pero no podía imaginarme que lo que hizo con ella Martin Grubinger senior tuviera a todo el teatro moviendo algo más que los pies. Aunque sólo hay en esta suite cinco de los números del célebre musical de Leonard Bernstein -el prólogo, “Tonight”, “Somewhere”, “Cool” y “America” (el “Mambo” ha pasado a ser propiedad, por usucapión, de Gustavo Dudamel y sus chicos, y ya sólo ellos pueden tocarlo)-, Grubinger los exprime hasta la última gota gracias al empleo de cinco percusionistas (repárese en que la orquesta son apenas una cuarentena de músicos) en una orgía rítmica y sonora irresistible, felizmente asegurada en su vertiginoso discurrir por el gesto claro del director Ariel Zuckermann. Seguro que el toque “kitsch” con el que se instrumenta “Tonight” habría encantado al mismísimo Lenny, y que al viejo Lionel Hampton se le habría escapado una lagrimita viendo la suavidad con la que el joven Grubinger acaricia el vibráfono.
Al día siguiente, en el concierto “para adultos” se repite el programa (y el éxito rotundo), con la única variación de que la pieza de Copland cede el puesto a tres obritas de Mozart, a cual más deliciosa. Pocas veces escucha uno en directo la armónica de cristal (aunque el instrumento sea su encarnación contemporánea), y aún menos ese Sentimiento nocturno en precioso arreglo para violín, clarinete y marimba. Y con qué justeza se emplea Grubinger en los timbales (de época) de la Serenata notturna, y con qué naturalidad y frescura tocan los de la Camerata la música de su ilustre paisano.
Claro que hubo propina, y en los dos conciertos la misma. Y qué propina. Grubinger junior agarra el micrófono y cuenta -en alemán- que lo que van a tocar es la Jazz-Suite de Wolf Kerschek, es decir, una “historia” (con todas las comillas del mundo) del género con fragmentos de swing, funk, pop, blues, dixieland, be-bop, ragtime y muchas otras cosas, incluídas locomotoras de vapor. Para traducir su explicación, Grubinger se trae a un percusionista venezolano de la orquesta (enorme exhibición la suya dándole a cuatro congas en West Side Story) quien, abrumado, resume así: “Agárrense, que viene candela de la buena”. Sólo contaré que, tras casi media hora teniendo al público con el cuerpo jotero con semejante popurrí, todos a uno y otro lado del escenario terminamos cantando ese famosísimo “Amen” del ritual gospel, animados por Grubinger padre.
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