Libros y Partituras
Pensamientos verticales, sobre un acorde de recuerdo
Paco Yáñez
Tras no pocos años de espera, por fin ve la luz en lengua castellana la edición completa de los escritos de uno de los compositores más importantes de la segunda mitad del siglo XX: el norteamericano Morton Feldman (Nueva York, 1926 - Buffalo, 1987). Si en los tiempos de la dictadura franquista los lectores españoles tuvieron en tantas ocasiones que recurrir a las ediciones hispanoamericanas para poder leer lo que a este lado del Atlántico había sido censurado; en una época (ésta) de dictadura del capital especulativo y del mercantilismo más atroz, son cada vez más las ocasiones en que tenemos que volver a mirar (como diría Cortázar) al lado de allá para, a través de editoras como Sexto Piso, Adriana Hidalgo o Losada, poder abismarnos en lecturas que tantas editoriales en España han dejado de lado por no ceñirse a los cánones de los gustos mayoritarios (esos, en todo caso, que tan bien moldean en entente cordiale con los medios de comunicación que a más de uno de estos conglomerados empresariales están vinculados).
En este caso, ha sido una editorial tan selecta y exquisita como la argentina Caja Negra (que en su catálogo cuenta con nombres como Céline, Godard, Kagel, Bataille o Kluge) la que nos ha posibilitado la lectura en nuestra lengua de lo que habitualmente se conoce como ‘ensayos’ de Morton Feldman, y que realmente constituye una amplia reflexión a través de la palabra, tanto sobre su propia vida, como sobre el arte y la música de su tiempo, amigos y creadores con los que compartió encuentros y desencuentros, análisis de sus propias partituras, etc.
Lo que Caja Negra acaba de traducir al castellano (por cierto, magníficamente, tanto Ezequiel Fanego como Agostina Marchi, con supervisión técnica de Pablo Gianera) es el volumen titulado en su edición anglosajona Give My Regards to Eighth Street. Collected Writings of Morton Feldman, editado en el año 2000 por Exact Change con supervisión de B. H. Friedman; que a su vez tomaba como punto de partida los Morton Feldman Essays reunidos en su día por el compositor Walter Zimmermann. Son, en total, 42 textos de muy variada extensión debidos a Morton Feldman, a los que se suma un excelente prólogo a cargo de Pablo Gianera, y un epílogo que recoge un texto publicado en 1959 por el escritor Frank O’Hara, amigo de Feldman y una de sus numerosas fuentes de inspiración entre las que conformaron la palpitante Nueva York de los años cincuenta: periodo de floración que tuvo en el expresionismo abstracto su núcleo central y en torno al cual se articularon toda una serie de manifestaciones genuinamente norteamericanas en ámbitos tan diversos como la música, la literatura, el cinematógrafo o la danza; campos que, como señala el propio O’Hara, se fertilizaron entre sí de forma interdisciplinaria, poniendo en relación obras de diversa factura y estilo, pero que, por muy dispares que fueran, revelaban ciertos vínculos técnicos, conexiones más o menos explícitas que conformaron un imaginario común, tan diverso como movido por una suerte de respiración colectiva. Nueva York, así pues, como vórtice histórico-artístico.
Sumándose a una larga tradición de artistas que han puesto en negro sobre blanco sus recuerdos, pensamientos y reflexiones, con tan ilustres ejemplos como los de Mark Rothko, Paul Klee o Antonio Saura, en la pintura; Andréi Tarkovski, Ingmar Bergman o Michelangelo Antonioni, en el cine; o Pierre Boulez, John Cage o Helmut Lachenmann, en la música (entre tantísimos otros, pues tampoco podría dejar de citar los bellísimos textos de Eduardo Chillida), Morton Feldman nos muestra una visión muy personal del arte de su tiempo, sin concesiones, severamente crítica en muchos pasajes, pero no menos que emocionante y sensible cuando recuerda esa comunidad en la que se vivió uno de los milagros artísticos del siglo XX, y en la cual la pintura será un referente constante, obsesivo, pues de los pintores, de sus modus operandi y de su actitud en la creación fue de donde Feldman dice haber obtenido sus más trascendentales lecciones creativas. Así pues, es con los pintores con los que continuamente entrecruza sus reflexiones, pero no únicamente con sus coetáneos, pues los referentes de Feldman van de Piero della Francesca a Philip Guston, de Rembrandt a Mark Rothko, de Cézanne a Jackson Pollock, de Mondrian a Ad Reinhardt (fundamental, al respecto, es el ensayo de 1967 Algunas preguntas elementales). Genealogías, así pues, largamente enraizadas y de amplios horizontes, como las que explicita en lo musical, donde no deja de destacar a compositores como Bach, Schubert, Webern o Ives, además de aquellos con los que compartió las largas conversaciones que aquí nos relata: los Varèse, Wolff, Brown y, por encima de todos, el amigo gracias al cual accedió a todo ese fascinante universo neoyorquino de la segunda mitad de siglo: John Cage, al que conoce en 1950 en el Carnegie Hall tras haber escuchado la Sinfonía opus 21 de Anton Webern.
Sin embargo, y esto es algo en lo que Feldman es reiterativo, no se produce ni en él ni en los demás miembros de la Escuela de Nueva York un ‘aplastamiento’ por la historia como el que percibe en sus coetáneos europeos, a los que ve como rehenes de su deseo de modernidad: una modernidad que Feldman cree ‘recalentado’ de las viejas fórmulas (la variación sobre todas ellas), atascadas especialmente en el serialismo. La libertad de Feldman es, en buena medida, la de aquel que no teoriza sobre su creación como valor histórico, sino que se sale de ella o que se sitúa en ella de forma intuitiva (algo que Cage apoyó en Feldman desde el comienzo), que busca la materialidad más que la idea; una idea que cree constriñe el pensamiento y la praxis musical de numerosos compositores de todos los tiempos, de Beethoven a Boulez. Es en la cercana materialidad de las artes plásticas donde Feldman encuentra ejemplo y referentes: «La nueva pintura me hizo desear un mundo sonoro más directo, más inmediato, más físico que cualquier cosa que hubiera existido antes». Esa fisicidad se alía con el tiempo, y cual proceso de action painting, Feldman dice que «Mi deseo no era ‘componer’, sino proyectar sonidos en el tiempo, liberándome de una retórica compositiva que ya no tenía lugar aquí».
Buena parte de estos escritos serán un recorrido por ese ‘nuevo aquí’ que es la escena musical neoyorquina de la posguerra; y, más en concreto, por la obra del propio Feldman, que revisita prácticamente en toda su extensión, en ocasiones de forma más superficial, en otras, como Crippled Symmetry (1983), ahondando en su origen y proceso de composición, con numerosos ejemplos de partitura. Entre otras, se adentran estos textos en Intermissions (1950-53), The Viola in My Life (1970), The Rothko Chapel (1971), Triadic memories (1981), String Quartet II (1983), For Philip Guston (1984), o Coptic Light (1986). Será así como Feldman rememore el origen de la notación gráfica («Uno dibuja de una manera más libre en un papel sin renglones»), la aleatoriedad, la indeterminación... («Para comprender el clima intelectual en el que surgió la música ‘aleatoria’, uno debe estar al tanto del renacimiento que experimentó la pintura a comienzos de los cincuenta en Nueva York. Era una suerte de atmósfera límite, en la que prevalecía un extraordinario laissez faire. Los hombres trabajaban y hablaban con la imprudencia de los forty-niners, y un voto de confianza les fue entregado a todos ellos. Este entusiasmo, este fenómeno social, ha influido en mucha de la pintura y de la música que se crea actualmente. Reflejaba una vasta permisividad, templada con un extraño instinto por aquello a lo que John Cage llamaría ‘lo auténtico’»).
Como se puede fácilmente deducir, Feldman, fruto de este escenario libérrimo, desarrolló una profunda aversión a los academicismos de toda índole: ya fuera a las capillas vanguardistas europeas, a la música burguesa o a los departamentos musicales de las universidades norteamericanas, objeto de los más furibundos dardos de sus palabras (el ensayo Boola Boola, del año 1967, es devastador al respecto: «Un pintor cuyas obras fueran siempre exactamente iguales a las de Jackson Pollock pronto estaría de camino al centro psiquiátrico de Rockland. En música, lo nombrarían director de un departamento académico»). Tampoco se libran de sus invectivas compositores como Karlheinz Stockhausen o Pierre Boulez. De ellos, tanto nos narra Feldman sus encuentros y charlas en la Cedar Tavern hasta altas horas de la madrugada, como nos dice que dibujan la «caricatura de nuestros tiempos», o que Boulez «carece tanto de elegancia como de sensibilidad física», y que «representa todo lo que no quiero que el arte sea»; ya que, según Feldman, concede más interés a los planteamientos estructurales y constructivos apriorísticos que al sonido en sí. Hasta tal punto se considera antitético con respecto al francés, que afirma: «Si alguien niega mi música ése es Boulez»... Afortunadamente, el melómano menos militante no tiene porque tomar partido de forma estricta y puede disfrutar de lo mucho (bueno) que ambos nos ofrecen.
Parte de estas diferencias que Feldman recalca se deben ya no sólo al material sonoro, del cual el neoyorquino dice que «en sí mismo puede ser un fenómeno plástico en su totalidad», sino a la relación antes apuntada con la historia. Para Feldman, el rebelde Boulez de los «...ha muerto» (sustituyamos los puntos suspensivos por quien en cada momento ‘hubiese’ que enterrar) no es más que parte de esa misma historia, situándose aquí en línea con Gadamer, cuando afirma que «El rechazo a la tradición forma parte de la misma tradición». Es por ello que en Feldman el interés prioritario es el sonido como hecho artístico, no la dialéctica histórica; lo cual no quita su enorme respeto (y estudio) por los grandes maestros del pasado. Entre ellos sitúa a Varèse, al que dedica un obituario lleno de admiración. Junto con Varèse, como con su propia música, especialmente con respecto a la aleatoriedad, siente Feldman una intensa rabia contra aquellos que se apropian de sus hallazgos, intentando tildar de amateurs a los descubridores, mientras que de maestros a sus epígonos; algo que también denuncia en el caso de su admirado Ives: «En música, cuando uno hace algo nuevo, algo original, es un amateur. Tus imitadores, ellos son los profesionales», o: «De alguna manera nos dicen: “Pese a que eres el padre de esta música, no consideramos que seas lo suficientemente responsable. Por lo tanto nosotros asumiremos la custodia de tu arte”»; algo que en buena medida Feldman piensa con respecto a Stockhausen y a los europeos que asumen la indeterminación para academizarla, privándola de la libertad con la que había sido creada en Nueva York, y restringiendo su propio desarrollo, al categorizarla históricamente y volcar sobre ella toda una serie de leyes que le son manifiestamente contra natura: «Puede sonar extraño decir que Boulez y Stockhausen son populizadores, pero eso es lo que son. Glorificaron a Schoenberg y a Webern, ahora están glorificando otra cosa. Para ellos el azar es solo otro procedimiento, otro vehículo para generar nuevos aspectos de estructura o sonoridad independientemente de la organización tonal. Pueden haber sacado todas estas cosas de Ives o Varèse, pero recurrieron a ellos con un prejuicio demasiado profundo, el prejuicio del igual, del colega», afirma en 1967.
Como se puede comprobar, existe cierto grado de tensión dialéctica entre la vieja Europa y la pujante escena artística norteamericana. Sin embargo, Feldman es (también) hijo legítimo del pensamiento europeo, además de por genética (descendiente de emigrantes judíos rusos afincados en Queens), por la recurrente presencia en su discurso de referentes como Nietzsche o Kierkegaard, dos de sus filósofos de cabecera; como el propio Tolstói en la literatura, de cuyos procesos de trabajo no lineal dice aprendió mucho para sus métodos de composición. La diferencia fundamental entre ambos continentes la expresa Feldman de forma muy gráfica en su texto de 1967 Después del modernismo, donde afirma que el expresionismo abstracto (y por extensión la música de la New York School), «no estaba enfrentándose a la posición tradicional histórica, no estaba enfrentándose a la autoridad, no estaba enfrentándose a la religión. Fue eso lo que le dio ese color especialmente americano; no heredó la continuidad polémica del arte europeo. Si en la tradición europea Mondrian fue un fanático, Guston es meramente un obsesivo-compulsivo (algo bien distinto). Mondrian quería salvar al mundo. Solo basta con mirar un Rothko para saber que lo único que Rothko quería era salvarse a sí mismo».
Sin embargo, como mente lúcida que es, bien sabe Morton Feldman que en todas las latitudes se cuecen habas: «Pasternak nos cuenta que algo ingresó en cada hogar ruso cuando un hombre y su esposa, en la privacidad de su propia familia, comenzaron a hablar sobre cosas tan elevadas e importantes. El arte puede inyectar el mismo tipo de mentira en la vida de cada uno. Como la política, es peligroso en la medida en que es mesiánico. Nono quiere que todos estén indignados. John Cage, que todos estén felices. Son dos formas de tiranía, aunque naturalmente, preferimos la de Cage»; lo que no quita el que Feldman aporte en no pocas ocasiones una mirada crítica como contrapunto al positivismo cageano, del cual nos narra anécdotas reveladoras: «Me acuerdo de haber realizado una larga caminata con John Cage a lo largo del margen del East River. Era un maravilloso día de primavera. En un momento él exclamó: “Mira esas gaviotas. Por dios, ¡qué libres son!”. Después de observar a los pájaros por un rato recuerdo haberle contestado: “No son para nada libres. Cada momento está dedicado a la búsqueda de comida”. Esta es la diferencia básica entre Cage y Guston. Cage ve el efecto, pero ignora su causa. Guston, obsesionado únicamente con su propia causalidad, destruye sus efectos. Por supuesto, ambos están en lo correcto, y yo también lo estoy. Nos complementamos de manera hermosa. Cage es sordo, yo soy mudo, Guston es ciego».
Son, sin duda, John Cage y Philip Guston dos de los (co)protagonistas de estos escritos; del primero dice Feldman que para él todo valía, todo podía ser música; mientras que para Guston casi nada tenía valor, muy raramente algo alcanzaba la categoría de arte. Es decir, parte de la pluralidad neoyorquina a la que estos textos se remiten una y otra vez: «Lo maravilloso acerca de los años cincuenta fue que, por un breve instante -digamos, quizá, seis semanas-, nadie entendió el arte. Es por eso que todo sucedió. Porque por un momento, a estas personas se las dejó en paz. Seis semanas es todo lo que se necesita para que algo comience». Fue un tiempo de vida comunitaria, de creación intersectiva, de fiestas y trasnoche, algo que Feldman rememora fantásticamente en su escrito Dale mis saludos a 8th Street, un texto que es una auténtica ventana a un tiempo y a un lugar que conformó su verdadera escuela de vida: «Me sacó de mi sueño romántico acerca de lo que se suponía que era ser un artista y me metió de lleno en la realidad de lo que era serlo». Ensayos como Conocí a Heine en la calle Fürstemberg o El futuro de la música local (el más largo del libro) se centran especialmente en lo biográfico; una biografía imposible de separar de ese contexto, y en cuyo caldo de cultivo va aflorando su creación musical: esa proyección sonora en el tiempo que, tal y como aprendió de Varèse, precisa una demora para su expresión que es netamente personal: de ahí la inusual extensión de sus últimas obras, que dice serían otras sin esas duraciones en las que visita matices no revelables en la brevedad. Partituras, en muchos casos, especialmente las piezas de su primera época, incomprendidas, tal y como relata en el texto de 1969 Entre categorías: «Los compositores, por otro lado, insistían con que eso que estaba haciendo no tenía nada que ver con la música. ¿Qué era entonces? ¿Qué es todavía hoy? Prefiero pensar en mi trabajo como: entre categorías. Entre Tiempo y Espacio. Entre pintura y música. Entre la construcción de la música y su superficie».
Son estos tan sólo algunos de los muchos apuntes que uno puede tomar de una lectura como Pensamientos verticales; tan verticales como laberínticos: repletos de capas de profundidad, de reflexiones que pueden ir del recuerdo emocionado de un amigo (desoladora, la narración del final de su amistad con Guston y la muerte de éste), al análisis etnográfico y artístico de los tapices turcos, desglosado en profundidad en Crippled Symmetry sobre sus implicaciones en patrones, ritmo, acordes e inducción a la desorientación de la memoria, como se pueden abismar en la importancia de la materia sonora y el respeto por el instrumento como constelación de posibles, o la inserción de su voz en la historia: «Compositor radical, dicen. Pero siempre he tenido este fuerte sentimiento de la historia, esta sensación de una tradición, de una continuidad. Con Mme. Press, a los doce, estuve en contacto con Scriabin, y por lo tanto con Chopin. Con Busoni, y por lo tanto con Liszt. Con Varèse, y por lo tanto con Debussy, e Ives y Cowell, y Schoenberg. No están muertos».
En un diálogo tan libre como el que Feldman establece con la historia occidental, así como con referentes de otras latitudes, adquieren aún mayor calado cada una de sus afirmaciones, como la referida a Cage -en línea con lo que hemos escuchado a otros artistas e intérpretes, como Irvine Arditti-: «John Cage es una de las personas más magníficas que cualquier civilización haya tenido nunca, como ser humano, por su intelecto, por su modo de mirar la vida. Gentil, generoso, abnegado». Es así como otros coetáneos acceden a este rango de excepcionalidad, desde la que redefinieron la historia de la creación en occidente: «Los pintores que conocí, en su mayoría más grandes que yo, me inspiraron de muchas maneras, más allá de su arte. Podían estar muriéndose de hambre, pero no iban a renunciar, no iban a adaptarse al mercado. Barney Newman trazó esa misma línea en el lienzo durante veinticinco años, y recién ahí la gente empezó a prestar atención». Este grado de insobornabilidad, que tan generosos y bellos frutos fraguó; esta entrega y convicción, es tan parte del Feldman compositor como del Feldman escritor, si es que ambos son discernibles...
Abismarse en estas lecturas, en estos fragmentos de programas de conciertos, de ensayos, de conferencias, de artículos, permite atisbar el milagro que eclosionó en la escena neoyorquina de la posguerra, y que Morton Feldman prolongó hasta finales de los años ochenta. Tan insobornable como su actitud es la de estas editoriales que nos permiten tan fértil encuentro (que se recomienda solo, acompañado por la música del propio Feldman), como Caja Negra, a cuyo catálogo volveremos para seguir desvelando algunos de sus impagables tesoros...
Este libro ha sido enviado para su recensión por Tarahumara
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