España - Madrid
Wozzeck en el Chiqui Park
Mikel Chamizo

Cuenta Christoph Marthaler, el director de escena de esta producción de Wozzeck estrenada en 2008 en la Opéra Bastille, que la idea escénica fue tomada de una localización real. Fue “durante un paseo con Anna Viebrock, mi compañera artística desde hace años [aquí firma escenografía y figurines], por la ciudad belga de Gante. Casualmente, durante nuestro recorrido por la ciudad, fuimos a dar con una antigua nave industrial, en cuya entrada estaba escrita la palabra 'Speelkade' (literalmente: muelle de juegos). Lo que podía significar exactamente quedó algo más claro cuando accedimos al interior del edificio: el centro del 'Speelkade' lo configuraba una especie de tienda de festejos con un interior bastante descorazonador. Junto a un buen número de mesas, a las que se sentaban adultos solos, había un mostrador de bebidas, del techo colagaban lámparas. Por todas partes había zapatos de niños, y aquí y allá chaquetas infantiles abandonadas en el suelo o en los respaldos de las sillas. Los niños a los que pertenecían estas piezas de ropa no estaban en la tienda con calefacción, sino que jugaban en enormes castillos de plástico hinchados con aire en los que podían saltar, colocados en torno al pabellón. Anna y yo tuvimos la misma impresión de angustia; los padres no habían acudido a ese lugar para pasar el rato junto con sus hijos; parecía más bien que acudían al centro municipal gratuíto para poder estar solos un cierto tiempo. Y sin ser observados. Los pocos adultos que había a las mesas tenían un aspecto apático. Como a través de un velo, las voces de los niños jugando penetraban por las paredes del pabellón.”
Este escenario deprimente, habitado por “individuos exhaustos”, inspiró a Marthaler una reflexión sobre las discrepancias sociales que jerarquizan a los seres humanos, e intuyó inmediatamente que ese 'Speelkade' sería precisamente el tipo de lugar que frecuentaría Wozzeck con Marie y el hijo de ambos: “Aquí podrían huir por breves momentos de las subordinaciones a las que se ven inevitablemente expuestos en su vida cotidiana. Podrían sentarse simplemente ahí y soñar con otras realidades, mientras su hijo se pierde entre los blandos objetos de plástico.” Cito esta larga introducción por dos razones. Primero, porque describe a la perfección lo que se vio sobre el escenario del Teatro Real: al fondo y los laterales los castillos hinchables y toboganes de un parque infantil, y en primer plano un gran espacio repleto de mesas y sillas, con chaquetas y zapatos desparramados por el suelo, y los adultos, a la espera. En este escenario se mueve Wozzeck, que es el camarero o cuidador del local.
La segunda razón por la que cito la anécdota de Marthaler es porque, creo, evidencia con qué facilidad toman sus decisiones algunos directores de escena. El director suizo se encontró con este 'Speelkade' en un rincón de Gante y decidió que era perfecto para Wozzeck. Pero... ¿seguro que lo es? ¿Qué es lo que justifica, en realidad, la elección de este 'Speelkade', este 'Chiqui Park', sobre cualquier otro escenario? ¿Sólo el que Wozzeck, quizá sí o quizá no, se hubiera pasado por un lugar parecido este? ¿Por qué no podría tratarse de cualquier otro edificio donde la clase social con la que se identificaría Wozzeck lleva a sus hijos? Por ejemplo un MacDonalds; un polideportivo de barrio donde los padres llevan a sus niños a clases de fútbol o de judo; o incluso un cine, en cualquier centro comercial, un domingo por la tarde.
La sensación que me invadió con la propuesta escénica de Marthaler es que al suizo se le encaprichó la idea del 'Speelkade', un lugar llamativo, desde luego, y que, partiendo de ahí, ha metido con calzador el guión de Wozzeck. Pues parece evidente que el 'Speelkade' no cumple con todos los requisitos para ser un lugar óptimo para la historia de esta ópera. Si lo lógico es que primero se plantéen cuáles son los requerimientos dramáticos de la obra y, acto seguido, localizar para ella un contexto actualizado pero eficaz, parece que Marthaler haya hecho justo lo contrario: ha escogido el contexto y después ha visto cómo adaptar el libreto.
El resultado es, por desgracia, muy disfuncional, porque así como en otras óperas se puede llegar a altos grados de ambigüedad con la escena sin perjudicar su integridad dramática, Wozzeck, que es una genialidad teatral más aún que musical, requiere la preservación de ciertos pilares de su estructura para que funcione correctamente. Pilares dramáticos que se respetan en la partitura, pues cuando Berg decide diferenciar la forma musical de cada una de las 15 escenas no lo hace solo como una demostración de virtuosismo compositivo: es también una estrategia para delimitar y potenciar la estructura dramática del libreto, que incide mucho en la alternancia de escenarios y en los cambios bruscos de ambiente y disposición psicológica. El despacho del capitán, la campiña donde cazan Wozzeck y Andrés, la taberna, la casa de Marie o el estanque son lugares impregnados de simbología en los que ocurren cosas muy concretas y distintas entre sí. Por eso, reducir toda la acción al interior del 'muelle de juegos', que es prácticamente lo mismo que reducir la acción solo a la taberna, chirría a un nivel teatral, logrando incluso que la historia resulte confusa, algo realmente meritorio si pensamos que el libreto de Wozzeck, con toda su profundidad política, es un milagro de eficacia dramática.
Lo peor resuelto por Marthaler fue, en mi opinión, el tercer acto. Me resulta difícil explicar por qué al final de Wozzeck me parece imprescindible que haya un estanque, o al menos agua, y a ser posible que refleje la luna. Y, por supuesto, que Wozzeck se ahogue en él. Es la imagen más poderosa de toda la ópera y tratar de evocarla desde un Chiqui Park, con toboganes de fondo, me parece un disparate. Por el contrario, a Marthaler le salieron excepcionalmente bien otras páginas, como la escena quinta del segundo acto, muy logrado el ambiente tabernario, repleto de tipos en chandal y con prendas militares, que aportaron gran agresividad -y credibilidad- a la paliza que el Tambor Mayor le propina a Wozzeck. Funcionaron bien, en realidad, todas las escenas del Tambor Mayor, el personaje mejor perfilado por Marthaler además de magníficamente interpretado y cantado por Jon Villars. Algo peor resultaron las escenas de Marie con su hijo, exentas de intimidad en el espacio enorme del 'Speelkade', donde el niño tenía que dormir juntando dos sillas. La relación de Marie con su hijo debería ser siempre privada y tierna, a pesar del punto cruel que asoma a veces en las palabras de la madre, porque estos momentos preparan el gran impacto emocional de la escena final, con el niño ya huérfano de ambos padres. Nadja Michael consiguió transmitir con su Marie la lucha de sentimientos culpables en el seno del personaje y bordó las escenas con el Tambor Mayor, como el baile -aquí más bien acto sexual- del segundo acto. Pero le faltó, quizá, algo más de ternura, o debilidad maternal, en sus monólogos con el niño.
El triunfador de la noche fue, qué duda cabe, Simon Keenlyside como Wozzeck. Construyendo el rol en la línea de una mente frágil y expuesta, más que la de un desequilibrado potencialmente peligroso, dibujó al soldado con extraordinaria precisión, tanto actoral -con sus tics de trastorno obsesivo compulsivo tan bien imitados- como vocal, con un trabajo trímbrico -muy importante en Wozzeck como recurso expresivo- maravilloso en su sutilidad y riqueza de matices. El resto de personajes que giran alrededor del soldado: el Capitán de Gerhard Siegel, perfectamente histérico; el Doctor de Frans Hawlata, con el punto sarcástico que se requiere; o el Loco de Francisco Vas, que cantó sorpredentemente bien su cancioncilla de la taberna, elevaron el nivel vocal de este Wozzeck a cotas muy altas y completaron uno de los elencos más homogéneos de esta temporada en el Real.
En cuanto a la dirección de Sylvain Cambreling, que ha sido casi unánimemente elogiada por la crítica, caben quizá algunos reparos. Desde luego que Cambreling controla a la perfección este repertorio, pero se acerca a Wozzeck desde la tradición radical que impusieron los serialistas franceses, y muy especialmente Boulez, en sus interpretaciones de la música de la Segunda Escuela de Viena. La dirección de Cambreling, lleno de oficio y con ideas brillantes, fue también nerviosa, repleta de aristas y de desencuentros orquestales, agresiva. Esta plasmación anti-lírica de la partitura no hizo más que resaltar los excesos de la dirección escénica, hasta casi el punto de agotamiento para el público, que comenzó a resultar un handicap hacia la llegada del tercer acto, precisamente en el que se concentra la mayor tensión dramática y que, en mi caso, recibí con la atención un tanto desinflada. No es la de Wozzeck una partitura sencilla, en ningún caso, y Cambreling la llevó a puerto con éxito, aunque decidiese pasar por alto que Berg es el más lírico de los dodecafonistas e impregnar su obra del espíritu, bien distinto, de Die Soldaten.
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