España - Galicia
Un descubrimiento precioso
Alfredo López-Vivié Palencia
Estaba previsto que Osmo Vänskä dirigiera este concierto, aunque finalmente se cayó del cartel “por un inesperado compromiso ineludible con la Orquesta de Minnesota”, según se podía leer en el programa de mano. El “compromiso ineludible” es que tras casi una temporada de interrupción de su actividad por causas económicas, la orquesta y sus patronos han llegado a un acuerdo para retomar los conciertos que incluye la “recontratación” del maestro finlandés; de modo que, lamentando su ausencia aquí, debemos alegrarnos por ellos, en la confianza de que Vänskä sí podrá honrar su compromiso con la Sinfónica de Galicia para la próxima temporada.
Le sustituyó el estonio Olari Elts (Tallin, 1971), de quien no tenía referencias, si bien tras este concierto ya puedo darlas, y bien elogiosas. Porque no ha tenido que ser nada fácil preparar un programa tan complicado como éste en apenas dos semanas, y salir del apuro más que airosamente. Un par de datos curriculares ayudan a comprender el éxito: en 1999 Elts ganó el concurso de dirección Jorma Panula (de cuyo jurado es miembro en la actualidad), y un año antes, en el programa de su primer concierto con la Sinfónica Nacional de Estonia, ya había una obra de John Adams.
No una, sino dos piezas de Adams (Massachusetts, 1947) estaban esta noche puestas –y por primera vez- en los atriles de la Sinfónica de Galicia. En sus cuatro minutos de duración, Short Ride in a Fast Machine (1986) es como un tratado de orquestación concentrado, a la vez que un ejercicio rítmico para deportistas de élite: sólo a partir de una preparación específica es posible interpretar esta pieza diabólica con la limpieza sonora y la precisión percutiva que la cosa requiere. Y a fe que Elts y la orquesta –mención de honor para el escuadrón de percusionistas- consiguieron dar ese festín con la mejor brillantez auditiva (¡y visual!).
Nunca antes había escuchado, ni siquiera en grabación, el Concierto para violín (1993) de Adams. Y en esta ocasión preferí dejarme sorprender y asistir a la interpretación libre de prejuicios: no sólo salí sorprendido, sino maravillado. Maravillado por un “primer movimiento” que le atrapa a uno con su atmósfera envolvente, sutil pero implacable, gracias a los delicadísimos juegos tímbricos entre el violín protagonista y los solistas de la orquesta –el plato, la madera, los discretos sintetizadores-, y a un pulso casi imperceptible pero firme de la cuerda baja; maravillado por esa “Chacona” presidida por lo que me pareció un recuerdo emocionado a Aaron Copland, cuyo subtítulo –“El cuerpo a través del que fluye el sueño”- lo dice todo; y maravillado por la conclusión, “Toccare”, llena de pequeñas descargas eléctricas, en el lenguaje más genuinamente minimalista del autor.
Y sorprendido por lo que, aun sin disponer de elementos previos de comparación, estoy seguro de que fue una interpretación estupenda de Ilya Gringolts (Leningrado, 1982). A lo largo de esta media hora larga –con apenas un par de compases de descanso aquí y allí- Gringolts exhibió un sonido cálido y transparente, una técnica infalible, y ese cierto aislamiento que le pide su partitura para dar una tras otra tan largas frases, en una evidente comunión de concepto con orquesta y director (a lo cual no puede ser ajena la pericia del compositor para conseguir que el violín se escuche siempre, no por encima sino al lado de la orquesta). La prueba de ello no fue tanto la ovación del público –correspondida por Gringolts con un Capricho paganiniano de indudable aire zíngaro-, cuanto su recogido silencio en la pausa anterior a la última parte de la obra.
Elts tiene asimilada la revolución beethoveniana de las últimas décadas, propiciada primero por el movimiento historicista, después por la edición Bärenreiter de las sinfonías, y finalmente por la inteligencia de los directores nórdicos de la generación inmediatamente anterior a la suya para renovar en consecuencia el estilo de las orquestas sinfónicas. Así, con la única concesión instrumental a la baquetería de los timbales, Elts redujo la cuerda de la orquesta –pero no sus posibilidades expresivas-, y se lanzó a tumba abierta a perseguir el metrónomo –aceptando de antemano que es imposible alcanzarlo-. Aunque en este segundo aspecto quizás arriesgó demasiado, y la Sinfonía en Do menor estuvo a veces al borde del borrón sonoro (el toma y daca del motivo principal en el primer tiempo), y a veces falta de tensión (como en la transición al último movimiento). Pero me gustó la urgencia y el nervio que le puso.
Comentarios