Cine

El lituano errante

Paco Yáñez
lunes, 21 de julio de 2014
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De entre los cineastas que han surgido a lo largo de la tan fértil como iconoclasta segunda mitad del siglo XX, uno de los que ha desarrollado una creación más personal, al tiempo que de mayor musicalidad en cuanto a ritmo de montaje tramado en base a acordes temporales de recuerdos (acordes que conectan diversas décadas y espacios, en un método que se antoja plenamente proustiano -enfoque que considero por influjo, he de reconocerlo, de concluir estos días de verano la totalidad de En busca del tiempo perdido-), se encuentra con mayúsculas el nombre del lituano Jonas Mekas (Semeniškiai, 1922).

La obra de Mekas, ya sea su filmografía, así como sus escritos, es un ejercicio de memoria, de recuperación de los pasos que han marcado su vida: un gran libro jalonado por capítulos en letras e imágenes que nace con sus primeros poemas de juventud y llega a los cortometrajes que ha compartido con nosotros a través de su página web en la última década. Momento crucial en su devenir vital es la huida de Lituania y la subsiguiente odisea atravesando una Europa en plena Segunda Guerra Mundial. Es ahí donde se incardina su interesantísimo diario Ningún lugar adónde ir, publicado en 1991 por Black Thistle Press con el título I Had Nowhere to Go. Diary of a Displaced Person. En castellano, el diario de Jonas Mekas fue publicado en 2008 por la exquisita editorial argentina Caja Negra, con una muy notable traducción de Leonel Livchits y un no menos destacable prólogo de Emilio Bernini. Después de que la primera edición se agotara, Caja Negra ha decidido (con buen criterio) reeditar un volumen que, si cabe, alcanza ahora más repercusión, pues (¡por fin!) la obra cinematográfica de Mekas comienza a ser editada como merece en Europa, con una edición fundamental en Francia (Potemkine EDV 2390) que en 896 minutos y 6 DVDs abarca desde The Brig (1964) hasta As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty (2000); así como en España, si bien el proyecto de Intermedio, que comenzó con Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972) y As I Was Moving Ahead..., no ha tenido una segunda entrega en la que debieran aparecer piezas tan bellas como Walden (1969) o Lost Lost Lost (1976), sí presentes en la edición del sello Potemkine.

«Invito a leer todo esto como fragmentos de la vida de alguien. O como una carta de un extranjero que siente nostalgia. O como una novela, ficción pura [...] El tema, la trama que anuda estas piezas es mi vida, mi desarrollo». Así nos tiende su diario Jonas Mekas, con una voluntad fragmentaria que cualquiera que conozca su filmografía entenderá bebe del mismo estilo de asociaciones que marcará su producción audiovisual (si cabe, en el diario con un orden cronológico más pautado, sin las continuas elipsis que trazan sus películas). Sin embargo, ese puzzle de momentaneidades es una totalidad con sentido en sí misma, una globalidad que recoge esos fragmentos de recuerdo sobre los que se asienta nuestra memoria, activados por vínculos no siempre comprensibles para la razón: sea la magdalena mojada en té para el protagonista de la Recherche proustiana, sea un temporal de nieve en la Manhattan de Mekas, capaz de interconectar tantos días, ya no sólo de su presente neoyorquino, sino de una Lituania cuyo paisaje nevado fue una suerte de Ítaca que buscó a lo largo de su exilio; Ítaca que renació transmutada en comunidad artística, dando así lugar a otra suerte de pertenencia...

...y es que, ya desde la rememoración de su infancia en la exrepública soviética, Mekas es consciente de cómo la literatura, sus referentes culturales, se iban convirtiendo para él en su nueva familia, aquélla en la que se sentía en plenitud, como afinidad (s)electiva. El diario puede leerse, de este modo, como una auténtica bildungsroman en la que su héroe es capaz de privarse de alimento por no dejar de comprar un libro, en la que las horas de trabajo forzado tienen como recompensa una conversación sobre arte en el escaso tiempo ‘libre’ del que goza, en la que el único equipaje que porta en su periplo por una Europa en ruinas es su biblioteca, cargada a sus espaldas, sobre unos zapatos por los que entra el frío del invierno alemán. Leyendo la odisea de Jonas Mekas, uno comprende con mayor profundidad la plenitud de sus filmes norteamericanos, la celebración de la existencia que supone ese vasto poema a la vida que es As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty. Por contraste con el horror vivido, la filmografía tardía de Mekas es un paraíso recobrado, tras su expulsión de un primer edén (ahora contemplado en la distancia): la niñez como patria en suelo lituano, y su deambular por el infierno (invasión nazi de Lituania y Segunda Guerra Mundial), y una suerte de purgatorio que fue su adaptación a una Norteamérica que en ningún caso era el destino elegido por los hermanos Mekas (el exilio lo realiza con su hermano Adolfas, coprotagonista del diario), en la que los primeros años supusieron un nuevo trauma, luchando por integrarse en una sociedad ajena a su forma de vida, en la que la comunidad lituana refugiada sería tan sólo un primer reducto donde guarecerse de la indefensión padecida en una jungla de asfalto en la que no se han establecido vínculos personales más allá de los que la comunidad lingüística y cultural, a modo de ghetto en el exilio, le ofrece.

El diario de Jonas Mekas es, así pues, una experiencia desgarradora por cuanto nos muestra la dificultad de echar raíces («en el desierto», sentencia cuando llega a los Estados Unidos) a lo largo de las ciudades que recorre huyendo de la guerra, con un paisaje de fondo que es el continuo bombardeo de los lugares de los que es sucesivamente desplazado. Comienza sus entradas Jonas Mekas el 19 de julio de 1944, en Dirschau, cerca de Danzig, en el que es su octavo día de huida tras la persecución que el ejército nazi lleva a cabo de ambos hermanos por su participación en la resistencia a la invasión alemana; resistencia en el caso de Jonas por medio de la escritura, de su colaboración como articulista y transcriptor de partes radiofónicos de la BBC para una publicación partisana local. Su deseo inicial es llegar a Viena, paso previo para su huida a Suiza; destino que no cumplirían, y que se ve sustituido por todo un catálogo de horrores de la guerra, atenuado en el caso de los Mekas por su condición de refugiados y prisioneros de guerra, lo que los confina en campos de trabajo, en lugar de en campos de concentración. Mekas decide, ya desde el comienzo, no tomar parte activa en la contienda militar; se define como pacifista y poeta, y su arma será la no violencia, la reflexión y la observación de una realidad que quiere perpetuar en letras, como forma de exorcizar el horror y dejar constancia de lo ocurrido.

De este modo, el comienzo del diario, la propia presentación que Mekas le escribe en 1985, es un partir de las raíces genealógicas y culturales que abandona en Lituania: la historia, religión, cultura y lengua que vive en su infancia y adolescencia, con la familia como principal transmisora de valores. De ahí que se entrecruce la historia familiar con la historia lituana, exponiendo Mekas lo mucho que una genealogía marca a un individuo (así como sus riesgos, si no se trasciende de forma autónoma). Destaca, como antes señalábamos, esa progresiva construcción de una familia alternativa de elección propia en el mundo del arte, en la que la música tiene un peso fundamental en su niñez, cuando tocaba la mandolina y el violín, al punto de ganarse el apodo de «el pequeño Paganini»; un Paganini que se autodefine como solitario, atleta y enfermizo. Es una niñez no sólo enferma en lo orgánico, sino con brotes de devastación en lo social: la persecución del padre por los alemanes; la quema, desaparición y ocultación de aquellas bibliotecas que para Mekas abrían los límites del mundo. Aquellas bibliotecas, ya fueran de literatura romántica o de ensayos marxistas, podían convertir a sus propietarios en reos, ajusticiados o dementes para el resto de la comunidad, lo que refuerza la sensación de marginalidad en el joven Jonas, que relata su enraizamiento en sus genealogías artísticas, estéticas, literarias e intelectuales de adopción como un progresivo apartarse de la sociedad convencional que vivía, a la que se oponía; oposición que llegó a la violencia física en su juventud. Sería otra víctima de la violencia quien le dio su modelo de vida: el poeta judío que conoce con 11 años en la oficina postal de su pueblo; un poeta, como tantos de los intelectuales en la contienda, asesinado por los alemanes, ‘muerto antes de tiempo’.

El diario del lituano, como sus películas, es toda una galería de seres que comparten su cotidianeidad con el escritor/realizador, aquí especialmente fino en su catalogación y descripción de las tipologías humanas que encuentra entre los prisioneros: su capacidad para resistir al dolor, soñar, fugarse, romper con las raíces, conservar sus rutinas o construirse unas nuevas, etc. Esto lleva a Mekas a momentos de exaltación de sus ideales, si bien atacando con dureza al ser humano, a sus mezquindades, a su condición de bestia para sus iguales: una bestia que dice odia el resto de la naturaleza (en entradas escritas en 1944 que demuestran una falta de confianza en la humanidad contemporánea que abruman), y a lo que contrapone la escritura poética, comprendida en aquel momento como auténtica vía de escape (con un ritmo e imágenes que lindan la producción coetánea de Paul Celan), y su amor por los animales (lo que lo acerca a ese otro exiliado de la Europa en guerra que fue el francés Louis-Ferdinand Céline, con cuya acidez lingüística en no pocos momentos coincide Mekas, si bien en el lituano hay más lirismo, calor humano y ética).

El paso de los meses hace consciente a Mekas de la imposibilidad de un retorno, al comprobar con sus propios ojos la destrucción que la guerra va dejando a su paso, con la devastación de las instituciones culturales que, dice, se sustituyeron por una universidad de la calle, pero en la que prima una lucha de clanes y nacionalidades desplazadas que dobla, en el interior de los campos, las contiendas externas; lo que las hace aún más tristes y miserables. El desencanto con su presente es tal, que en 1945 dice: «Prefiero llegar ciegamente al futuro. No quiero llevar sus trastos en este viaje a ciegas. No elegí hacerlo. La generación que me precedió, que me metió en este viaje, no produjo mapas o brújulas confiables. No, no quiero ningún salvavidas. Me sumerjo en las profundidades de lo desconocido. Quienes tengan miedo, tómense de la carcasa de la civilización occidental». El propio diario forja la construcción de otra realidad: mezcla de recuerdos de la infancia, explicitación de sus ideales y toda una serie de cuentos que va diseminando por sus páginas. Tras la guerra, adquiere peso una escritura muy existencialista, plagada de dudas sobre el valor y el sentido de la cultura contra el horror y el hambre que asolan Europa; un hambre que Mekas combate entonando las canciones de su niñez como consuelo. El resultado de todo ello (escrito en 1948) es una suerte de nihilismo que, sin embargo, se revuelve y erige alternativas, que soterradamente confía en el hombre, a través de la creación artística y el conocimiento. De hecho, a partir de 1948 Mekas se matricula en cursos universitarios en las diversas ciudades alemanas por las que va pasando (Kassel, en un primer momento), estudiando lenguas, literatura, filosofía... Hay un deseo constante de aprender, de nutrir su aliento poético; en paralelo a su profunda crítica a los estamentos académicos más conservadores y recalcitrantes.

Paralelamente a este adentrarse en las aulas que reabren en la posguerra, estudios para los que ha de realizar largos desplazamientos y sacrificios, hay una gran añoranza de su Lituania natal, de la vida campestre. Sólo con la distancia, el tiempo y el sufrimiento -dice-, ha entendido lo que su tierra para él representa, teniendo como objetivo personal una síntesis de lo rural y lo intelectual en su vida, tal como apunta en abril de 1949. En esa vida intelectual, la música reaparece con fuerza a partir de dicho año, ya sea en lecturas, conciertos o retransmisiones radiofónicas. Así, el 5 de julio de 1949 afirma estar leyendo Musik von Heute (traducción al alemán del ensayo de Aaron Copland), añadiendo la escucha de piezas de Bach, Honegger, Strauss, Smetana, Beethoven, Mozart, etc. Las notas de sus lecturas, de Hölderlin a Kafka, son más prolijas, y demuestran una voracidad inagotable: el sustrato intelectual de cuanto aflorará en sus películas. Esta inquietud literaria da lugar a situaciones paradójicas en el marco de una Europa asolada por la guerra. Así, cuando los hermanos llegan a Bremen para embarcarse hacia América, los 247 kilogramos que conforman su equipaje son una caja de ropa y nueve cajas de libros, algo que provoca el asombro del personal de aduanas por el poco usual patrimonio con el que los Mekas abandonan Europa, el 18 de octubre de 1949, a bordo del navío General Howze, algo que hace decir a Mekas: «Siento que no estoy en ningún lugar, al borde de un espacio vacío entre el dolor y los sueños». Es una zona de transición que, sin embargo, por primera vez lo hace consciente del final real de la guerra, al tiempo que le otorga la esperanza de un nuevo comienzo: «Pienso, mientras contemplo el Atlántico embravecido, intentado racionalizar y justificar mi alejamiento de Europa, que tal vez sea eso lo que diferencia a los hombres de los animales y las plantas: el hecho de que este puede y tal vez debe arrancarse de la tierra que lo vio nacer para crear una cultura. Debe haber sido así desde Adán y Eva... Lejos de la Tierra, el Paraíso o el Útero, hacia la cultura... El segundo nacimiento».

Tras una travesía por el océano cuya descripción alcanza momentos de verdadero impacto, con Mekas abismado a su soledad y demonios al desinjertarse de Europa (un proceso que con el tiempo se manifestará únicamente geográfico), el 29 de octubre de 1949 arriba a Nueva York, donde la vida se revela en toda su dureza, al ser un ya-no-refugiado que ha de buscarse tanto el pan como el techo. Ello no lo priva de procurarse su sustento artístico-espiritual, y a los pocos días nos relata su primera visita el MoMA, donde revive anímicamente en una exposición de Van Gogh. Un mes más tarde, presencia el stravinsquiano L’Oiseau de Feu con coreografía de Balanchine; siendo en 1950 cuando entabla los primeros contactos con los documentalistas y cineastas experimentales norteamericanos, impeliéndole a comenzar sus primeros esbozos con la cámara: esos que podemos observar en el arranque de Lost Lost Lost. El continuo que diario y película establecen es aquí total: punto de transición en el que la palabra deja sitio a la imagen para narrar la autobiografía, la cotidianeidad (pues Mekas seguirá fiel a la escritura como ensayista, especialmente en las páginas de Film Culture, desde 1954, o en su Diario de cine, donde repasa el nacimiento del nuevo cine norteamericano). Tal es el comienzo de Lost Lost Lost: la comunidad lituana refugiada en Nueva York y la progresiva individualización de Mekas. Sin embargo, esa emancipación estaría repleta de dolor y dureza por lo que define «las penurias de un gran sueño: el capitalismo», experiencia que recomienda a los poetas para realizar su aprendizaje del mundo y tener materia prima que llevar a sus textos. El ambiente de las fábricas, el sinsentido de la rutina cotidiana, la brutalidad que vivencia en los barrios de Brooklyn..., son motivos para agudizar su búsqueda de una alternativa artística, si bien se fuerza a sí mismo a redescubrir América, con la que mantiene una relación ambivalente en los primeros años, tratando de derribar sus propios tópicos y de contraponerles la pujanza y juventud de la cultura norteamericana: «No nos permitimos gastar ni una sola hora. Sin descanso. Fuimos a cada obra de teatro, a cada ópera, a cada ballet, a cada película que daban en Nueva York todo este año. Recorrimos galerías y museos. Todo esto con un propósito loco: ponernos al día con nuestros años perdidos, conocer América, echar raíces en Nueva York, experimentar plenamente la ciudad, absorberla, con nuestros ojos, oídos, cuerpos».

En este proceso de aculturación, Mekas se considera un vagabundo del mundo, entre Europa y América, con una conciencia clara de abandono de su comunidad de origen, especialmente patente en esta entrada del 24 de junio de 1952: «Todavía voy a sus reuniones y a sus veladas de entretenimiento. Lo hago por un sentido del deber. Pero ya no hay nada que pueda compartir con esas personas: sólo mis orígenes, el pasado». En 1953 aparecen las primeras palabras en inglés en su pensamiento, en el sueño, la inmersión alcanza lo lingüístico. La obsesión por el cine lo refuerza en sus lazos con Nueva York, así como la poética y abrupta belleza de esta ciudad. El estilo de vida, aún lo separa, si bien cada vez es más parte de su cotidianeidad a través de sus nuevas relaciones artísticas.

El final del diario (últimos meses de 1955) resulta especialmente evocador: el pasado resurge con fuerza al lado de las múltiples novedades que ofrece la metrópolis. En la última entrada se produce, al fin, una síntesis que reúne sus tiempos y espacios vitales en una globalidad (visión que, como antes señalábamos, será crucial para comprender el sentido de su obra fílmica). Es un proceso arduo, de numerosas contraposiciones internas, que podemos visitar en las palabras de un Mekas que se transfigura en Ulises alcanzando Ítaca en esa asimilación del pasado por parte del presente: «Una y otra vez me arrojo hacia lo nuevo sólo para olvidar, sólo para no oír las voces del pasado; haciendo de la búsqueda de lo nuevo el principio y el modo de mi vida. A veces logro escapar y comienzo a vivir en el presente, comienzo a volverme consciente de lo que veo, de lo que oigo». «No sé cuánto tiempo pasé en esta ciudad, pero siento que se convirtió en parte de mí. [...] Estoy intentando desesperadamente crear un conjunto completamente nuevo de recuerdos con los que enfrentar las voces dulces que me llaman para que vuelva a casa. A una casa para la cual, lo sé, se borraron todos los caminos». Las palabras con las que Mekas cierra Ningún lugar adonde ir tienen una potencia visual netamente tarkovskiana, remiten a ese otro final autobiográfico y confesional que es el Zerkalo del realizador ruso (para el que faltarían aún 19 años): «Cuando estaba sentado hoy y miraba hacia el agua, y otra vez hacia el paisaje, de pronto tuve la impresión de que mi pasado había sido atrapado por mi presente. He llegado casi al punto de partida. Sentí que mi infancia volvía con fuerza hacia mí. Casi lloré. Me quedé allí sentado, al lado de ese lago tranquilo de Nueva Inglaterra mirando hacia el agua, y casi lloré. Me vi caminando con mi madre por el campo, con mi pequeña mano en la suya; y el campo ardía con flores rojas y amarillas, y podía sentirlo todo como entonces, y allí, cada aroma y color y el azul del cielo... Estaba sentado allí y estaba temblando de recuerdos» (o, proustianamente: el tiempo recobrado).

El estilo con el que Mekas lleva a cabo la narración de esos once años de su vida es muy heterogéneo: ya sean entradas de corte netamente realista, como trascripción fidedigna de su día a día; en otros momentos, deja su pluma volar de forma visionaria, ya sea soñando con un futuro mejor o teorizando sobre el arte que desea; así como lleva a cabo una suerte de montaje literario que recuerda a sus últimas películas: febril, agitado, lleno de ritmo. Esto resulta especialmente adecuado para episodios como el bombardeo de Hamburgo, contado de forma vívida por Mekas, al pie del cañón, entre las detonaciones y los escombros, lo que emparenta su diario con el trasunto literario del mismo episodio bélico narrado por el genial Arno Schmidt en Momentos de la vida de un fauno (1953). El ritmo de entradas es también muy diverso, desde fases de una fecunda escritura que refleja con minuciosidad conversaciones entre refugiados, listas de lecturas y hasta sus labores de trabajo; pasando por fases de mayor silencio, en las que los comentarios se miden y adquieren un peso específico en cada entrada.

La cuidada edición que nos brinda Caja Negra acompaña el diario de numerosas fotografías contemporáneas de cada entrada, muchas de ellas con Mekas frente al objetivo, reflejando el cambio de su fisiognomía a medida que nos abismamos en las transformaciones que su yo experimenta en su travesía por el ruidoso desierto del alma que es la guerra. Aun en tal infierno (el mayor que el ser humano ha creado en la superficie de la Tierra), Jonas Mekas no deja de reflexionar y buscar lo más elevado que la humanidad ha sido capaz de ofrecernos. Es por ello que este diario constituye todo un ejemplo de lucha contra el horror, contra su olvido, pero también de su superación. Para el amante del cine de Mekas (que hemos de situar entre lo más trascendente de la escena underground neoyorquina), este diario es el preludio de dichos fotogramas, el nexo que nos permite recorrer el rizoma de su estética, de sus recuerdos. Para quien no conozca la filmografía del lituano, será toda una invitación a adentrarse en otro lenguaje que comparte no pocas señas de identidad con este artefacto literario. Para todos, en cualquier caso, es un momento de reflexión brillante y sincero, en el que la historia se interroga a sí misma, elevando unas cuantas respuestas..., y no menos preguntas.

Jonas Mekas: Ningún lugar adonde ir. Buenos Aires: Caja Negra, 2014: primera reimpresión. Edición en castellano con traducción de Leonel Livchits y prólogo de Emilio Bernini. Un volumen en rústica hilo de 440 páginas; 20x14cms. ISBN 978-987-22492-8-1. Distribuidor en España: Tarahumara Libros.

Este libro ha sido enviado para su recensión por Tarahumara Libros

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