España - Galicia
Restauración parcial
Paco Yáñez

Joya mayor del arte gallego, la Catedral de Santiago de Compostela precisa desde hace décadas un mantenimiento que hasta hace pocos años había resultado insuficiente en cuanto a actuaciones de gran envergadura para evitar episodios tan bochornos como el entrar estos días de otoño en la policroma Capilla del Pilar y encontrarse toda una serie de cubos dispuestos para recoger las goteras que desde su bóveda intoxican con humedades techos, pavimentos y muros, en una filtración que acabará por arruinar un monumento expuesto a tan inclemente clima como el compostelano.
Con la fachada del Obradoiro en proceso de restauración (tras la limpieza de la ya refulgente torre de la Berenguela) y un Pórtico de la Gloria que lleva camino de eternizar su proceso de recuperación (¡qué rápido se hubiese acelerado todo ello, de no dilapidar la Xunta de Galicia cientos de millones de euros en su delirio del Gaiás!), turno ha sido ahora para otro de los elementos catedralicios que ciertos cuidados precisaba: su órgano; restauración financiada por la Fundación Barrié, dentro del mecenazgo que desde hace 40 años mantiene la fundación gallega con el templo santiagués.
Para celebrar el renacimiento del órgano catedralicio, cuyas barrocas cajas se remontan al siglo XVIII, siendo el actual instrumento un Mascioni fabricado en Cuvio (Italia) en 1977 y actualizado en lo que a electrónica y software se refiere en 2005, se programó en Compostela un concierto que despertó gran expectativa, habida cuenta la celeridad con la que se agotaron las entradas. Eso sí, contagiado por el conservadurismo que asola la mayor parte de las programaciones musicales de esta ciudad, el concierto volvió a ser demostración de esa perniciosa costumbre de ofrecer al público compostelano los grandes genios del pasado, mientras que de la actualidad se programan piezas de una mediocridad notoria, cuando para órgano disponemos de ejemplos tan bellos (y píos, pues portavoces de la Catedral compostelana afirmaban días antes que los conciertos en la sede jacobea debían acomodarse a unas condiciones marcadas por el respeto al culto allí celebrado, pues «el catolicismo siempre ha promovido manifestaciones artísticas adecuadas a sus fines espirituales», pudiendo así «influir misteriosamente en el espíritu del oyente») como las partituras para órgano del tan creyente Olivier Messiaen (no yéndonos ya al genial Ligeti (¿nos hubiesen influido misteriosamente tanto Volumina (1961-62, rev. 1966) como los Zwei Etüden für Orgel (1967/1969)?), o a los Cristóbal Halffter, José María Sánchez-Verdú o Wolfgang Mitterer, entre otros creadores que han actualizado la composición para órgano?).
De este modo, Gianluca Libertucci, organista del Vicariato de la Ciudad del Vaticano en la Basílica de San Pedro, comenzó su recital (que desde nave principal y crucero pudimos seguir a través de grandes pantallas) con la música de Juan Cabanilles (1644-1712), con su Batalla imperial de V tono (precisamente utilizada por el antes mencionado Cristóbal Halffter en su Tiento del primer tono y batalla imperial de 1986). Libertucci nos ofreció un Cabanilles transparente, de arranque espaciado y dejes líricos, algo ligero, haciendo ganar la pieza en carácter y consistencia en su desarrollo, lo cual se agradece, pues ya nos imaginábamos una batalla más de tirachinas que de mosquetes y arcabuces. Así pues, mayor densidad en sus compases centrales, con unos diminuendi virtuosísticos y pulcros, de nítida digitación, así como con un punto de efectismo bien traído al tema. No es la suya una interpretación creada para impactar, más bien diría que resulta hasta camerística, pues tampoco el órgano de la Catedral de Santiago es un instrumento especialmente imponente, más por cómo están de cercanas y enfrentadas sus cajas en una nave románica donde el sonido se concentra en mayor medida que en otras basílicas europeas más espaciosas.
Aun con el valor que podamos otorgar a la música de Cabanilles, con Johann Sebastian Bach (1685-1750) podemos decir que se hizo la música en esta velada, dando un salto de calidad al esplendor del órgano como un todo, por medio del Preludio y fuga en mi menor BWV 548 (1730). Gianluca Libertucci no es un organista que opte por una lectura historicista, lo cual hace que su interpretación resulte un tanto plana y falta de personalidad en fraseo, relieves y estilo; las voces hilvanadas en tan barroca virguería bachiana precisarían una articulación más definida, un ataque que trame algo nuevo en cuanto a la polifonía. En la fuga nos encontramos con los mismos problemas, de nuevo con unos registros medios planos, mientras que los graves son bien sostenidos en pedal, pero poco consistentes, quizás por el propio instrumento, al que podemos decir le falta algo de aplomo para un Bach rotundo. Libertucci es un músico de ágil mecanismo y digitación, rápido y vibrante, pero carece de la densidad que estas piezas requieren, de forma que sus florituras no suenen un tanto huecas e impostadas, aunque nos haya regalado un mayestático final.
Pero para efectismo huero, el de Davide da Bergamo (1791-1863) en su Elevazione in re minore, que a pesar de su título supone una caída estrepitosa después de elevarnos a la alturas del genio bachiano. Obra simplona y cantabile en su mayor parte, Libertucci da cuenta de ella a la perfección (diría que en este estilo se encuentra más cómodo y en su salsa que en Bach), señalando sus aromas meridionales, aunque por momentos ahogando un desarrollo muy entrecortado, algo que, querámoslo o no, casa con el carácter pastiche, collage, que la obra tiene. De alma operística, belcantista, no sé si una pieza así cumple las espirituales premisas de los predicadores jacobeos, pero a mí se me antoja efectista y poco sólida para traerla a un concierto de este tipo.
Afortunadamente, con la Sonata en do menor opus 65 (1845) de Felix Mendelssohn (1809-1847) retomamos la senda de la excelencia musical, en la que ha sido, además, una de las interpretaciones más logradas y con un sentido histórico mejor trazado de Gianluca Libertucci. El organista italiano ha desarrollado un bello canto, de contenido carácter romántico, en ‘Andante’ y ‘Adagio’, ambos desnudos y líricos, de aura meditativa y grave calidez, calibrada con un punto justo. En la ‘Marcia’ ha incidido en el dinamismo, en la transparencia, en una pluralidad de voces que parece irle mejor en lo que a Mendelssohn se refiere que en la contrapuntística bachiana. La ‘Fuga’ final sonó con un punto eclesiástico un tanto levítico en su arranque, contenida pero bien expuesta especialmente en lo que a pedalero se refiere. En sus compases más polifónicos, Libertucci conecta directamente la música de Mendelssohn con la de Bach, como no podía ser de otro modo en un Mendelssohn que tanto amó (y rescató) al que fuera kantor de su ciudad. Es así que la Sonata en do menor opus 65 ha sido esta noche en Compostela un verdadero viaje a los orígenes, una travesía que desde su plenamente romántico ‘Andante’ nos conduce hasta la pervivencia a mediados del siglo XIX de la maestría bachiana, con un final que es plena afirmación del genio de Eisenach, mayestático y rotundo, aunque de nuevo la disposición del órgano hace que la expansión del sonido se concentre en demasía.
Con Marco Enrico Bossi (1861-1925) volvemos a esa dinámica cicatera a la que me refería al comienzo de esta reseña: a la programación de partituras del siglo XX claramente inferiores en cuanto a trascendencia musical con respecto a las obras del pasado que han sido hoy interpretadas. Tal es el caso de la Pièce héroïque opus 128 (1907) del compositor de Salò, una obra obstinada, recurrente, de incisivas series, en la que la música viene más dada por el lirismo y las regulaciones dinámicas, que por el contenido puramente melódico (no digamos, armónico, más insustancial si cabe). Gianluca Libertucci la expone con más tintes festivos y populares que heroicos propiamente dichos, confiriéndole dramatismo tan sólo en sus compases centrales, donde comienza a afirmar su gran crescendo, que súbitamente cercena para retomar el meditativo tema inicial, combinando así en su ejecución lo ‘heroico’ con lo meditativo: al guerrero en su ímpetu y descanso (probablemente no nietzscheano, ya que en sede apostólica nos encontramos). Es así como concluye esta Pièce héroïque en manos de Libertucci, de forma leve y serena, con gran depuración, pero sin subsanar la pobreza de ideas de la partitura de Bossi.
Louis Vierne (1870-1937) nos propone en Les cloches de Hinckley opus 55 todo un juego de ecos entre campanas, de llamadas y respuestas, trasunto musical de la polifonía que escuchó en el carillón de Westminster. Libertucci, tras un inicio más fantasioso y libre, acaba sumergiéndose en un estilo flemático londinense, sin por ello abandonar su ejercicio de empuje y verticalidad, de arquitectura armónica en unos registros medios muy explotados, en los que ha incidido en la circularidad de los motivos, en su ida y vuelta, en su superposición, demostrando una gran digitación, así como su voluntad de demostrar las virtudes escondidas en el órgano gallego, al que quiso hacer sudar en ciertos pasajes de esta partitura. De nuevo, gran trabajo, solemne, incisivo y enfático, de pedalero en el tramo final, multiplicando los registros desde los teclados, rubricando un portentoso final.
Única partitura del siglo XXI programada, Ofertorio sobre “In omnem terram” (2004) es obra del organista de la Catedral de Santiago, Manuel Cela (1966), que nos ofrece aquí una pieza litúrgica perteneciente a la misa del Apóstol Santiago, cuyo discurrir musical afirma «depende de la cita de esta melodía gregoriana con sus ictus rítmicos dispuestos según el sistema de Solesmes». La obra se plantea de forma espiritual, pero también programática, evocando la lejanía: los confines del orbe, la propia Gallaecia a la que llega la palabra de Dios por medio de la misión evangelizadora de Santiago; mensaje evangélico que Cela representa en una melodía tocada con la Trompeta real 8’, que encuentra su réplica en los fondos 8’, reposando la melodía finalmente en el Cromorno 8’. Ésta es la propuesta del compositor, con su juego de melodía y eco, todo ello de inspiración netamente vocal, prosodia del texto litúrgico, pero desarrollado de forma muy pobre en cuanto a ideas, casi cual monodia, cual lectura de los textos sagrados sobre un fondo de espesura, todo ello con un carácter parco y ascético, con una simplificación del lenguaje del órgano cansina hasta que en la lejanía se pierde el tema. Como al principio señalaba, aun comprendiendo el guiño que supone el programar una obra del organista de la Catedral, hubiese sido de rigor presentar en el concierto alguna obra sustantiva del presente, pues caemos, de este modo, en el mensaje subliminal tantas veces trasladado al oyente en Compostela: la mejor música es la del pasado.
Con César Franck llegábamos al Final (1859) del concierto, como su título indica, con un poderoso arranque en pedalero de Gianluca Libertucci, aunque un tanto italianizado alla Verdi. Gran contraste de ímpetu y dinámicas en sus fraseos según el teclado atacado, que en cierto modo concibe como un juego de ecos con respecto al motivo de pedalero inicial, aunque en conjunto, y hasta en los pasajes más acumulativos, resulte una lectura un tanto cansina, con cierta falta de tensión, hasta la traca final que de rigor era; rúbrica que no fue del concierto, pues animado por los aplausos del público, Libertucci bisó la Batalla imperial de V tono de Cabanilles, cerrando así de forma circular su recital, en esta segunda ocasión un poco más suelto y enfático, más marcial...
...esperemos que, a partir de ahora, el órgano de la Catedral de Santiago pueda tener vida musical más allá de lo litúrgico, que se adentre en la música de su tiempo como lo hacen los órganos de otras basílicas españolas (ahí tenemos la de León, con sus sucesivos estrenos pensados específicamente para su -por fin renovado- instrumento). Sería éste el modo de que la sede jacobea pudiese estar a la altura, en lo musical, de su tiempo, como lo estuvo arquitectónicamente cuando erigió su planta románica o la fachada del Obradoiro, así como cuando contaba con sus respectivos maestros de capilla, compositores como Buono Chiodi o Melchor López, en cuyas partituras tan perceptible es la influencia de Boccherini y Haydn; es decir, de los grandes creadores de su tiempo, de modo que la música en Compostela se mantuviera ligada a la excelencia de su contemporaneidad. Es algo que precisa una recuperación ya no sólo en términos de instrumento, pues la restauración de los estilos musicales a posteriori es algo artística y ontológicamente inviable (por más que tantos compositores en sus partituras parecen luchar enconadamente por realizarlo, perdiendo así el tren de su tiempo y deslocalizándose en la historia).
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