Francia

La pérdida de la inocencia

José Luis Besada
lunes, 29 de diciembre de 2014
París, sábado, 13 de diciembre de 2014. Anfiteatro de la Opéra Bastille. Mikel Urquiza, Julian Lembke, Didier Rotella, Francisco Alvarado: Maudits les innocents. Laurent Gaudé: libreto. Didier Sandre: actor. Solistas del Atelier Lyrique de la Ópera Nacional de París. Coro de niños de la Ópera Nacional de París. Conjunto del Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París. Laurent Peduzzi: escenografía. Stephen Taylor: dirección de escena. Guillaume Bourgogne: dirección musical.
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El pasticcio comienza a imponerse en algunos centros académicos de Europa como formato mediante la cual los jóvenes compositores acceden a presentar sus primeros proyectos escénicos, y toman un primer contacto profesional con las singularidades del mundo operístico. Este ejercicio cobra su verdadero valor cuando los alumnos son confrontados a la realidad teatral: escaso sentido tiene un proyecto de tal índole –en comparación con una audición instrumental– si se presenta simplemente en versión de concierto (o peor aún, si va directamente al cajón). Obtener el apoyo de una institución escénica no es sin embargo un asunto baladí, por lo que tampoco se puede cargar toda la responsabilidad a los conservatorios y a sus docentes. El Superior de París está de enhorabuena a este respecto: ha contado con el respaldo de la Ópera de París para presentar, durante cinco funciones en diciembre, el estreno de una obra escrita por cuatro alumnos de Gérard Pesson, Stefano Gervasoni y Frédérick Durieux.

Laurent Gaudé –Prix Goncourt en 2004– propone con el libreto de Maudits les innocents una recreación dramática de la Cruzada de los niños. Aunque algunos aspectos del texto escritos son notablemente bellos, ponían en serios apuros a los compositores noveles. Su ritmo literario era desigual y en algunos momentos la acción quedaba completamente evacuada. Por otra parte, un personaje que merecía una mayor profundidad como el Papa Inocente III pasa en el fondo sin pena ni gloria. Además, el personaje Jean Croisé –que con su parte no cantada hilvana el encabalgamiento de los actos– aportaba una capa de significado extra al texto, pero al mismo tiempo constreñía el devenir musical del espectáculo. Seguramente la actuación un tanto insustancial de Didier Sandre en este rol contribuyó a dicha sensación de freno.

De las propuestas musicales convergentes en este proyecto destacaríamos sus extremos como los más logrados: el primer acto –Le premier se lève– en manos del bilbaíno Mikel Urquiza y el cuarto –Ils approchent un par un– del chileno Francisco Alvarado. La idea de amanecer en Urquiza planteaba un inteligente diálogo con el repertorio francés del siglo XX al respecto. En su refinada instrumentación salían a reducir fragmentos fugaces que evidenciaban una reelaboración de materiales del Vortex Temporum de Grisey, quien a su vez cita el "Lever du jour" del Daphnis et Chloe de Ravel. Su tratamiento vocal fue igualmente natural –incluso desenfadado por momentos –, lo que hacía presuponer una andadura fluida del texto en toda la ópera que finalmente se vio frenada en los siguientes actos de sus compañeros. Por su parte, Alvarado calculó con gran precisión la distribución de sus materiales en un último acto que narraba el naufragio y finalizaba con el cántico de los niños ahogados, alcanzando un efectivo clímax sin clichés manidos como solución. La situación era además especialmente delicada, ya que el argumento traía a la memoria una obra como Das Floß der Medusa, en la que Henze conjugó con gran maestría la relación entre música y texto. El joven chileno, sin calcar tal modelo, logró un eficaz cierre del drama.

A nivel de interpretación, tanto el atelier lírico de la ópera como el coro de niños realizaron un encomiable esfuerzo. El trabajo de los intérpretes instrumentales fue igualmente merecedor de aplauso, pese a algún momento de imprecisión en la dirección de Guillaume Bourgogne. En su descargo merece ser indicado que la distribución del ensemble –dadas las condiciones escénicas del anfiteatro– era algo forzada, y por ejemplo se veía obligado a dar la espalda a la percusión en numerosas ocasiones. Se confirma en todo caso que los deseos de hacer un buen trabajo en un medio semiprofesional conducen a superar en calidad a algunos músicos que ya establecidos en el circuito terminan por apoltronarse.

Merece destacarse finalmente la escenografía propuesta para el espectáculo. Aun siendo austera, la Ópera de París no escatimó en medios para proponer un espectáculo a la altura de la institución. El espacio diseñado por Laurent Peduzzi, con evidentes referencias visuales a los campos de refugiados y exiliados en los conflictos bélicos, fue un acierto para esta producción.

Los alumnos del conservatorio se han enfrentado en definitiva a un proyecto serio, con profesionales con una cierta trayectoria y en uno de los más importantes coliseos de Europa. Iniciativas como éstas son necesarias para el progresivo destete respecto de la institución académica, de modo que la transición hacia la jungla que supone el verdadero mundo profesional no resulte tan traumática.

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