España - Madrid
Recuperar la fe perdida
Hugo Alvarez Domínguez
En un tiempo extraño para la ópera, en el que las puestas en escena y las estrellas mediáticas rigen cada vez más un mundo que parece estar evolucionando hasta convertirse en algo considerablemente distinto a lo que era y cuyos valores primordiales parecen estar cambiando, a veces sucede la rareza y se vuelve a la tradición: se vuelven a poner de relieve aquellas cosas que en el pasado eran primordiales, pero que sin embargo ahora parecen ser tan solo un elemento más del conjunto. Y entonces regresamos por una noche a tiempos que hoy parecen pretéritos, cuando lo verdaderamente importante era la partitura, y cuando aún se podía enfervorizar al público solo a través de la música y de intérpretes serios y entregados, sin accesorios gratuitos o salidas de pata de banco…. Eso es -o eso era- la ópera, después de todo. Y algo así sucedió en las funciones de Roméo et Juliette, de Charles Gounod, que ofreció el Teatro Real: una ópera de repertorio pero cada vez más infrecuente de escuchar con un equipo de intérpretes tan sólidos como habituales defensores de la obra, en una versión concertante en la que -sin necesidad de excentricidades escénicas- se elevó la temperatura dramática. Un éxito.
Al frente del proyecto estaba nada menos que Michel Plasson, todo un especialista en repertorio francés, a los 81 años, en la que según he podido saber es la primera ópera que dirige en España (¡!). Nunca es tarde si la dicha es buena, y lo cierto es que el maestro francés sentó cátedra y se convirtió en el auténtico triunfador de la velada, poniendo toda su sabiduría al servicio del éxito final y ofreciendo una lectura casi se podría decir que referencial, briosa y vigorosa, de gesto claro y tempi llenos de pulso teatral, sin descuidar nunca ni el balance musical ni las necesidades de unos cantantes con los que trabajó siempre codo con codo, sin perderlos de vista y atento a sus necesidades para poder obtener lo mejor de ellos. El veterano Plasson -que ofreció una versión de la partitura que incluía algunos pequeños cortes, además de prescindir del ballet del tercer acto- transmitió en todo momento un amor por la música y una energía de la que se contagió todo el equipo. Así, la Orquesta del Teatro Real rindió a ese notable nivel ausente de estridencia alguna que solo consigue alcanzar cuando se haya frente a una batuta de calidad -memorable por ejemplo la exposición del nocturno que abre el segundo acto-, y el Coro del teatro enseguida supo reponerse de un inicio un punto dubitativo -faltaron presencia y empaste en su intervención del Prólogo- para mejorar ostensiblemente su rendimiento a partir del inicio del primer acto. En fin, todos respondieron con lo mejor que podían dar; y parece más que evidente que sin un genio de la categoría de Plasson a la batuta esto no hubiese sido posible. Ya tras la pausa el público celebró ampliamente el desempeño de Plasson, y al final de la función se desbordaron las pruebas de entusiasmo.
Sucede rara vez que en un elenco amplísimo -13 solistas- todos y cada uno de sus integrantes estén a una altura que, como mínimo, alcance el notable. En esta función ocurrió. Primero porque todos se las ingeniaron para que esta versión en concierto –sin atriles- tuviese la temperatura dramática necesaria como para permitir el correcto seguimiento de la obra y generar momentos de genuina emoción. Y después porque incluso partes aparentemente menores –pero quien conozca la obra en profundidad sabrá de sobra que muy expuestas- cayeron en manos de profesionales que a un buen sentido del teatro unieron voces de máxima solvencia.
Entre todo el amplio elenco, puede que solo el Capulet de Laurent Alvaro -sonoro, pero de emisión más bien sucia y francamente mejorable, y timbre no demasiado homogéneo, mejor en el centro que en los extremos de la tesitura- estuviese por debajo del nivel de excelencia ofrecido. Antonio Lozano, Damián del Castillo y Toni Marsol sirvieron sin titubeo alguno y con contundencia roles de menor compromiso.
La veterana Diana Montague aportó presencia escénica y vocal a Gertrude, y los bajos Fernando Radó y Roberto Tagliavini cantaron con inusitada rotundidad, buen timbre y sana emisión al Duque de Verona y Frêre Laurent, respectivamente: son, de cualquier manera, dos cantantes que ya están llamados a brillar en roles de mayor compromiso y lucimiento. El tenor Mikeldi Atxalandabaso volvió a hacer gala de esa voz característicamente penetrante y perfectamente afinada, esta vez como Tybault; mientras que la jovencísima Marianne Crebassa -que, por cierto, haciendo honor a su personaje en travesti se presentó en traje masculino, fomentando el componente teatral de la representación- causó auténtica sensación cantando una bellísima versión de la 'serenata de Stéphano', que hizo lamentar que el rol no fuese más extenso, porque la voz es amplia, hermosa y homogénea, de gran musicalidad, quizá con un timbre un punto asopranado que conviene mucho a este tipo de personajes -y hace esperar con curiosidad lo que pueda hacer, por ejemplo, en el repertorio mozartiano-: aquí hay, en cualquier caso, una cantante a seguir. Joan Martín-Royo construyó un Mercutio que fue in crescendo progresivamente a lo largo de la representación, siempre seguro y profesional de musicalidad inatacable; pero puede que mejor en sus intervenciones finales que en su canción de la reina Mab, en la que no terminó de encontrarse del todo cómodo.
Pero gran parte del éxito o el fracaso de una función de esta ópera radica en la pareja protagonista. El Teatro Real contrató para esta tanda de tres funciones a una pareja de relumbrón, como son Roberto Alagna y Sonya Yoncheva. Aunque finalmente solo cantaron dos de las tres funciones anunciadas -Alagna canceló su participación en la tercera dos semanas antes, y Yoncheva con un par de días de antelación, teniendo que recurrir el teatro a una nueva pareja protagonista para la última noche …-, ambos demostraron ser dos cantantes que muestran que el hecho de tener una fama mediática no ha de estar reñido, ni mucho menos, con ser profesionales de probada solvencia y cantantes de primera división.
Resulta casi un milagro que un tenor como Roberto Alagna -que supera ya los 50 años, suma más de 25 de carrera y ha encauzado su repertorio hacia partes decididamente más spinto- pueda no solo mantener en repertorio el rol de Roméo durante tantos años -su memorable versión en dvd del Covent Garden bajo la batuta de Charles Mackerras data de 1992, y su excelente versión discográfica al mando del propio Plasson data de 1995-, sino cantarlo de forma notable, con picos de sobresaliente. A día de hoy, Alagna es sencillamente de los últimos verdaderos divos que existen merecedores de tal adjetivo: en lo vocal, conserva esa voz cálida, luminosa y mediterránea -como pocas se pueden escuchar en la actualidad-, de timbre inconfundible; ha ganado consistencia en el centro de la tesitura, lo que le permite brillar en la escritura más dramática de los últimos actos. Además, su pronunciación francesa es obviamente perfecta, y su adecuación al estilo tiene una calidad inusitada e incontestable en la actualidad: domina la línea de canto, frasea con pasión y sabe administrar medias voces y voces mixtas -un recurso perfectamente lícito en la tradición de la ópera francesa- allá donde la ocasión lo requiere. Es además un intérprete entregado a la causa, e hizo maravillas para generar una química mágica con su partenaire: el largo dúo de la muerte del último acto, por ejemplo, lo cantaron arrastrándose literalmente por el suelo, creando alta tensión dramática sin necesidad de puesta en escena. Si algún agudo puntual acusó cierta tirantez -los hubo-, o incluso si alguna nota llegó a quebrarse -sucedió en este dúo final, resultando un efecto de insospechado valor dramático- son detalles menores que para nada invalidan la idea de que Alagna siente cátedra no solo en este rol y en este estilo, sino como un verdadero grande del canto de su tiempo. Así lo supo reconocer el público, que celebró tanto sus arias como su saludo final con sonoras y merecidas ovaciones.
Junto a él, la búlgara Sonya Yoncheva -que ha vuelto a los escenarios tras su reciente maternidad- no lo tenía fácil pero demostró que, más allá de una estrella rutilante del firmamento operístico reciente -ya lo es-, es también una profesional de todo respeto y una de las nuevas voces más interesantes del panorama operístico actual. La voz, de lírico-ligera, carnosa en el centro y adecuadamente penetrante en el agudo, es grande y corre sin problemas por toda la sala; canta con convicción y dando todo cuanto tiene a cada momento. Tiene dominadas las principales exigencias de un papel complicado, y se maneja con igual acierto en los pasajes de coloratura -defendió su vals inicial con toda justicia, trinando con una facilidad infrecuente de escuchar hoy en día- como en los más dramáticos -sacó adelante con arrestos el aria del veneno del cuarto acto-. Quizás le falten algo de variedad en el fraseo, un tanto monocorde; y cierta personalidad como intérprete -ese “sonido inconfundible” que acostumbran a tener los grandes-; pero en estos tiempos de carestía, lo que ofrece está muy pero que muy por encima de la media. La química con Alagna fue más que evidente -lo que impulsó esa temperatura dramática a la que contribuyeron todos y que fue decisiva para que no faltase de nada- y el suyo fue un triunfo igualmente merecido y compartido con toda justicia. Fue también muy festejada.
En fin, el público que llenaba el teatro celebró el éxito de toda la función con toda justicia, en una de esas noches que recuerdan que el buen canto y la buena música son dos de los principios básicos que deberían necesitarse para llevar el noble arte de la ópera a buen puerto. Una de esas noches que contribuyen a crear afición, o que recuerdan a los aficionados que estén a punto de tirar la toalla por qué hay que seguir subidos a este barco. Porque a veces, merece la pena y se puede recuperar la fe perdida cuando se ofrecen espectáculos de este calibre. Sin duda alguna estas funciones son de lo mejor que se ha visto en el Teatro Real en 2014.
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