España - Canarias
Cosas que no cambian
Alfredo López-Vivié Palencia

Tras medio siglo como titular de la Filarmónica de Leningrado, Evgeni Mravinskii murió en 1988, cuando al régimen le quedaba un corte de pelo. La desmembración de la Unión Soviética trajo muchas incertidumbres, también para la orquesta, en la encrucijada de una nueva época y huérfana de director. Ya entonces, aprovechando los nuevos vientos, sonó para ocupar el puesto un “joven” letón de cuarenta y cinco años llamado Mariss Jansons; sin embargo, el nombramiento recayó en el caucasiano Yuri Temirkanov (Nalchik, 1938). Ambos llevaban largos años asociados a la Filarmónica, pero orquesta –y autoridades- consideraron que Temirkanov era el valor seguro para garantizar la continuidad de la que en aquel tiempo era, de lejos, la mejor orquesta rusa.
Y que sigue siéndolo casi tres décadas después. Ciertamente, todas las orquestas rusas siempre han tocado con obediencia ciega a sus directores, y también con el entusiasmo propio de quien quiere a toda costa gustar a su público. Pero la calidez y el cuerpo de las familias instrumentales de San Petersburgo –sobre todo en la cuerda- siempre han sido sus señas de identidad en un país donde las cuerdas tienden a la aspereza, y los metales a la estridencia. Lo único que ha cambiado -por razones obvias- es su nombre; de mantener lo demás, incluso de mejorarlo, se ha encargado Temirkanov; y así lo ha demostrado en estos dos conciertos verdaderamente dignos de un Festival que se precie.
Por su parte, el maestro sigue -como siempre- dirigiendo con partitura y sin batuta, con concentración imperturbable, rostro inexpresivo y gesto que a menudo parece despreocupado; pero si es verdad –que lo es- que más de la mitad del trabajo de un director se hace con la mirada, Temirkanov es el mejor ejemplo. Y, naturalmente, tampoco cambia –o no mucho- el repertorio en sus giras: para abrir boca, la archiconocida Obertura de Ruslán y Liudmila en versión centelleante, con esas setenta cuerdas dando las cascadas de semicorcheas en un ejercicio de virtuosismo colectivo rayano a la ostentación.
De no estar hoy en activo como solista Xavier de Maistre (ex Radio Baviera, y ex Filarmónica de Viena), seguramente no habríamos escuchado esta noche el Concierto para arpa de Reinhold Glière. Pero este francés (Toulon, 1973) se ha encargado de revivir su instrumento en las salas de concierto con un ímpetu que yo no había visto desde los tiempos de Nicanor Zabaleta. Y a fe que la obra se escucha con gusto –los dos primeros tiempos amplios y soñadores, dignos de la mejor banda sonora de Erich Korngold; y el tercero con aires rusos muy bailables-; y que de Maistre la bordó, en técnica, en buen gusto, y exhibiendo una sonoridad casi insospechada (a la vez que dotes mecánicas, al reponer con oficio una cuerda que se rompió). Claro que hubo ovación, y que hubo propina de las de dejar boquiabierto.
A nadie se le escapa que Cuadros de una exposición es una pieza que asegura el éxito popular de un concierto, gracias sobre todo a un final de grandilocuencia descarada que el público espera con ansiedad. Temirkanov hizo justamente lo contrario: contuvo la fanfarria y la matraca en una “puerta de Kiev” que tuvo mucho más de solemnidad que de pirotecnia, y -con largas pausas entre uno y otro número, y mimando todos y cada uno de los “paseos”- enfatizó sobre todo los números lentos queriendo revelar una obra nueva; me habría gustado algo más de libertad de fraseo para el saxo en “el viejo castillo”, pero nunca he escuchado una cuerda grave tan inmensa en el cuadro de los dos judíos, ni una serenidad tan intensa en las “catacumbas”. Desde hoy, ésta se ha convertido en mi versión de referencia.
Al día siguiente, Temirkanov también frenó metal y percusión en la Francesca da Rimini, haciendo sonar su arranque sombrío exactamente igual que el preludio del segundo acto de El ocaso de los dioses; que por algo Chaicovsky tenía bien fresca en la cabeza su experiencia bayreuthiana al escribir esta obra. Es cierto que las orquestas rusas siempre destacan más por el conjunto que por las individualidades, pero quede constancia del magnífico solo de clarinete –qué fuelle, qué afinación, qué elegancia- en la transición al infierno, dado con una orquesta en estado de gracia que no perdió ni el vértigo ni la precisión.
Y de Wagner a Stravinsky, porque Petrushka fue lo que Temirkanov hizo del comienzo del Concierto en Sol de Ravel. Pero ahí estuvo otro gran Javier –esta vez el andaluz Perianes (Nerva, 1978)- para reconducir las cosas a un terreno menos cubista. Ni el sonido de su piano es grande ni la obra lo requiere, que aquí se trata de jugar y divertirse en los movimientos extremos, y de soñar en el maravilloso tiempo lento; y eso Perianes lo hace como el mejor, demostrando que los buenos artistas ponen la técnica al servicio de la sensibilidad: ni le falta un guiño en aquéllos, ni una caricia en éste (a pesar de la sosa réplica del corno inglés). Otra ovación, esta vez correspondida con La niña de los cabellos de lino de Debussy.
Aunque el concertino no acabó de redondear la noche, de nuevo la cuerda de Petersburgo dio una soberana lección de empaste y de calor en Scheherezade, sobre todo en un primer movimiento urgente pero no apresurado -con un Temirkanov destacando detalles orquestales que a menudo pasan desapercibidos-, y en el tercero, toda una historia de amor sin azúcar añadido (qué precioso fraseo en los pizzicati y qué exhibición también de los solistas de la madera). Menos me gustaron los otros dos, en los que eché de menos una dosis extra de aventura en el concepto –y de color en la realización-, particularmente en la conclusión, en la que el barco de Simbad, sí, embarranca en el arrecife (terrorífico golpe de gong y de timbales), pero no ha navegado antes en la mar arbolada que está en toda la orquesta.
También es tradición la generosidad de esta orquesta con las propinas: Salut d’amour de Elgar, y el “Trepak” del Cascanueces el primer día. Y de nuevo Cascanueces al día siguiente, en el gran paso a dos del segundo acto: nunca una simple escala dio tanto de sí, y nunca la escuché tan impresionantemente bien tocada.
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