España - Cataluña
Jeremy Irons se presenta en el Liceu
Jorge Binaghi

El acontecimiento mediático era sin duda la presencia por primera vez del gran actor en sustitución de un colega también de relieve, John Malkovich (a quien había visto con este mismo conjunto en The infernal comedy en Bruselas en mayo de 2010). Y seguramente el lleno casi absoluto se debía a su carisma indudable y legítimo. Que al final fue lo que fundamentalmente justificó el concierto. Su maravillosa dicción, un placer en sí misma para el oído, la modulación del texto (baste sólo citar la inflexión que dio hacia el final a la palabra ‘venture’ cuando el texto dice que la palabra no basta para expresar el sentimiento y que tal vez lo pueda hacer la música -resultó bastante claro, también con la mirada al director de orquesta, que para el gran actor la posibilidad queda en el plano de lo teórico). Sobrio, vestido informalmente, consciente de que se estaba pendiente de él pero participando con interés en la ejecución de la obertura y los nueve números de Egmont (que alguno de los nuevos popes locales definió en un periódico como ‘sinfonía’, cuando está claro que la definición de ‘música incidental’ para el texto de Goethe repuesto en Viena en 1810 es la única que cabe para describir este híbrido), demostró saber compartir el escenario al tiempo que lo dominaba. Y la buena traducción inglesa del texto de Goethe no era de lo más fácil de aceptar en cuanto a la forma (aunque algunos hayan buscado obvias pero también algo forzadas similitudes a la España conquistadora e invasora de los Países Bajos al mando del duque de Alba), pero él la hizo accesible y natural.
El problema, si es que lo hay para alguien aparte de quien esto firma, comienza cuando se cae en la cuenta de que era un programa íntegramente dedicado a Beethoven. Y si lo mejor y más destacable y recordable es la labor del narrador, la perplejidad crece.
Tomemos el caso de Avemo, una soprano estimable, en su origen al menos una soubrette o coloratura (tal como la escuché varias veces en Bruselas, y hace poco fue la ‘Despina’ de un Così muy celebrado y peculiar en Madrid), de timbre blanquecino y muy buena actriz. Pero como dice el programa, la escena y aria de concierto tan conocido ha sido siempre para soprano spinto (y nadie pide que se traiga a Harteros, Stemme o Netrebko) y por tanto el agudo la encontró siempre sobreexigida (las venas del cuello y la apertura de la boca estaban sometidas a gran tensión), con algún que otro evidente problema en la administración del fiato mientras centro y grave eran inaudibles (incluso ocurrió en las dos canciones de Egmont, que entraban más en su tesitura, pero la segunda de las cuales la puso al límite de nuevo) . No es consuelo ver que la falta de idea (por decirlo finamente) en cuanto a las voces que se requieren para una obra no son patrimonio de un teatro, una ciudad o un país. A menos que se pretenda esgrimir el argumento de la ‘versión original’ (que ha hecho estropicios en otras ocasiones o llevado a sinsentidos como la tan original Aída de Harnoncourt más que de Verdi). Sería como si una voz que a lo sumo da para Marzelline (en Fidelio), y es el caso, se destinara a cantar Leonore, con lo que no sólo sufre el autor sino que se compromete seriamente la voz del cantante (ahora que lo he escrito me arrepiento porque seguro que le doy una idea a alguien).
Con lo dicho queda claro que, perdón, prefiero para Beethoven a una orquesta y director ‘tradicionales’ (en el caso de la Séptima -que creo que por primera vez ocupa la primera parte del programa- mi experiencia personal reciente atesora una versión de la Filarmónica de Viena dirigida por Thielemann en París). En todo caso fue más aceptable en la segunda parte, donde además no hubo los problemas eternos de afinación de alguno de los instrumentos ‘originales’. Lo mejor fueron casi todos los vientos. El director acompañó bien el aria y los números de Egmont, pero no diría yo que su dirección de la Obertura y de toda la Séptima fue memorable, aunque tuvo el mérito de dirigir la sinfonía de memoria (para quien se deja impresionar por eso) y sin batuta (con lo que se advirtió enseguida que no todos tienen las manos de Gergiev). Hizo una Séptima marcial, enfática, entre adusta y rígida, con muchos pequeños silencios en el primer movimiento que destruyeron su continuidad, y en ningún momento pareció la famosa ‘apoteosis de la danza’ que decía Wagner sino la carga de la caballería ligera, a veces, como en el movimiento final, sumamente precipitada. Y los tutti sonaron más de una vez opacos y/o ruidosos.
En cuanto a la Obertura, para remitirme también a dos experiencias relativamente recientes (Barenboim y, sobre todo, Abbado, que hacía de ella, como de Coriolano una apasionante experiencia de historia de la música en vivo) tuvo mucha sequedad y poca sonoridad en los momentos en que las cuerdas predominaban. No sabremos nunca de veras cómo sonaba en la época de su estreno (independientemente de lo que pudiera o no oír el autor), pero habría que preguntarse también cómo querría escucharse ahora. O, dicho de otro modo, lo que tal vez sea bueno para el barroco casi seguramente no lo es para el clasicismo y menos para el romanticismo, por más que se empecinen tantos.
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