Alemania
Tres siglos de ballet, arte supremo y desilusión
Juan Carlos Tellechea

Los contrastes no podían ser mayores. El director del Ballett am Rhein, Martin Schläpfer, presenta este sábado 16 de enero de 2016 su velada de ballet b26 en la que durante dos horas y media tres coreógrafos de tres siglos consecutivos exhiben algunas de sus mejores piezas: August Bournonville (Copenhague, 1805 – ídem, 1879), Antony Tudor, seudónimo artístico de William Cook (Londres, 1908 – Nueva York, 1987) y Terence Kohler (Sydney/Australia, 1984).
Tres centurias, tres estilos, tres visiones estéticas, tres formas diferentes de ver la danza como expresión artística suben a escena esta tarde; algunas pueden gustarnos y entusiasmarnos más que otras que parecen querer desconcertarnos, pero todas son indiscutiblemente muy modernas en sus respectivas épocas.
En mi modesta opinión, la más lograda integralmente y la más refinada de las tres coreografías presentadas es Dark Elegies, de Antony Tudor, estrenada el 19 de febrero de 1937 por el Ballet Rambert en el Duchess Theatre de Londres, que continúa siendo una de las más importantes y geniales obras del siglo XX, con música de Gustav Mahler (Kindertotenlieder / Canciones a los niños muertos, sobre poemas de Friedrich Rückert, para barítono y orquesta).
En aquellos tiempos, según un crítico de entonces, la danza en Inglaterra descubría una nueva fase en su acontecer histórico. Por primera vez, tras el estreno de Petruschka (1911) por los Ballets Russes en el Théâtre du Chatelet de Paris (con música de Igor Stravinski, 1882 – 1971, y coreografía de Michel Fokine, 1880 – 1942), una coreografía podía suscitar profundas emociones, casi catárticas, como en los momentos culminantes de los dramas de la Antigua Grecia, según el pensamiento aristotélico.
El barítono Dmitri Vargin (Samarcanda, Uzbekistán, 1978), de la Deutsche Oper am Rhein, sentado al extremo derecho del escenario, realiza una soberbia entonación de los Lieder que compuso Mahler entre 1901 y 1904 y estrenó en 1905 en Viena, sobre los versos que Rückert escribiera entre 1833 y 1834, tras la muerte de dos de sus hijos en menos de 16 días. La ejecución de la Orquesta Filarmónica de Duisburgo dirigida por Axel Kober es brillante. La triple coordinación, música, canto y danza, así como la preparación coreográfica de Amanda McKerrow y John Gardner (ambos bailaron bajo la dirección de Tudor en el American Ballet Theater) está perfectamente lograda.
Los movimientos se suceden con elegancia (I. Nun will die Sonn' so hell aufgehen / Ahora el sol saldrá radiante), gran sensibilidad (II. Nun seh' ich wohl, warum so dunkle Flammen / Ahora entiendo por qué tan oscuras llamas), entrega, sin acrobacias espectaculares (III. Wenn dein Mütterlein tritt zur Tür herein / Cuando tu mamita entra por la puerta), con cierta distancia y ensimismamiento (IV. Oft denk ich, sie sind nur ausgegangen / A menudo pienso que solo han salido), pero siempre con gran devoción, casi sagrada (In diesem Wetter, in diesem Braus / ¡Con este tiempo, con esta lluvia!) en la excelente interpretación de los bailarines Camille Andriot, Wun Sze Chan, Natalie Guth, Christine Jaroszewski, Helen Clare Kinney, Anne Marchand, Virginia Segarra Vidal, Marcos Menha, So-Yeon Kim (brillante pas seule), Andriy Boyetskyy y Michael Foster.
Previamente la velada fue abierta con el Bournonville Divertissement, compuesto por el pas de deux del Festival de las flores en Genzano (1858), así como el pas de six y la tarantella de Nápoles (1842), hasta hoy dos piezas medulares del repertorio clásico, preparado brillantemente por el danés Johnny Eliasen.
El decorado del escenario es neutral. Los intérpretes bailan ante un fondo de color celeste que sugiere tanto el firmamento en los montes Albanos, en el Lacio, al sur de Roma, donde se sitúa Genzano, como el espléndido panorama del golfo de Nápoles. Hay excelente precisión en los giros y los saltos, ejecutados con gran seguridad.
Al comienzo la orquesta va demasiado rápido, le cuesta ajustarse al ritmo de los bailarines y estos, en un momento dado, quedan literalmente “colgados“ un par de segundos, sin música, al final del pas de deux. Pero el director corrige rápidamente la coordinación en los siguientes movimientos.
La tarantella exige mucho de los bailarines. Sin embargo, todos en su conjunto (Ann-Kathrin Adam, Feline van Dijken, Nathalie Guth, Alexandra Inculet, Julie Thirault, Brice Asnar, Michael Foster, Philip Hanschin, Sonny Locsin y Eric White) resuelven muy bien la filigrana de estos fragmentos coreográficos impregnados de folklore de August Bournonville, “un poeta del ballet“, como lo definiera su gran amigo, el escritor y vate danés Hans Christian Andersen (1805 – 1875), ambos admiradores de Italia, su gente, sus tradiciones y su cultura.
La velada b26 concluye con el estreno mundial de ONE, del joven coreógrafo australiano Terence Kohler (con música de Johannes Brahms, 1833 – 1897, la Sinfonía nro. 1 en do menor opus 68), pieza expresamente realizada para el Ballett am Rhein.
Sobre el escenario se erige un oscuro muro (escenografía de Verena Hemmerlein) por el que trepan bailarinas y bailarines. En total son unos 40 intérpretes. Todo transcurre muy bien, en el primer movimiento (Un poco sostenuto – Allegro – meno Allegro), aquí destaca la primaballerina Marlúcia do Amaral; en el segundo (Andante sostenuto), permanentemente se recurre con fruición a la “biblioteca“ neoclásica de movimientos; y en el tercero (Un poco allegretto e grazioso), con un excelente, maravilloso pas seule de Yuko Kato.
Pero en el cuarto movimiento (Adagio – Piú andante – Allegro non troppo, ma con brio – Piú allegro) se le acaba la “cuerda“ a Kohler. Toda la fantasía que había desplegado poco antes se agota de pronto en los últimos quince minutos de la obra.
Dos escaleras de mano se instalan junto al muro, una por delante y otra por detrás de éste. Los bailarines suben por la primera hasta la parte superior de la construcción y acto seguido descienden por la segunda escala. Este ejercicio lo realizan durante varios minutos (¡que se hacen realmente eternos!), mientras la orquesta toca exquisita, por momentos fogosa e ígneamente la segunda mitad del cuarto movimiento de la Sinfonía de Brahms.
Según el programa de mano, Kohler intenta mostrar que los intérpretes, en medio de una Europa que es testigo del masivo éxodo de migrantes de Oriente Medio y África, marchan hacia otro mundo y que sólo la música sigue hablando. Pero al espectador, decepcionado, desilusionado, le queda la impresión de que la faena no está completa, de que algo ha ocurrido y el coreógrafo no ha podido culminar su labor (¿quizás apremiado por el tiempo, por un estricto plazo para cumplir con la fecha del estreno?); porque, para describir precisamente ese pasaje hacia otro mundo, hacia otro universo, hacia otra realidad hay múltiples recursos en la danza mucho más idóneos y eficaces que el simple ascenso y descenso por una escalera. Los aplausos y ovaciones a los bailarines, muy merecidos, fueron atronadores, pero menguados para el coreógrafo australiano Terence Kohler, de 31 años.
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