Bélgica
La gran trágica sin sus galas
Jorge Binaghi

Parece difícil de creer que un título de la ‘giovane scuola’, aunque no sea ‘puro verismo’, pueda pasar la prueba de una versión sin la parte escénica. Más si se trata de la vida, novelesca y novelada, de una gran actriz de teatro francesa amada por Voltaire. Y sin embargo así fue, y con éxito.
Piénsese lo poco frecuente que es este tipo de obras aquí, gracias a la campaña de los Mortier que en el mundo han sido y de los que los han seguido por convicción o imitación (y en parte algunos aún lo hacen). La sala de Beaux Arts tiene mayor capacidad que La Monnaie y dos funciones sin ningún artista mediático podían ser un fiasco. No lo fueron. No había localidades agotadas, pero sí una buena entrada y un público dispuesto a escuchar y a disfrutar, y así lo hizo, aunque uno pueda no estar de acuerdo con todas sus apreciaciones.
Seguramente sí pueda haber acuerdo unánime (o casi) en la labor del coro (no muy exigido, pero su limitada participación en el tercer acto es importante) y sobre todo de la orquesta, más que nada por su flexibilidad para seguir la batuta de Pidò, un director al que se relaciona más con el período del belcanto italiano, que realizó una labor relevante, plena de matices e inflexiones capaces de dar buena cuenta de la capacidad de orquestador de Cilèa (tal vez pudo desearse más intensidad y menos decibelios al final del tercer acto, pero es un momento tan breve, aunque importante, que puede dejarse de lado la reserva).
Todos los cantantes trabajaron con honestidad y trataron de hacer visible para el público la trama de la obra (también hubo oportunas indicaciones en los subtítulos, lamentablemente no bien separados de la traducción del texto del libreto). Esto alcanza también a los comprimarios que en una versión escénica suelen pasar casi desapercibidos o son soportados como mal menor. Muy bien y muy compenetrados fueron los integrantes del cuarteto de colegas y sin embargo amigos de la protagonista: Maria Celeng (Madamigella Jouvenot), Maria Fiselier (Madamigella Dangeville), Alessandro Spina (Quinault) y Carlos Cardoso (Poisson). Correcto en su breve papel de mayordomo Bernard Giovani (integrante del grupo de bajos del coro estable).
Adecuado Cigni en su Príncipe (tal vez pudo mostrar menos reserva y más participación). Sobresaliente el Abate de Giménez, un lujo en este tipo de papeles en su actual momento, el mejor como artista y siempre un cantante excelente. Frontali hizo un muy buen Michonnet en lo vocal, y tal vez demasiado histriónico y no tan emotivo en lo interpretativo, subrayando mucho algunas frases con gestos convencionales. Caimi, llamado a sustituir a un colega, demostró buenas cualidades, y sobre todo un fraseo muy intencionado y con evidente inclinación por la media voz. El agudo y el centro son buenos, aunque el timbre no siempre suene brillante y el grave sea de momento escaso (el final de ‘L’anima ho stanca’ le hizo pasar -no es el único- algún apuro).
Barcellona continúa su búsqueda de otros papeles que los del belcanto (rossiniano en particular) que le han dado justa fama. Esta Bouillon, un personaje tan pasional y a veces odioso, parece sentarle bien en lo vocal (sólo algún extremo agudo pareció algo apretado) y en el fraseo incisivo. Su aria de entrada resultó notable y también el resto de sus intervenciones, en particular esa difícil -fácil en apariencia- conversación del principio del tercer acto con el Abate.
Nos queda la protagonista. No se le puede negar cantidad e incluso calidad de voz a Haroutounian: de hecho, y sin que me parezca una cantante particularmente dotada para este rol, fue muy superior a alguna colega famosa que la ha interpretado en una sala de prestigio en la que tiene bula para hacer lo que se le ocurra. Dicho esto, y consignada la fuerte ovación tras su interpretación de ‘Poveri fiori’, hay que decir que no se interesa, o no es capaz de plegar su voz, en los sonidos filados que sin embargo tienen tanta importancia en el papel. Tampoco se caracteriza por recitar o decir sus parlamentos con intensidad y naturalidad, sino que trata de calcar efectos que en el pasado sin duda tenían su fundamento, pero que ahora, si no son acompañados de una conciencia estética superior y una clara consideración de la situación de la obra en la historia del género, quedan en eso: no llegan a ser caricaturales, pero no convencen. Y cuando se pone todo el interés en cantar más fuerte y con más voz (‘altius’ y ‘fortius’ son conceptos que pueden ser falsos amigos, no sólo para su traducción del latín a una lengua romance), por más dotes naturales que se tengan, hay que recordar que no siempre se puede cantar con la naturaleza.
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