Argentina
Bashkirova & Friends
Carlos Singer

Cuarto concierto de esta temporada del Mozarteum Argentino, sin duda la institución que realiza el aporte más sólido y trascendente a la vida musical de nuestro país, que previamente nos había brindado la gracia y el buen decir de Joyce Di Donato; la solidez interpretativa de la Orquesta de la Academia Santa Cecilia de Roma bajo la notable batuta de Sir Antonio Pappano con el juvenil aporte de una virtuosa del teclado, Beatrice Rana, y finalmente Nelson Goerner, al que siempre he considerado el mejor pianista argentino de su generación.
Tantos gratos momentos vividos a lo largo de esas tres primeras presentaciones nos hacían quizás esperar algo más de este recital de cámara que estuvo signado por una marcada falta de efusividad así como por la relativa parquedad para exteriorizar emociones de varios de sus miembros, que terminó por conformar una velada extremadamente correcta (si dejamos de lado un notorio traspiés del chelo del que luego hablaré) pero que no alcanzó a apasionar.
El programa mostraba una llamativa simetría: dos tríos en idéntica tonalidad (Si Bemol Mayor), uno juvenil de Beethoven y otro del último período de Schubert enmarcaban dos páginas escritas el mismo año -1938- por Hindemith y Bartók. La misma búsqueda de balance involucraba a los intérpretes: las cuatro páginas requerían conjuntos diferentes y sólo el piano participaba de todas las obras.
Si bien la partitura beethoveniana muestra la clara influencia del clasicismo de Mozart y Haydn, la interpretación del grupo visitante no hizo sino acentuar ese enfoque con un toque liviano, dinámicas mesuradas y un abordaje que podríamos describir como cortés; eso sí, la ejecución fue de gran limpieza, precisión y ajuste. Una frase muy desafinada del violonchelo, al trepar al sobreagudo en la tercera de las variaciones que conforman el final, no empañó una versión sumamente correcta pero de escasa efusividad.
El mismo tono amable pero algo desprovisto de énfasis condicionó un poco el Cuarteto de Hindemith, una de las escasas composiciones escritas para una extraña combinación: violín, clarinete, chelo y piano; otra es, desde luego, el Cuarteto para el fin de los tiempos, de Olivier Messiaen, aunque en ese caso la elección instrumental se debió ajustar a la disponibilidad de músicos en el campo de concentración en que fue concebido. La página de Hindemith, densa y con abundante empleo del contrapunto, mostró a cuatro artistas bien ensamblados, con idéntico fraseo y articulaciones pero un poco contenidos en su dinámica, que se movió de manera preponderante entre el piano y el mezzoforte, sin alcanzar nunca un verdadero impacto sonoro.
En los tres fragmentos que integran los Contrastes de Bartók, tanto el clarinetista Halevi como la violinista rumana Mihaela Martin mostraron mucha mayor implicación emocional, lo que dio como resultado que el trabajo se viera favorecido con una interpretación más vívida e intensa a pesar de que Bashkirova, a despecho de actuar, en todas las obras, con la tapa del piano totalmente elevada -un hecho no muy habitual al hacer música de cámara- prefiriese evitar siempre adquirir preponderancia y optase por un toque marcadamente impersonal.
El dilatado programa -para lo que se estila en la actualidad quizás una pizca demasiado extenso, con cerca de dos horas netas de música- se completó con el primero de los dos grandes Trío para piano, violín y violonchelo que Franz Schubert escribió en las postrimerías de su breve existencia. La versión a la que asistimos, un dechado de perfección técnica, acoplamiento y escrupulosidad, estuvo de nuevo signada por una aproximación siempre bien objetiva y desprovista de ese fuego, esa pasión tan inherente al romanticismo.
El público, menos numeroso que en otras oportunidades, brindó un aplauso que parecía más de cortesía que de felicitación (algunos, como ya es, lamentablemente, habitual, se levantaron como movidos por un resorte con el último acorde y abandonaron rápidamente la sala) y los artistas dejaron el escenario sin añadir ninguna pieza extra.
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