España - Madrid
Barenboim pianista o la desigualdad intrínseca de un mito viviente
José del Rincón

Daniel Barenboim dedicó la primera parte de su recital a dos de las mejores sonatas para piano de Franz Schubert, escritas ambas en la misma tonalidad de La Mayor: las numeradas por Otto Erich Deutsch como 664 y 959. Esta última es un auténtico monumento musical y otro ejemplo señero de las 'longitudes celestiales' que invocara Robert Schumann con respecto a la Novena sinfonía. Ambas obras fueron, con diferencia, lo mejor del concierto para quien esto suscribe. Los pasajes más saltarines y juguetones que pudieron aparecer en estas dos obras (como el tema principal del scherzo de la sonata D. 959) fueron tocados con el mismo pathos que el resto del programa; el Schubert del pianista argentino, a diferencia del de una Maria Joâo Pires, es siempre serio, profundo y doliente; pero da lo mismo, tal fue la intensidad emocional que recorrió estas dos obras de cabo a rabo. La mayor parte de los pasajes en piano o con la indicación de descrescendo fueron ejecutados por Barenboim con ritardandi añadidos de su propia cosecha; una vez que el pianista israelí agarra un buen cantabile, ignora olímpicamente los a tempo, como los que figuran en los compases 221, 333 y 342 del finale de la Sonata D. 959 e incluso en los compases 36 y 94 de la Balada n.º 1 de Chopin. Lo que en otro pianista habría parecido exagerado o arbitrario, en el Schubert de Barenboim fluyó con una naturalidad pasmosa. Tal vez los puntos culminantes de esta primera parte sublime sin interrupción fueron el escalofriante andantino en fa sostenido menor de la D. 959 y los intensísimos compases anteriores al 349 del rondo alegretto de esta misma sonata.
Es curioso que un pianista que no tuvo reparo alguno en descargar todo el peso de sus brazos en la integral de las sonatas de Mozart que grabara en 1985, no lo hiciera en ninguno de los pasajes señalados por Schubert con forte en la partitura, momentos en que apenas rebasó el mezzoforte. Incluso sucedió algo parecido con la Balada n.º 1 de Chopin: hasta que no llegamos a Liszt, no pudimos escuchar toda la potencia que el pianista palestino es capaz de extraer de su nuevo piano (por cierto, afinado de forma sobresaliente por Óscar Olivera).
Frente a ese Schubert antológico, Chopin y, sobre todo, Liszt me gustaron mucho menos. Objetivamente, no tengo muchas pegas que poner al Liszt de Barenboim; tal vez el exceso de pedal con el que emborronó algunos de los pasajes más rápidos y el haber abordado algo más despacio el principio de algún comprometedor pasaje de bravura. ¿Por qué no me gustaron, entonces, sus versiones de los Funerales y del Vals Mefisto nº 1? Supongo que por cuestiones de afinidad estilística. La escritura pianística de las dos sonatas de Schubert y su mismo lenguaje no está muy lejos de Beethoven. Y a mí, como a otros varios aficionados, el pianista español me parece excelso en el de Bonn y en sus aledaños cronológicos y estéticos, tanto por delante como por detrás; algunos ejemplos de ello fueron sus modélicas integrales de las Sonatas de Beethoven (sobre todo la segunda, para Deutsche Grammophon), sus también espléndidos conciertos y sonatas para piano de Mozart (ambos en EMI), o los Impromptus de Schubert y las Romanzas sin palabras de Mendelssohn, también en el sello amarillo.
Sin embargo, sus hagiógrafos, que en España se concentran desde hace más de treinta años en la misma revista madrileña, creen a pie juntillas que el músico-ciudadano-del-orbe es una especie de rey Midas que convierte en referencia absoluta todo lo que toca y dirige; tal vez no haya ningún otro músico de nuestro tiempo que tenga un repertorio tan amplio y variado y que haya interpretado, grabado y reeditado más obras que él, lo que se traduce en verdaderas cataratas de parades y de números uno en la publicación de marras. Su primera versión de la Sonata en si menor de Liszt para DG era referencia absoluta para un veterano crítico de la citada revista ya en los años ochenta del pasado siglo, pero yo recuerdo perfectamente que aquella grabación en vinilo no me gustaba y que se me hacía larga. Exagerando mucho, lo mismo sucedió para mí con el concierto madrileño del domingo, 27: la primera parte fue una hora de gozosa música schubertiana que se me hizo corta, como si de media hora se tratara; en cambio, la segunda mitad fue media hora real de música del Romanticismo pleno que se me antojó casi una hora.
La segunda razón por la que no me gustó la segunda parte del concierto pudo ser que la dificultad técnica de las piezas de Chopin y, sobre todo, de Liszt es, para qué negarlo, mayor que la de las dos sonatas de Schubert. Y Barenboim sigue siendo dueño de una técnica más que notable (no cometió ningún fallo de bulto, si acaso algún pequeño roce), pero ya no hace gala de ese virtuosismo arrollador que lo adornaba cuando tenía menos años y que ahora poseen un buen puñado de pianistas más jóvenes. No creo que ello se deba solo a la edad: el pianista argentino se conserva sorprendentemente ágil y fuerte a sus 74 años recién cumplidos, pero ha de pasarle factura el hecho de que en los últimos años dirige mucho más que toca, cuando tiempo atrás tocaba y dirigía más o menos mitad y mitad. Lejos de ir abandonando el recital de piano solo (a la manera de un Vladimir Ashkenazy, que también dirige ahora mucho más que toca), un mito viviente como Barenboim no puede renunciar a dejarse querer; a seguir tocando solo el repertorio más exigente en el ciclo más caro de Madrid; a agotar, mediático donde los haya, las localidades en menos que canta un gallo en tiempos aún de crisis; y a recibir los insistentes aplausos de un público entregado que pedía lo que él, siempre filósofo, llamaría 'un bis' y no de otra forma. Público que, por todo recibir, se llevó un rapapolvo verbal en vez de la ansiada propina.
Excelentes, como siempre, las notas al programa de Luis Gago.
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