España - Andalucía
¿Comienza la trilogía?
Pedro Coco

Que Anna Bolena es una joya del repertorio donizettiano es un hecho indiscutible, por lo que no nos sorprende que el público asistente al estreno de esta ópera en el Teatro de la Maestranza vibrara como lo hizo durante toda la obra. A la genialidad de la partitura, y esto ayudó sin lugar a dudas, se sumó la implicación y calidad de unas voces que se eligieron con esmero y que en su mayoría cumplían con las exigencias musicales, siendo capaces de alzar la temperatura de la sala hasta niveles poco frecuentes.
Desde la primera vez que encarnó en papel, aún integrante de la Academy of Vocal Arts de Philadelphia, Angela Meade se antojó ideal para un rol que demanda dominio del canto ligado, flexibilidad y una sólida -en su caso casi infranqueable- línea de canto. El bagaje a sus espaldas de no pocas heroínas del bergamasco o de Bellini ayuda, y aquí pule muchos aspectos de interpretaciones anteriores. Sabe aprovechar la soprano estadounidense la experiencia y con los años llegará a situarse a la altura de las más grandes. Asombraba la facilidad con que su voz coronaba algunas escenas corales y destacaba sobre el conjunto. A su lado, otra voz femenina despuntaba en el reparto: la de la mezzosoprano Ketevan Kemoklidze. Con un seductor timbre y un brillante registro agudo -se midió sin temor a Meade en el dúo que abre el acto segundo-, nos sorprendió la precisión de su coloratura en la diabólica coronación de su última intervención; una pena que se la privase del da capo en 'Ah pensate che rivolti', pues podría habernos deleitado con unas estupendas variaciones. Lo mismo podríamos decir de Ismael Jordi, tenor cuya elegancia en el decir y dominio de las dinámicas es incuestionable; fue el más perjudicado por los cortes, pues no tuvo da capos en ninguna de sus dos escenas solistas, y sus tablas y la experiencia en este repertorio le ayudaron a sortear los escollos del ingrato Percy, algo indeciso al inicio.
Unos puestos por debajo de los tres se situaban el resto de integrantes de reparto, comenzando por un poco rotundo Simón Orfila, que escénicamente trabajó al detalle el no siempre agradecido papel del monarca inglés. Sus mejores momentos llegaron en el trío con Anna y Percy, aunque la zona grave se resintió durante la velada. Correctos Rivas -también sin repetición en su número 'Ah, parea che per incanto'-, el veterano Palatchi y el eficiente De Diego.
Otra gran aportación al éxito de la noche fue la de la teatral lectura de Maurizio Benini, con una elección de tiempos, en su mayoría, muy adecuados a la tensión dramática de las escenas. Consiguió que la orquesta sonara empastada, flexible y pareció imprimirles entusiasmo hacia un repertorio que, obviamente, deja el protagonismo a los cantantes.
Desde su estreno en Verona con una estratosférica Mariella Devia, esta producción ha recorrido con la reina italiana varios teatros de la península, y en su década de vida ha conservado toda la calidad del trabajo de Graham Vick. En el sencillo y funcional decorado destaca una pasarela giratoria a modo de cruz deformada e inestable que nos recordará el martirio de Anna Bolena; por ella solo se moverán los solistas y los figurantes, como las seis esposas de Enrique VIII que desfilan una a una durante la obertura. El coro, que volvió a demostrar su implicación y buen hacer con matizadas y empastadas intervenciones, se sitúa en los espacios que esta pasarela va dejando y nunca interactúa. El trabajo con los actores es minucioso, así como el planteamiento visual, que impacta por el detalle del vestuario y la iluminación.
¿Habrá trilogía Tudor? Curiosamente, o quizás de modo premeditado, se ha presentado la primera desde el punto de vista histórico. Como se ha demostrado, hay voces que pueden defenderla como se debe, así que crucemos los dedos; cruzarlos por una tetralogía que incluya Il castello di Kenilworth sería ya apuntar muy alto.
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