España - Galicia
La necesidad de abrirse al mundo
Paco Yáñez

Los dos primeros conciertos de la Orquesta Sinfónica de Galicia en el mes de febrero han deparado algunas de las propuestas menos convencionales de una programación, en líneas generales, nuevamente lastrada en 2016-2017 por la rutina, avanzando ya hacia un último tercio de la temporada que se convertirá en un todo un festín de clásicos populares y reiteraciones varias; es decir: la línea tautológica que caracteriza a la mayor parte de las orquestas de ese «reflejo grotesco de la civilización europea» que Ramón María del Valle-Inclán afirmaba era España...
...era, y sigue siendo, al menos por (p)arte y (des)gracia de quienes la apuntalan desde su pensamiento patriobajero y carpetovetónico. Un buen ejemplo de ello lo tuvimos cinco días después del estreno del Concierto-misterio para violonchelo, contrabajo, Electric Wind Instrument y orquesta (2016) de Wladimir Rosinskij, escuchado en el Palacio de la Ópera como plato fuerte del undécimo concierto de la temporada de la OSG, a raíz del cual una bochornosa carta dirigida al alcalde de A Coruña se publicaba en El Correo Gallego firmada (supuestamente) por cincuenta personas cuyos nombres (a excepción de Ana Outeiro Pita) no se especificaban (y entre los cuales, de no mediar máscaras, es posible que nos llevásemos alguna que otra sorpresa que nos hablaría más de intereses personalistas que de un galleguismo excluyente y ombliguista de tan baja estofa). Más allá de una mayor o menor afinidad estilística con la obra de Rosinskij (a la que puse no pocas pegas en mi reseña), considero que si algo debemos al compositor y viola ruso es agradecimiento por lo mucho que lleva aportado a la escena musical gallega desde su llegada a Coruña -en 1995- para embarcarse en un proyecto sinfónico en el que destaca como una de sus principales virtudes la prolija multiculturalidad de sus instrumentistas y cómo ello fertiliza la apertura de miras ya no sólo de la propia orquesta, sino de la ciudad y de las agrupaciones juveniles, infantiles y de cámara derivadas de la primera plantilla; sin ir más lejos, de un Grupo Instrumental Siglo XX del que Rosinskij forma parte y que ha brindado el mayor número de estrenos de compositores gallegos ofrecido por conjunto de música contemporánea alguno en las últimas dos décadas (con solistas en buen número extranjeros y un director, sí, albanés).
La tensión dialéctica entre prestigiar la composición local y reflejar lo mejor de la creación internacional es habitual en la mayor parte de las orquestas a nivel mundial, y es éste un difícil equilibrio por el que debemos apostar si no queremos caer en sobredimensionar una programación de partituras regionales en ocasiones de muy pobre calidad, permaneciendo, a la par, al margen de los grandes debates estilísticos de nuestro tiempo a través de sus más reveladores ejemplos. En tal debate, la obra de Wladimir Rosinskij podemos considerarla gallega después de más de veinte años creando en y desde nuestro territorio, además de tomando elementos de nuestra cultura para sintetizarlos con un bagaje humano y musical que recorre Europa de este a oeste, alquitarando todo una estela de rizomas (en su caso, notablemente rusos y austriacos) que nos brinda a través de sus partituras, gusten éstas más o menos, pues es ése otro debate, alejado de posicionamientos xenófobos en un momento en el que proliferan tan peligrosas posturas en la escena internacional de la mano de Trumps, Brexits, Le Pens, Putins, etc.: tristes ejemplos de un proteccionismo nacionalista que en el arte de nuestro tiempo no es sino remar a contracorriente y empobrecer una escena musical que en el caso gallego si en música contemporánea anda coja es, precisamente, por haber hecho del estreno un pasto casi exclusivo de la composición local (como después veremos), rehuyendo la presencia de creadores de enjundia internacional que en otros países son presencia habitual para mostrarnos por dónde van los tiros del crecimiento musical (y no me vengan ahora con la excusa económica quienes siempre esta traba esgrimen -muy especialmente- para la música actual -y no para solistas de campanillas, óperas de tiros largos o recitales de floridas voces-, pues ejemplos cercanos tenemos de cómo se encarga y estrena en red, codo con codo con otros auditorios europeos, cofinanciando la creación actual y eludiendo esa miopía provinciana que algunos siguen reclamando para Galicia en pleno siglo XXI).
Afortunadamente, José Trigueros -percusionista de la propia OSG- es un músico con criterio y personalidad, y para su estreno como director al frente de su orquesta ha apostado por ese fértil diálogo internacional, al tiempo que por promocionar la creación gallega y seguir mostrando al público coruñés algunas de las partituras más sustantivas de ese agujero negro en la programación herculina que es la gran creación de la segunda mitad del siglo XX. En Mundoclasico.com ya dimos cuenta en 2008 del concierto con el que Trigueros debutó como director en A Coruña, en el marco del Festival Mozart (dirigido entonces por Paolo Pinamonti), comandando una notable lectura de un clásico de la música francesa contemporánea como Vortex Temporum (1994-96), de Gérard Grisey. Nos referimos, entonces, al rigor en la construcción desde la dirección, a su claridad y perfeccionismo estructural para poner en pie una página en absoluto sencilla. Sin embargo, echábamos en falta más expresividad, algo que José Trigueros ha ganado con el paso de los años y su proceso de perfeccionamiento en la labor de dirigir, mostrándose ahora como una batuta más segura, flexible y completa; y eso que la tarea en este duodécimo concierto de la temporada no era menor...
...aunque comenzó con un caramelo orquestal: la introducción y scherzo de Csongor és az ördögfiak opus 10 (El príncipe Csongor y los duendes, 1913), partitura tan ligera como brillante del húngaro Leó Weiner (Budapest, 1885-1960). Ya el primer crescendo de la OSG presagiaba por dónde irían hoy los tiros: pleno de opulencia y arrojo, con la orquesta en uno de sus días inspirados. Se percibía en el pulso de Trigueros, en esta primera partitura, el peso de la responsabilidad, con un gesto de ambos brazos un tanto rígido y a bloque, si bien no podemos dejar de valorar su seguridad en lo rítmico desde la batuta, tan propia de director proveniente de la percusión: incisiva y firme. A pesar de la brevedad de esta página, se pudo observar cómo Trigueros se iba desencorsetando compás a compás, apoyado en una orquesta que podemos decir ha arropado a su compañero, mostrando en todo el programa lo que parece el resultado de una semana de ensayos como verdadero proceso de conocimiento y profundización en cada una de las páginas: de ahí el sonido pleno y convincente de la OSG en cada pieza. Su Weiner resultó especialmente vivo, contrastado y narrativo, con un peso muy repartido entre todas las secciones orquestales y una notable transparencia que ha radiografiado una partitura sin excesivos alardes pero resultona, que lo ha sido.
También resultón parece que Federico Mosquera (A Coruña, 1986) quería que lo fuese su Concierto para tuba y orquesta (2015), pues eludió todo riesgo tímbrico y formal, quedando su partitura perfectamente definida por José Trigueros en la amplia entrevista que Pablo Sánchez Quinteiro publicó en su blog unos días antes del concierto, y en la que el director define esta página de estreno como «muy accesible para el público» y «agradable». Por su parte, y también en entrevista con Pablo Sánchez -dentro del retrato que está trazando de la OSG a través de una colección de extensas entrevistas con sus músicos-, el solista esta noche, Jesper Boile Nielsen, nos habla de «una obra muy contrapuntística en la que para Federico era muy importante el encaje [de la tuba] con la orquesta», así como de que el compositor herculino «escribe en un estilo de principios del siglo XX», recalcando el carácter impresionista de la obra (para Mosquera, expresionista)...
...con estas declaraciones por parte de solista y director (aunque ambos reconocían, asimismo, que el concierto estaba bien escrito y era perfectamente 'tocable'), mis expectativas no eran precisamente elevadas, pues a mayores afirmaba Nielsen que la parte solista carecía de efectos extendidos, multifónicos o tantos de los registros que han ampliado las técnicas instrumentales a lo largo de la segunda mitad del siglo XX (en su mayor parte, ignotas en el Palacio de la Ópera coruñés; de ahí los comentarios que después señalaremos a raíz del bis). En realidad, el Concierto para tuba y orquesta de Federico Mosquera se mueve en un terreno de nadie sin mayor personalidad ni marca de estilo: una obra perfectamente neutra y transferible, plagada de recursos convencionales y no pocas triquiñuelas para agradar por la vía del efectismo y de una sencillez -como decía Trigueros- netamente accesible, eludiendo indagaciones técnicas o estilísticas. Es así que, con respecto a la patriobajera carta antes comentada, habría que cuestionarse hasta qué punto la página de Mosquera muestra seña de identidad gallega alguna (más allá del DNI del autor -quizás sea una pureza de sangre racial la que busquen quienes tales argumentos defienden, o algún tipo de RH sanguíneo...-), pues la composición del concierto -hasta donde tengo noticia- se desarrolló en Holanda -donde ha completado sus estudios el compositor- y se trata de una partitura que podría ser, al menos en su primer movimiento, 'Alla Marcia', perfectamente asimilable a un compositor del ámbito anglosajón, pues los tics formales por ahí pululaban, y no han sido pocos los que han hablado a posteriori de esta obra como de una banda sonora o, añadiría, una fanfarria.
Y es que, como en el estreno de Rosinskij, los materiales con los que se construye este Concierto para tuba y orquesta se antojan excesivamente pobres, careciendo aquí del abigarramiento del compositor ruso ni de su manejo de la orquesta más allá del juego de tema y contrapunto del que Mosquera ha abusado hasta el hartazgo. Eso sí, cuenta a su favor el compositor con una orquesta que en una página tan sencilla es capaz de hacer brillar esos diálogos entre solista y secciones (destacadamente los metales, en 'Alla Marcia') de un modo fulgurante, plenos de fuerza y relieves; además de punzantes e incisivos, de nuevo ayudada la OSG por el gran manejo rítmico de Trigueros, aunque la página métricamente no ofrezca mayores problemas a un director que cuenta en su repertorio piezas de Stravinsky o del ya mencionado Grisey. Las asociaciones tímbricas entre tuba y trombones, con sus proyecciones metálicas cubriendo el efectivo orquestal, estuvieron entre lo más destacable de un primer movimiento en el que Jesper Boile Nielsen estuvo sensacional, especialmente en un registro agudo de la tuba que Mosquera explotó una y otra vez, cual si quisiese escapar de la tesitura del instrumento, pues la mayor parte de sus posibilidades expresivas han sido obviadas (suerte que un portentoso bis enmendaría la plana a tan pobre uso del instrumento hoy en día).
El segundo movimiento, 'Marcha fúnebre', resultó más sugerente en su mahleriano comienzo, ya por las texturas del arpa, ya por el carácter sombrío que imprimieron tuba y orquesta, aunque poco tardó en disolverse ese ambiente suspendido que podría apuntar hacia otras direcciones, para volver a los temas repetitivos en la tuba, cansinos y pobres, manejando la orquesta a base de puro cliché. En esta nueva marcha, los vínculos entre tuba y orquesta se canalizan fundamentalmente a través de las maderas, con las que comparte el solista temas posteriormente expandidos a las restantes secciones por medio de un contrapunto tan básico como evidente. Quizás el ambiente más suspendido de este segundo movimiento le confiera esa mezcla entre oscuro impresionismo y sereno expresionismo que podríamos decir sintetiza las visiones de solista y compositor, con una cuerda grave de la OSG magnífica, pesante y densa, y unas maderas mucho más refinadas en este pasaje.
Precisamente ese diálogo y peso de las maderas como vínculo entre tuba y orquesta se extiende desde la 'Marcha fúnebre' al fulgurante 'Presto' que cierra el concierto como tercer movimiento. De nuevo, los temas escalados que acaban conformando una suerte de leitmotiv asientan el discurso de la tuba, encarcelada en un bucle restringente que nos mueve al bostezo tras tanta reiteración en tan pobre uso del instrumento, como lo es la simpleza de sus réplicas en la orquesta, conducida a unos crescendi y clímax tan previsibles y peliculeros que parecen sacados de un manual para no romper los esquemas del (de cierto) público. A medida que el concierto avanza hacia su conclusión, los ecos formales y estructurales del segundo movimiento dejan paso a un revival del primero, agrandado en formato big band, con enorme protagonismo de metales y percusión. Para la construcción de su coda final, anticipa Mosquera el próximo concierto en familia de la OSG, pues lleva a cabo una cita reiterada -prácticamente literal- de Storm, cuarto de los Four Sea Interludes opus 33a de la ópera Peter Grimes (1944-45), de Benjamin Britten, lo que refuerza los vínculos anglosajones en la estética de la partitura. Por medio de este préstamo, alcanza el concierto en su conclusión un poco más de empaque, pues de por sí la rúbrica es el típico episodio de efectismo y grandilocuencia que ya nos veníamos esperando desde muchos compases antes, con un discurso que seguía paso a paso ese manual del perfecto compositor canónico. Eso sí (el cronista ha de dar fe, coincidan o no con su gusto), las muestras de agrado por parte del público no se hicieron esperar, y premiaron a su paisano con una larga ovación respondida por solista, director y compositor desde el escenario...
...aunque, afortunadamente, la intervención del solista no se quedó tan sólo en el estreno de Federico Mosquera, pues muy pobre idea se hubiese llevado el público de una tuba que en sus notas al programa Estíbaliz Espinosa sigue igualmente referenciando al ámbito anglosajón, con los Ralph Vaughan Williams, Edward Gregson o John Williams (además de, ciertos pasajes del concierto, a Bernard Herrmann). Es bien sabido que la escritura para tuba y orquesta ha comprendido en las últimas décadas ejemplos radicalmente distintos, como la impresionante Harmonica (1981-83), de Helmut Lachenmann; por no hablar de multitud de piezas solistas, de cámara o con electrónica, como Post-prae-ludium per Donau (1987), de Luigi Nono, que han llevado la tuba a parajes de una fascinante complejidad tímbrica totalmente obviada por Mosquera en el ejercicio de futilidad escuchado esta noche. Por el contrario, Jesper Boile Nielsen nos ofreció una propina original en la que, por fin, escuchamos al instrumento en plenitud, pues tal posibilita Tea for Tuba opus 101 (1986), obra del también danés Ib Nørholm (Søborg, 1931), por medio de multifónicos, proyecciones fonéticas, rugosidades sonoras de distintas calidades, uso extendido del registro, súbitos contrastes dinámicos, flatterzunge y una plétora de articulaciones diversas que terminaron con un palmeo de la boquilla progresivamente espaciado, creando nuevas sustancias resonantes en una tuba de la que Nielsen ha dado una lección magistral de posibilidades sonoras y musicalidad, pues Tea for Tuba no es sólo un catálogo de efectos, sino una pieza artística de gran belleza, sensibilidad y calado (¡qué otra cosa hubiese sido el concierto previamente estrenado, de mediar esta inventiva tímbrica en tuba y orquesta!). Es por ello que tras la propina, sentado como lo estaba en plena zona A del Palacio de la Ópera y rodeado mayoritariamente por abonados de la OSG, resultaban muy sintomáticos los comentarios de sorpresa (positiva, en todo caso) que a mi alrededor proliferaban por las sonoridades extraídas a la tuba en el bis. Es algo que me reafirma en la necesidad de programar más partituras de ese agujero negro al que antes me refería: de ese trascendental campo de renovación de timbres e ideas musicales en la posguerra que protagonizaron (y protagonizan) los Xenakis, Ligeti, Nono, Kurtág, Stockhausen, Cage, Lachenmann, Boulez, Ferneyhough, Sciarrino, Feldman, Berio y un largo etcétera. Y es que no se trata, por tanto, de fiscalizar en base a cupos o porcentajes lugares de nacimiento, nacionalidades, residencias fiscales, o referencias culturales, sino de aportar una sustancia artística de calidad a la música.
A lo largo de los veinticinco conciertos de los que consta la temporada de abono de la OSG en 2016-2017, tan sólo se ofrecen cuatro estrenos absolutos, tres de los cuales corresponden a compositores gallegos (de nacimiento o adopción, pues me niego a calificar a Wladimir Rosinskij de 'extranjero', tras casi un cuarto de siglo como ciudadano de A Coruña y miembro de la orquesta) y uno al madrileño Eduardo Lorenzo. Es decir, una nómina por completo nacional, sin que lo escuchado hasta ahora nos sitúe en los debates estilísticos más potentes en el continente, ni mucho menos; además de ahondar en una estética efectista y obsoleta... Mientras, en nuestro referente de nivel europeo más cercano, Oporto (¿o es que sólo hemos de compararnos con Portugal en cuestiones de tráfico aeroportuario, precio del carburante o fútbol), disfrutarán, además de una elevada cantidad de estrenos de compositores portugueses -parte de ellos en residencia (otra figura-agujero negro en las orquestas gallegas)-, de estrenos cofinanciados de James Dillon, Pascal Dusapin, Rebecca Saunders, Magnus Lindberg, Julian Anderson, etc., fruto del trabajo en red de Casa da Música con otros auditorios (dando sentido a aquello de construir una Europa de la que aquí musicalmente nos descolgamos año tras año, excepto por la reiteración de las partituras más señeras en el museo de la tradición) y que perfectamente se podría asumir en Galicia (pues, como antes señalaba, para solistas y batutas de relumbrón parece no haber tanta cortapisa económica). Son exigencias que debemos manifestar desde la responsabilidad ciudadana hacia el hecho artístico de calidad, pese a quien pese, pues a algunos nos gustaría ser parte de una Europa culta en la que se inventa la historia del arte (algo que tiene una buena muestra en Galicia -con medios mucho menores- en la ambición internacionalista y transcultural del ensemble Vertixe Sonora)...
La segunda parte del concierto nos dejaría un muy grato sabor de boca, pues si algo no falta en la música de Henri Dutilleux (Angers, 1916 - París, 2013) es calidad. Además, de entre su selecto catálogo de obras, su Sinfonía Nº2 "Le Double" (1955-59) muestra una notable inventiva en cuanto al manejo del espacio y ciertos atisbos de texturas tímbricas que se agradecen en este auditorio (sin que el francés se incardine en lo más transgresor de la avantgarde, ni mucho menos). Las experiencias de la OSG en cuanto a espacialización orquestal son escasas, y buena parte de ellas han tenido lugar fuera del Palacio de la Ópera, donde tantas obras contemporáneas tocadas por la orquesta en otros auditorios (Alicante, Madrid, Santiago, Vigo, etc.) nunca se han programado. Partituras como Libro del Frío (2007-08), de José María Sánchez-Verdú (estrenada por la OSG en León, el 3 de octubre de 2008); o Clamores y alegorías (1995), de Enrique X. Macías (tocada por la OSG en Santiago de Compostela, el 29 de octubre de 2015), mostraron en su día las buenas posibilidades para el trabajo espacial de una orquesta de la cual hace dos años Lothar Zagrosek (director con enorme bagaje en música contemporánea) me destacó su carácter camerístico y coordinación interna...
...se trata de algo especialmente importante a la hora de construir la Segunda sinfonía de Dutilleux, pues la orquesta trabaja prácticamente cual concerto grosso, con una plantilla de doce solistas a modo de pequeña orquesta de cámara en su frontal, cuyo engranaje en el efectivo y juego de diálogos/presencias requiere de una atenta escucha, además de un manejo del director muy efectivo, llegando a marcar compases distintos con cada mano para cada orquesta. En ello, José Trigueros estuvo soberbio, ya mucho más suelto y expresivo tras el estreno. Desde mi butaca, era perfectamente visible la partitura del director, que me ha recordado a las de Riccardo Chailly: repleta de anotaciones, colores y compases destacados para diseccionar los motivos orquestales (especialmente, sus grupos y verticalidades), y cómo estos se multiplican en las dos orquestas. Es un detalle muy significativo que nos habla de la intensa preparación por parte de Trigueros, de su aprehensión de una partitura que estoy seguro ha explicado con mimo y detalle a unos compañeros de orquesta cuya respuesta interpretativa sólo habla de motivación y disfrute a la hora de tocar. Excepto algunos compases en el 'Andantino sostenuto' un tanto 'al límite' en cuanto a dinámicas en la trompeta John Aigi, hemos asistido a una perfecta combinación de contención y expresividad. Ya en el comienzo del 'Animato, ma misterioso', escuchar al soberbio Juan Ferrer y compararlo con su despliegue de virtuosismo una semana antes en Mozart nos ponía sobre la pista de un dominio aquí muy medido, al tiempo que elegante y bien fraseado. Lo mismo se podría decir del timbal de José Belmonte, poderoso y sugerente, con un juego de pedales y glissandi soberbio, de ecos bartokianos, desde un instrumento tan importante para activar la pequeña orquesta y, desde ella, transmitir motivos rítmicos al conjunto. Y es que el crecimiento de los temas, su proliferación en la(s) orquesta(s) y sus sucesivas rúbricas (¡magníficas!) en los metales ha sido una de las cuestiones más atractivas en esta interpretación, muy fluida y torrencial.
La conducida por Trigueros fue una lectura que diría más cercana a la de Michel Plasson (EMI 2 06879 2) que a la de Daniel Barenboim (Erato ECD 75362), por tomar dos referencias bien conocidas de esta sinfonía en disco compacto. Más luminosa, por tanto, que agresiva; más mediterránea y colorida que germánica y aristada. Muy viva en su primer movimiento, pleno de dinamismo; el segundo resultó destacadamente sutil en cuanto a ambientes y texturas, como esa cuerda etérea y suspendida que siempre me recuerda a la subyugante banda sonora compuesta por Trevor Duncan para La Jetée (1962), mediometraje de ese inolvidable poeta del ensayo audiovisual que fue Chris Marker. Son asomos de luz (no exentos de una pátina melancólica), pasajes reconfortantes tras las tormentas vividas en el continente no muchos años antes de la composición de ambas partituras y que en "Le Double" entran en contraste con sonoridades de muy distinto signo, como los inquietantes mecanismos del clave, expuestos con concisión y un muy medido pulso por la siempre resolutiva Ludmila Orlova. En cambio, echamos en falta mayor presencia de Maaria Leino -concertino de la Sinfonia Lahti-, violinista de impecable técnica, pero apenas audible en una orquesta de gran tamaño como la hoy escuchada. Sus compañeros en la pequeña orquesta podemos decir que estuvieron todos a un nivel sobresaliente, ya la viola de Francisco Miguéns, ya el oboe de Casey Hill en sus diálogos con el fagot de Steve Harriswangler y los restantes miembros de una sección de maderas hoy especialmente atinados. El 'Allegro fuocoso' lo condujo Trigueros muy bien articulado, ahondando en esa clarísima disección a través del pulso rítmico que podemos decir es una de sus señas de identidad como director, ralentizándolo en la densa zona sombría en la que se suspende la orquesta poco antes del final. Es por ello que los pasajes más opulentos sonaron, al tiempo, furibundos, bellos y controlados, concitando incluso ecos interculturales (tan de la música francesa del siglo XX), como el jazz. Como antes señalaba, soberbia exposición de contratiempos y ritmos diferenciados en ambas orquestas, así como intensos los compases más oscuros en la cuerda grave previos a un último clímax y a una rúbrica a la sinfonía milimetrada, progresivamente conducida al silencio compás a compás sin el más mínimo efectismo (pues ya bastante habíamos sufrido en la primera parte), con una elegancia y una parquedad que nos hablan de un dominio de la poética orquestal, tanto en compositor como en director, que el público premió con una ovación realmente importante que hizo salir varias veces a escena a un José Trigueros que se veía emocionado y feliz por su reconocido éxito esta noche...
...y eso que la sinfonía escogida para la segunda parte de su concierto no era, precisamente, una de esas páginas de final festivo de las que tanto abusan algunos de esos directores de repertorio hipertrillado cuyo paso tan poco aporta a la orquesta, pues podía haber tirado de partitura convencional y marcarse un final apoteósico de aplauso fácil y desbocado. Pero no, José Trigueros no ha pasado por el aro (como otros lo han hecho) a la hora de enfrentarse a un momento trascendental en su carrera, optando por ofrecer algo 'nuevo' (en el Palacio de la ópera) que abra perspectivas musicales que esperamos siga ensanchando desde el rigor, la buena técnica y la notable expresividad que hoy ha mostrado, puesto que en un director convergen las facetas de programador y músico. Continuando por estos derroteros, podremos decir que hay un director con sustancia, al cual estaremos deseando volver a ver en nuestros escenarios, abriéndolos a la complejidad musical de un mundo profusamente interconectado en el siglo XXI.
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