España - Euskadi
Viva la corrección
Jesús Aguado

Donna Anna persigue sin descanso al asesino de su padre, quien intentó defenderla cuando un desconocido se coló (sin que ella pudiera hacer nada para impedirlo, claro está) en sus habitaciones. ¿Busca realmente venganza o tan solo quiere silenciar al único testigo que podría comprometerla, desmintiendo su historia? Donna Elvira persigue sin descanso al malvado que la engañó, haciéndole creer que la convertiría en su esposa, pero no busca venganza, lo que quiere es que su amante vuelva con ella. No sabemos muy bien qué persigue Zerlina, aunque a la felicidad con Masetto únicamente va a llegar tras desviarse ligeramente del camino que la vida parecía destinarle, y cuando le asegura a su prometido que el perverso noble no le ha tocado ni un dedo, sinceramente creo que podemos albergar dudas más que razonables al respecto. Tres personajes femeninos en lucha, los tres de armas tomar, los tres cargados de razón. Y, sin embargo, Mozart y Da Ponte se empeñan en que el personaje que nos caiga bien sea Don Giovanni, el monstruo que engaña, seduce y abandona por el puro placer de hacerlo, el libertino que, ante la última oportunidad de salvación que le ofrece el Comendador que ha vuelto de la tumba para redimirle o condenarle definitivamente, elige el infierno, al que marcha de cabeza no sin antes llamar viejo fatuo a tan generoso redentor. Con este material, no es de extrañar que la segunda de las tres magistrales colaboraciones entre compositor y libretista esté considerada como una de las cumbres del género, y que su presencia en cualquier teatro genere una gran expectación.
Muchos personajes: además de Don Giovanni y las tres mujeres engañadas, están Leporello, el simpático criado del protagonista, Don Ottavio, el bastante bobalicón enamorado de Donna Anna, Masetto, el prometido de Zerlina, y cómo no, el Commendatore que abre y cierra la obra con dos escenas de muerte, la suya al principio de la misma y la de Don Giovanni al final. Y digo que la cierra porque, en este caso, para la representación del mozartiano título que ABAO-OLBE ha incluido en su sexagésima quinta temporada, se ha elegido la erróneamente denominada "versión de Praga"*, en la cual la obra termina, efectivamente, con la muerte del seductor, ahorrándonos la moraleja posterior en la que Donna Elvira, para acabar de demostrar que es una histérica, anuncia que se va a retirar a un convento, y Donna Anna, para acabar de demostrar que es una cursi, le dice al pobre Don Ottavio que se va a tomar un año para llorar sus penas. Zerlina y Masetto son más prosaicos y se van a cenar, y a Leporello le tocará ir a buscar un nuevo patrón, pero todos sueltan su píldora de moralina, que esta versión nos evita.
Simon Keenlyside es sin duda uno de los Don Giovanni de referencia del panorama actual. El barítono cuenta con una poderosa voz y una presencia escénica envidiable, además de un dominio del personaje propio de quien lo ha encarnado en tantos escenarios. No nos ahorra ninguna de las crueldades del personaje, e incluso la dirección de escena le hace intentar violar físicamente a Donna Anna en el cuadro inicial. Le vemos despreciar al Commendatore antes y después de matarlo, y todo lo hace con una soltura y naturalidad que muestran que estamos ante un grandísimo cantante y un magnífico actor. No estoy muy seguro de que saberse demasiado bien un personaje pueda ser considerado un defecto, pero realmente la única pega que le podría poner a su actuación del pasado sábado fue que en determinados momentos no consiguió ponerse de acuerdo con la directora, Keri-Lynn Wilson, siguiendo su propio compás interior más que el que le marcaba la batuta de la americana. No creo que fuera una cuestión de divismo, sino tan solo una falta de trabajo conjunto, pues el barítono no ha estado presente hasta el final en el proceso de ensayos, y estoy seguro de que en representaciones posteriores ambos habrán subsanado estos pequeños desajustes.
Leporello es el otro gran papel masculino de la obra, un papel con el que es difícil no triunfar, ya que siempre resulta simpático frente a las atrocidades de su señor, cuyas consecuencias negativas tiene cierta tendencia a sufrir. Simon Orfila lo hizo suyo, sin grandes alardes vocales pues no es papel para eso, pero con convicción y buen hacer escénico supo dar el preciso contrapunto bufo a los excesos prerrománticos del personaje principal. Cantó con gracia el aria del catálogo, y en general ofreció un muy buen contrapunto al perverso Don Giovanni de Keenlyside.
No soy partidario en mis críticas de emitir juicios sobre la adecuación o no de un cantante a un personaje, al fin y al cabo se trata de un profesional que lleva años preparándose y que con toda seguridad ha elegido sus papeles con cuidado, pensando tanto en su voz como en su carrera. Sin embargo, no puedo evitar decir que la impresión que tuve en la representación del sábado es que el papel de Donna Anna no es una buena opción para la soprano canaria Davinia Rodríguez. No es cuestión de tesitura, las notas están ahí, o de coloraturas, sino más bien de timbre y temperamento; su actuación me hacía pensar más en una heroína donizettiana que en la despechada hija del comendador. Su voz tiene volumen más que de sobra (recuerden, Palacio Euskalduna), pero hubo algo de excesivo en la manera de abordar el papel que hablaba más de bel canto romántico que de coloraturas mozartianas, por mucho Sturm und Drang que haya en la partitura.
Serena Farnocchia fue una correcta Donna Elvira; sufrió un poco en el registro más grave, especialmente con los saltos desde el agudo que tanto parecían gustar a Mozart, pero en general cantó con corrección y buena línea. Miren Urbieta como Zerlina fue, probablemente, la mejor del trío de personajes femeninos. Aunque el personaje no tenga tantos momentos de lucimiento como los otros dos, demostró tener una voz hermosa y homogénea, y cantó con gran gusto en todas sus intervenciones.
José Luis Sola era Don Ottavio, ese extraño personaje que básicamente lo único que hace en la ópera es cantar dos arias hermosísimas y decir que sí a todo lo que se le ocurre a Donna Anna. Su timbre y su emisión pueden hacer pensar más en Verdi que en Mozart, pero es indudable que cantó sus dos arias con un gusto exquisito y con un fiato que, si en Dalla sua pace ya resultó más que notable, verdaderamente rozó lo prodigioso en Il mio tesoro intanto.
Giovanni Romeo fue un Masetto prácticamente inaudible, todo lo contrario que Gianlucca Buratto como Commendatore, con una potentísima voz de bajo profundo que en la última escena hizo realmente retumbar el Euskalduna.
Dirigía a la estupenda Orquesta Sinfónica de Euskadi la canadiense Keri-Lynn Wilson. En todo momento el sonido fue redondo, opulento y elegante, aunque tal vez en una obra como Don Giovanni se echó de menos algo más de tormenta, alguna arista en esa aproximación a la obra, que, en cualquier caso, resultó tremendamente eficaz. Siempre pendiente de los cantantes, solo faltó por pulir algún desacuerdo en los tempi con Keenlyside, que, como ya he dicho antes, seguramente se corregirá en representaciones posteriores. Estupenda la clavecinista Itziar Barredo acompañando los recitativos. Las intervenciones del coro en Don Giovanni son prácticamente anecdóticas, pero el Coro de Ópera de Bilbao, dirigido como siempre por Boris Dujin, las resolvió sin problemas, aunque la última, solo de las voces graves en la escena final con el Commendatore, resultó inaudible al cantar desde dentro.
La dirección de escena, escenografía e iluminación corría a cargo de Jonathan Miller, con Allex Aguilera como director de escena asociado. Se trata de una producción del Palau de Les Arts Reina Sofía de Valencia. La escenografía, con la evidente ventaja sonora de cerrar el escenario del Euskalduna, representa una especie de patio interior y se mantiene inalterable a lo largo de los dos actos: desde el exterior de la casa de Donna Anna hasta el interior de la de Don Giovanni. No es que aportase gran cosa, pero resultaba perfectamente funcional. La dirección de actores y los movimientos escénicos resultaron naturales y convincentes, con la única salvedad del final del primer acto, la fiesta en la casa de Don Giovanni cuando intenta seducir a Zerlina. La idea de que los campesinos y los nobles interpreten bailes distintos al mismo tiempo resulta atractiva sobre el papel, pero su realización práctica resultó bastante caótica, con demasiada gente en escena haciendo demasiadas cosas al mismo tiempo, incluyendo los dos tríos de músicos situados a cada lado de la escena, que contribuyeron a transmitir una sensación de barahúnda más que de fiesta. Sorprendente la realización de la escena final, recordemos que esta versión termina con la muerte de Don Giovanni, en la que los fantasmas o diablos que suelen aparecer para llevárselo al infierno fueron sustituidos por los espectros supuestamente de las mujeres engañadas y muertas por las felonías del seductor. No dejaba de parecer aquello una escena de alguna serie de zombies, pero tampoco puede decirse que no tuviera sentido, y desde luego resultaba innovador.
…Y, sin embargo, algo faltó. Los cantantes en general estuvieron bien, la orquesta sonó bien, la puesta en escena funcionó adecuadamente, pero Don Giovanni es una obra en la que un bien e incluso un notable resultan insuficientes, exige la excelencia. Faltó algo de oscuridad, algo más arrebatador. Don Giovanni debería ser el borde del abismo al que nos da miedo asomarnos y no un bonito paisaje de postal, por muy alta que sea la definición de nuestro reproductor. Debe gritar a pleno pulmón Viva la libertad y no conformarse con un tibio Viva la corrección. Una velada agradable que debería haber sido algo más.
Notas
Pocas horas después de publicada esta rítica, un amable lector (y experto mozartiano) me ha hecho notar que, aunque esta versión ha sido durante mucho tiempo conocida como “de Praga”, en realidad este nombre carece de fundamento, pues las diferencias entre las dos versiones fueron únicamente la escritura de ciertas arias dados los distintos cantantes que intervinieron en los estrenos de las dos ciudades. Si bien la versión sin escena final fue habitual durante el siglo XIX y principios del XX, parece ser que fue Süssmayer el que realizó el corte en una representación en Viena tras la muerte de Mozart.
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