España - Castilla-La Mancha
Viaggio in Italia
Paco Yáñez

Tomaré hoy prestado a Roberto Rossellini el título de su película del año 1953 para adentrarme en la reseña del viaje que por la Italia musical nos proponía, el jueves 13 de abril, la 56 Semana de Música Religiosa de Cuenca: travesía sonora que comenzaba de mañana, con la segunda Ruta barroca de la SMR, siguiendo los pasos del arquitecto turolense Martín de Aldehuela a través de sus edificios en la ciudad de Cuenca, acompañadas las explicaciones del investigador, escritor y profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha Pedro Miguel Ibáñez de un programa interpretado por jóvenes músicos de la Academia de la SMR en el que han tocado obras de Antonio Vivaldi, Antonio Caldara, Nicola Porpora y Giovanni Gabrieli, con Ignasi Jordà como solista de clave y Diego Fortes en la dirección. Estas rutas, verdaderas invitaciones de la SMR a unir música, palabra y arquitectura, son una nueva y muy pertinente vía para explorar una ciudad que, así, tiende si cabe más vínculos con un festival que -si unimos la presencia de una considerable cantidad de jóvenes músicos en la Academia, así como la SMR social, que ha llevado conciertos a hospitales y residencias para la tercera edad- ha vinculado la cotidianidad conquense con la que es su cita musical de referencia, haciendo de Cuenca toda una urbanística de arquitecturas sonoras.
También en horario matinal, el italiano Gaetano Nasillo nos invitó a un concierto por él titulado Il profondo sentire dell'anima, en el que recorrió partituras para violonchelo solo escritas en Italia en los siglos XVII y XVIII, en las que dice algunas de las primeras composiciones existentes para su instrumento. Es el suyo un violonchelo Giuseppe Ungarini del año 1750 (annus horribilis para la música barroca), con cuerdas de tripa y un sonido bellísimo, al tiempo denso y de un refinamiento capaz de exponer tesituras agudas con una limpieza y una tensión mantenida en el sonido impecables; en buena medida, también, por el uso de un arco barroco que Nasillo maneja con una sutileza poco frecuente, capaz de pasar de un sonido etéreo y aflautado, sin el menor rastro de rugosidad, vibrato o falta de unidad en el legato, a unos graves con cuerdas al aire roncos y poderosos, netamente contrastantes entre sus diversas tesituras: tan marcadas, que diría registros, mostrando la rica sonoridad de los instrumentos históricos, algo que tendríamos la posibilidad de experimentar en diversas ocasiones a lo largo de la 56 SMR, volviendo a evidenciar la gran modernidad tímbrica existente en la música antigua si se expone tal y como Gaetano Nasillo lo ha hecho esta mañana de Jueves Santo en Cuenca (en el que diría uno de los puntos álgidos en cuanto a musicalidad, adecuación estilística y altura interpretativa del festival castellano).
El lugar elegido por la SMR para el concierto de Gaetano Nasillo fue el Espacio Torner. Tras el concierto, le comentaba al propio Gustavo Torner que la vivencia de sus cuadros y esculturas en la nave central de la desacralizada iglesia de San Pablo me ha hecho evocar el recuerdo (paradójico, por tanto) de una experiencia no vivida: la de la Rothko Chapel de Houston, dada la espiritualidad e íntima concentración a la que nos invita el recinto eclesiástico, sus bóvedas, ecos y silencios, unidos a la densa materialidad de las obras de Torner, cuya visión a ambos lados del violonchelista italiano diría ha improntado la vivencia de la música, marcada por la oscuridad de cuadros tan densos como Homenaje a Quevedo (1967) o el soberbio Casi negro (1961). Junto con los pasajes más abigarrados y graves, un indudable virtuosismo, propio de piezas para violonchelo que son un auténtico proceso de búsqueda e investigación del instrumento, como los Ricercate sopra il violoncello opus 1 (1687), de Giovanni Battista Degli Antonii (Bolonia, 1636-1698), con su estilo imitativo; o los Ricercari per il violoncello (1689), de Domenico Gabrielli (Bolonia, 1659-1690), salto cualitativo de calidad, con sus dobles cuerdas y acordes de cuatro notas que, extendidos, nos hablan del futuro multifónico, afianzado con la seguridad técnica de Nasillo y un sonido de su Ungarini realmente portentoso.
El viaje trasalpino en el que Gaetano Nasillo nos ha guiado tiene una de sus paradas fundamentales en Módena, donde se compuso y tocó buena parte de las obras hoy interpretadas. Es el caso de Domenico Galli (Parma, 1649-1697), continuador de la línea de Gabrielli, si bien, tal y como nos indica Ana Lombardía en sus magníficas notas, un paso por delante en innovaciones armónicas en partituras como su Trattenimento musicale sopra il violoncello à solo (1691), obra de entrenamiento que imaginamos para músicos en su momento del más alto nivel, pues sus dificultades no son menores, unido al uso de scordatura y a una concepción del cromatismo instrumental muy avanzada, lo cual acaba generando a quienes escuchamos a Nasillo la sensación de haber entrado en un vórtice estilístico en el que los desarrollos técnicos se suceden, progresivamente acelerados, pieza tras pieza. Ahora bien, frente al pensamiento más vertical y armónico, más complejo, por tanto, en dobles cuerdas, acordes y digitación, Giulio de Ruvo (1703 - 1716) nos adentra en una perspectiva más horizontal y despejada, marcada por su línea melódica de impronta popular; en su caso, meridional. Ello es audible en las dos tarantellas y en la romanella interpretadas por Nasillo, con un enorme gusto, lirismo y sentido cantabile en su arco, pues es ésta música en la que el violonchelo adopta ese papel tantas veces conferido de trasunto instrumental de la voz humana. Afianzado en un registro medio, Nasillo ha cantado sus frases en legato, con una fluidez realmente destacable y contrastante con las partituras previas, de carácter más técnico y estructural.
Con Francesco Paolo Supriano (Conversano, 1678 - Nápoles, 1753) regresamos a un violonchelo más virtuosístico, por medio de sus Toccate à violoncello solo, piezas en las que Nasillo ha puesto un plus de técnica y libertad a la hora de completar sus intrínsecas posibilidades, destacando una digitación frenética en su mano izquierda y una derecha que ha mimado el roce de un arco de ataque impoluto, sin decaimientos o pérdidas de linealidad en los pasajes más sostenidos. Frente a este despliegue, los Capricci per violoncello solo de Giuseppe Maria dall'Abaco (Bruselas, 1710 - Arbizzano di Valpolicella, 1805) suenan un tanto vacuos, teniendo en cuenta lo antes escuchado, así como el rotundo ejercicio de técnica, virtuosismo y musicalidad del Capriccio in do maggiore de Carlo Graziani (Asti, antes de 1750 - Postdam, 1787), obra en la que Nasillo ha explorado las dobles cuerdas creando rotundas polifonías y un volumen sonoro desde su violonchelo que revela un pensamiento que diríamos 'orquestal'.
El soberbio recital en el Espacio Torner terminó con un salto hacia el norte, precisamente al compositor que moría en el año en que el violonchelo de Gaetano Nasillo fuera construido. De Johann Sebastian Bach (Eisenach, 1685 - Leipzig, 1750), nos regaló Nasillo un bis en el que atacó la 'Allemande' de la Suite para violonchelo Nº1 en sol mayor BWV 1007 (c. 1720) en una lectura muy limpia y meridional por su lirismo, con gracia y ligereza, llevando al lenguaje bachiano esos ecos del sur que tanto influyeron al kantor por medio de compositores trasalpinos como Antonio Vivaldi. Perfecta rúbrica y antesala, por tanto, para el monográfico bachiano que al día siguiente escucharíamos en el clave de Olivier Baumont, igualmente en el Espacio Torner.
Completó este viaje musical por Italia la interpretación, en el Teatro-Auditorio de Cuenca, del Stabat Mater (1832-41) de Gioacchino Rossini (Pésaro, 1792 - París, 1868). Al igual que con las Siete últimas palabras haydnianas, nos volvemos a encontrar en la 56 SMR con una partitura íntimamente vinculada con España, donde se estrenó su primera versión, un Viernes Santo de 1833, en el Convento de San Felipe del Real de Madrid. Hoy escuchamos este bello poema litúrgico para solitas, coro y orquesta en la edición de Edwin F. Kalmus & Co., con Marjukka Tepponen como soprano, Clara Mouriz como mezzosoprano, Mario Zeffiri como tenor y Andrea Concetti como bajo, acompañados por la Orquesta Sinfónica y Coro RTVE, con la batuta de Miguel Ángel Gómez Martínez dirigiendo una lectura tan volcánica e impetuosa que nos ha acercado al universo verdiano, por su empuje netamente operístico.
Esta lectura del Stabat Mater en Cuenca venía precedida por el éxito de su interpretación en Madrid, y la verdad es que no ha defraudado en ningún sentido. Los tempi señalados por Gómez Martínez fueron, en general, lentos, pero no por ello faltos de energía, contraste, o fuerza. Como escucharíamos al día siguiente en su acercamiento a Johannes Brahms, estamos ante un director que diríamos de otro tiempo, más cercano a los Carlo Maria Giulini, Sergiu Celibidache, o al último Karl Böhm, que a los planteamientos que hoy en día predominan al interpretar la música del siglo XIX: más ágil y articulada (en cierto modo, aproximación marcada por las aportaciones del historicismo). Miguel Ángel Gómez, hombre de exquisitos gustos automovilísticos, cuando se pone al volante de la Orquesta de la RTVE también busca una potencia firme y recia, pero controlada; un sólido aplomo en el pedal, pero con flexibilidad para señalar las curvas del trayecto; de forma que en conjunto estamos ante una construcción enérgica y en una pieza, monumental; en un drama religioso que estaría, así leído, en los antípodas de lo escuchado al Cuarteto Casals en su lírico, intimista y recogido acercamiento a Haydn.
Me ha gustado mucho este Rossini tan musculado y operístico, tan notable y rotundo en todas sus voces, con un coro soberbio (más escueto en efectivos y comedido en contrastes dinámicos; muy lejos del volumen -quizás, desmedido- que escucharíamos un día después en Brahms -sin que ello supusiera falta de expresividad-). Es un Stabat Mater que muy probablemente unirá en un mismo arco de tensión a los rossianianos de pro y a quienes no lo son tanto, por su garra, planteando un poema litúrgico que se convierte en un verdadero drama de la Pasión, prácticamente visible a nivel escénico por la rotundidad de sus imágenes. Como los citados directores, también Miguel Ángel Gómez atiende a la forma con sumo cuidado, algo de lo cual la fuga final fue un buen ejemplo, tan bien construida en las voces e hilvanada con la orquesta, haciéndonos ascender hasta el paraíso y más allá, por lo que la clamorosa ovación tributada tras el Stabat Mater habremos de pensar que fue aplaudida por un coro de ángeles.
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