Discos

Meyerbeer y Damrau: un binomio extraordinario

Raúl González Arévalo
jueves, 1 de junio de 2017
Meyerbeer: Grand Opera. Arias de Giacomo Meyerbeer procedentes de Le prophète; Robert le Diable; Alimelek, oder die Beiden Kalifen; L’étoile du Nord; L’Africaine; Il crociato in Egitto; Le pardon de Ploërmel; Ein Feldlager in Schlesien; Emma di Resburgo; Les huguenots. Diana Damrau, Pascale Obrecht (sopranos), Kate Aldricht, Joanna Curelaru, Pei Min Yu (mezzosopranos), Laurent Naouri (bajo), Charles Workman (tenor). Orchestre et Choeur de l’Opéra National de Lyon. Emmanuel Villaume, director. 1 CD (DDD) de 81 minutos de duración. Grabado en la Opéra National de Lyon en agosto-septiembre de 2015. Erato 0190295848996. Distribuidor en España: Warner Music Spain
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En la era de la posverdad Meyerbeer sigue sufriendo juicios lapidarios e infundados. Uno de los más repetidos es que su música es poco inspirada y se reduce a “efectos sin causas”, entre otras razones porque salió de la boca de Wagner, corroído de envidia por su éxito clamoroso y movido por el antisemitismo. Quienes siguen viendo un puro espectáculo vacío demuestran no conocer los planteamientos y logros músico-dramáticos del teatro lírico del compositor, que planificaba hasta el más mínimo detalle los efectos musicales y teatrales en una labor que le llevaba años. El dominio técnico, la inventiva en materia de instrumentación, la capacidad de innovación, la visión para manejar escenas de una enorme complejidad musical, la capacidad melódica y los sellos musicales personales, como los tríos vocales, le convirtieron en un compositor con una voz propia y original. Así se lo reconocieron nombres de la talla de Rossini, Donizetti, Verdi o Berlioz. Sin olvidar que consagró las normas de un género específico, la grand opéra parisina, a la que se amoldarían Halévy, Auber, Gounod, Massenet y Thomas, por citar solo compositores franceses. Su influencia superó de largo la escuela gala, como confirman algunos estudios publicados en The Cambridge Companion to Grand Opera (Cambridge 2003) sobre su proyección en la ópera italiana, germana (incluyendo el propio Wagner), checa y rusa.

Luego están las consideraciones de esnobismo intelectual: sus óperas son excesivamente largas y el público actual no las tolera. ¿Qué público? ¿El que sí es capaz de resistir sin pestañear las sesudas obras de Wagner? ¿El que pasa gustoso toda una tarde con Les troyens de Berlioz? ¿El que disfruta con el espectáculo y la épica de las versiones ampliadas de El señor de los Anillos en los cines, acompañados de la soberbia banda sonora de Howard Shore? ¿O es la ignorancia y el desprecio por el compositor y su música lo que subyace tras todas estas afirmaciones? Sin duda la falta de ediciones críticas durante mucho tiempo y la deformación de las partituras con cortes absurdos ha contribuido a la imagen de obras sin sentido. A pesar de todo, en los últimos años cada vez hay más representaciones de sus grandes títulos franceses. Y La Fenice de Venecia incluso se animó a montar en 2007 Il crociato in Egitto (grabado en DVD por Dynamic) casi dos décadas después de que lo hiciera Montpellier (1990).

Otro infundio es que su música tiene unas exigencias que la hacen incantable porque no hay intérpretes capaces de hacer frente a las dificultades. Desde el punto de vista de la extensión y las agilidades más difíciles son algunas partituras para castrado, que se están abordando con solvencia. Pero, sobre todo, la buena salud del bel canto italiano desde la Rossini Renaissance hace que contemos con cantantes perfectamente preparados para abordar Meyerbeer. No en vano los tenores –a buen seguro la cuerda más difícil de programar– que se han acercado a sus obras con frecuencia han demostrado previamente ser grandes rossinianos, como Chris Merritt (que cantó Robert le Diable, incluida el “aria de Mario”). Destacan en particular los que se han medido con Raoul de Nangis: Rockwell Blake, John Osborn, Michael Spyres y Juan Diego Flórez. Sin olvidar prestaciones históricas como la de Nicolai Gedda: Huguenots y Prophète, contemporáneas de sus Berlioz (Troyens y Benvenuto Cellini) y sus Rossinis (Guillaume Tell y Babiere di Siviglia). De hecho, sin ir más lejos, Les huguenots podía haber entrado fácilmente en el estudio de grabación con Flórez (Raoul), Garanča (Valentine), D’Arcangelo (Marcel) y la gran protagonista de este recital, Damrau (Marguerite). Y se me ocurren sugerencias para los dos papeles de barítonos: Marcel Kwiecień y Ludovic Tézier. Para Urbain muchas contraltos igualmente, desde Ewa Podles hasta Ann Hallenberg. Ya estaría la constelación para “la noche de las siete estrellas”, como se conocían sus representaciones.

El monográfico de Diana Damrau es histórico por múltiples razones. Se trata del primer recital dedicado en exclusiva por un solo intérprete a Meyerbeer, después del disco colectivo de Opera Rara Meyerbeer in Italy, con fragmentos de sus títulos italianos. Normalmente comparecen sus grandes arias en recitales de ópera francesa, como hicieron Joan Sutherland (Dinorah, Robert le Diable, L’étoile du Nord) o Bervely Sills (Robert le diable, Huguenots). La australiana grabó además la única versión íntegra en estudio de Hugonotes (Decca 1969) y el aria de Sélika de L’Africaine en su último recital, Bel canto arias (Decca 1986). Precisamente la presencia de estas y otras grandes vocalistas del siglo XX hacen que la soprano alemana se mida con la historia y reclame su puesto en ella. El nuevo lanzamiento constituye su mejor disco desde el primero, Arie di bravura (Virgin Classics 2007). Y si como presentación hace diez años fue ciertamente impactante, este último ha llegado en el punto exacto de madurez vocal y artística para llevar a buen puerto un proyecto de enormes dificultades canoras y exigencias lingüísticas y estilísticas, proporcionales al logro que supone finalizarlo con éxito.

Precisamente si hay algo en lo que la soprano alemana supera a todas sus competidoras es su capacidad y dominio de tres idiomas y escuelas diferentes en un único y mismo compositor. Efectivamente, a las óperas francesas –se incluyen todas, las cuatro grand opéras y las dos opéra comiques– se suman dos de las seis italianas y otras dos de las cinco alemanas, éstas además en primicia mundial. Tal y como Damrau subraya en sus notas introductorias, Meyerbeer destacaba “por su conocimiento de las voces, sus colores orquestales, su sentido del drama, la variedad para expresar emociones y, por encima de todo, su habilidad para imbuirse del espíritu de diferentes estilos nacionales. Si se comparan sus obras italianas, alemanas y francesas parecen obra de tres compositores y no de uno solo”. Sutherland y Sills, por volver a las dos sopranos citadas, no abordaron el repertorio alemán. Y quienes como Edita Gruberova han cantado el repertorio de las tres escuelas no han logrado los mismos resultados de dominio estilístico. Todo esto hace que Damrau demuestre una versatilidad absolutamente excepcional, pues ciertamente domina con igual magisterio los tres.

Las óperas italianas se conocen básicamente gracias a las grabaciones de Opera Rara, que tiene en su catálogo las integrales de Il crociato in Egitto y Margherita d’Anjou, la selección de Alahor in Granada y ha grabado fragmentos de Romilda e Costanza, Semiramide y Emma di Resburgo. Su escucha revela varias cuestiones: su plena asimilación de las normas del género y una voz propia, presente en la instrumentación y el estilo melódico, que lo diferencian del genio omnipresente entonces, Rossini. Así se entiende su éxito fulgurante en plena competencia con el pesarés, frente a los primeros trabajos de Donizetti, Mercadante y Pacini. En este sentido es el sucesor directo de Mayr. Para la ocasión se ha recurrido a la cavatina de presentación de la protagonista de Emma di Resburgo y la escena de Palmide de Il crociato. En la primera, como Mayr y como Rossini en la “Canción del sauce” de Desdemona, utiliza el arpa para introducir la pieza y la melancolía del personaje, solitario. Damrau diferencia perfectamente el carácter patético del aria de la explosión de alegría de la cabaletta, que despacha con facilidad.

Respecto a la segunda, se trata de una gran scena tripartita de la que, incomprensiblemente, se ha cortado la primera aria, “Tutto qui parla ognor”, para entrar directamente con la segunda, “D’una madre disperata” y cerrar con la tercera, “Con qual gioja”. Se trata de un corte hecho por el propio Meyerbeer tras el estreno veneciano en 1824. En consecuencia se amputa un tercio de la pieza, cuya duración se reduce a la mitad de tiempo si se incluye el recitativo inicial. Tal vez hubiera merecido la pena incluirla entera, según la concepción original, aunque el recital se hubiera extendido a dos discos, y añadir otras piezas italianas, como el rondó de Semiramide riconosciuta, “Il piacer, la gioja scenda”, y la gran aria de Azema de L’esule di Granata. En cualquier caso, la estructura tripartita de Palmide supera de largo por duración y originalidad el esquema rossiniano, que ignora en vez de copiar, como revela la inclusión de una plegaria, “Deh! Mira l’angelo”, a modo de segunda sección del aria “D’una madre”. Damrau tiene una voz mucho más adecuada que la de Patrizia Ciofi en la integral de Dynamic para una parte estrenada por Henriette Méric-Lalande y está en mejor estado vocal que la sienesa. También resulta más fresca y virtuosa vocalmente que Yvonne Kenny para Opera Rara, aunque la australiana es más expresiva en virtud de un mayor énfasis en el texto.

Con las óperas alemanas el clima cambia radicalmente. Entramos en el mundo de singspiel y resuenan Mozart, Weber y Lortzing. Alimelek es una reelaboración de la juvenil Wirth und Gast (1813). El aria de Irene “Nur in der Dämm’rung Stille” revela las posibilidades de la germana en este repertorio, que no ha frecuentado. En su alemán nativo la intérprete está un punto más incisiva y dramática que en italiano y francés, como confirma ulteriormente con el aria de Therese “Lebe wohl, geliebte Schwester” de la más tardía Ein Feldlager in Schlesien (1844), posteriormente reutilizada en L’étoile du Nord. La línea de canto fluye en ambas con facilidad y delicadeza. En la primera destaca su dúo con el oboe, en la segunda con el clarinete. Pero sobre todo, recurre a colores oscuros y graves inesperados que añaden un potencial dramático insospechado en la soprano, además de la brillantez acostumbrada en el registro agudo y la coloratura. Tal vez debería plantearse Martha de Flotow, que desde Anneliese Rothenberger no ha tenido defensora de altura.

Llegamos así al núcleo del disco, el repertorio francés. El personaje de Berthe es secundario en Le prophète, apenas introduce una trama amorosa desdibujada con el protagonista. Comparte categoría y tratamiento dramático con Inès de L’Africaine, aunque ambas permiten ver la evolución en el tipo de soprano elegido por el compositor hacia partes más líricas, aunque siempre requeridas en el canto de agilidad. En ambas la alemana supera la categoría de gran coloratura para demostrar lo que puede ofrecer en un registro más lírico gracias a un centro cálido y un legato de manual. En particular la segunda aria de la portuguesa, “Adieu mon doux rivage”, es un brillante colofón para el recital, con la carga simbólica de despedida que le imprimió el compositor, que no llegó a ver en vida estrenada la ópera. De la misma manera, “C’est bien l’air” de Catherine en L’étoile du Nord resulta fresca y sincera en su sencillez, en el único de los tres títulos que no se ha recuperado desde la propuesta de Wexford en 1996.

Sin duda Isabelle y Marguerite son mejores protagonistas y más interesantes. De la primera se incluye la plegaria “Robert, toi que j’aime”. Bajo la aparente simplicidad se esconde la necesidad de saber dosificar la fuerza que hay que imprimir a cada frase, tanto en el énfasis de la palabra como en el volumen del canto, de modo que la pieza aumente gradualmente de intensidad hasta alcanzar el clímax final. Y Damrau lo consigue con honores. Imprime teatralidad cada vez que suplica “grace!” y, sin ser una voz enorme como la de la Sutherland, que dejó una versión referencial, sabe regular y expandir el sonido sabiamente hasta el final.

Con todo, la grand opéra más perfecta y popular fue Les huguenots. “Ô beau pays de la Touraine” es un clásico de las sopranos de coloratura, aunque está indisolublemente ligado a Joan Sutherland desde su mítico recital The Art of the Prima Donna (Decca 1960), al que fácilmente se puede asimilar este Meyerbeer Grand Opera. Hay que aplaudir que, en vez de haber recurrido solo al aria y la cabaletta se haya respetado la integridad de la escena. Así, se escuchan las dos estrofas del aria, seguida del cuarteto “Sombre chimère” y concluyendo con “A ce mot seul s’anime”. Lo mejor que se puede decir es que, frente a otras voces más frágiles que han dejado testimonios de representaciones en vivo (Beverly Sills, Rita Shane, Ghislaine Raphanel, Desirée Rancatore) la versión de la germana es la mejor grabada desde la integral de Sutherland (1969).

La competencia era más dura aún con “Ombre légère”, pieza de exhibición de toda coloratura que se precie, desde Tetrazzini y Galli-Curci, pasando por Calvé y Pons, hasta Callas, Streich, Sutherland y Sills, o en tiempos más recientes Gruberova, Anderson, Swenson y un largo etcétera. Algunas son ya míticas, con las italianas, la griega y la australiana a la cabeza. También hay que recordar las míticas francesas: Madó Robin, Mady Mesplé y Natalie Dessay, que reveló las posibilidades dramáticas de la pieza como ninguna otra. Al igual que ocurre con Lakmé y el “aria de las campanillas”, la ópera tiene mucho más que ofrecer, como muestra la única grabación absolutamente completa disponible de Dinorah ou Le pardon de Ploërmel. De nuevo, como en la escena de Marguerite, Damrau la aborda en su integridad, incluyendo la sección central que siempre se corta, lo que permite un mayor contraste dramático con el da capo de la primera. El breve recitativo que le precede y la propia interpretación trascienden la mera pieza de exhibición, confirmando que la soprano busca siempre el mayor sustrato dramático posible a partir de unas condiciones vocales excepcionales.

Este sorprendente viaje necesitaba una orquesta capaz de responder a los desafíos estilísticos tan diversos de todas las óperas abordadas. La orquesta de la Opéra de Lyon suena elegante y brillante en todas las piezas. Los solistas destacan en cada oportunidad: flautas, clarinete, oboe, arpa y corno inglés se turnan para doblar con la voz. Emmanuel Villaume dirige con estilo y brío todos los números, más flexible en ópera francesa y más rítmico en el repertorio italiano y alemán, donde el recurso y el magisterio del contrapunto es más patente.

El reclamo no puede ser más fuerte, para frecuentar el compositor y para que la soprano lo aborde sobre los escenarios. Entre tanto, este disco alcanza la categoría de clásico desde su lanzamiento.

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