Alemania

Con la mano en el corazón

Juan Carlos Tellechea
jueves, 1 de junio de 2017
Düsseldorf, sábado, 13 de mayo de 2017. Gran sala de la Tonhalle. Dmitri Shostakóvich, Concierto para violín número 1 en la menor, opus 77. Piotr Chaicovski, Sinfonía número 5, en mi menor, opus 64. Solista Julian Rachlin (violín). Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Director Yuri Temirkánov. Organizador Heinersdorff Konzerte, Klassik für Düsseldorf. 100% del aforo.
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No caben dudas de que el carismático Yuri Temirkánov (Nálchik, República de Kabardino-Balkaria en la Federación Rusa, 1938) ha marcado decisivamente a la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo, de la cual es director musical y principal desde 1988 (antes, desde 1977, lo había sido sido del Teatro Mariinski).

Temirkánov, ganador en 1966 del primer premio en el Concurso de Directores de Orquesta de la Unión Soviética, apenas mueve sus manos. Primero lo hace con un gesto meditativo; después las gira en el aire en señal de iniciar un movimiento rotatorio, para que el gigantesco colectivo se ponga de inmediato en marcha y prepare la intervención del solista lituano Julian Rachlin en el Concierto para violín número 1 en la menor que escribiera Dmitri Shostakóvich en 1948. Ipso facto la formación se echa a rodar desde el más absoluto silencio, muy lentamente, muy suavemente, hasta alcanzar el volumen de sonido preciso, exacto, sin extralimitarse, sin exageraciones.

Así comenzó esta velada con una de las obras serias que, en tiempos del régimen estalinista y tras haber sido condenado por desviaciones formalistas antipopulares, Shostakóvich había tenido que guardar en el cajón del escritorio para dedicarse a componer piezas oficiales con el fin de congraciarse con la jerarquía del Comité Central del Partido Comunista soviético. Fue en 1955, poco después de la muerte del dictador Iósif Stalin (1878 – 1953), que pudo animarse a sacar a la luz pública este colosal concierto.

Temirkánov exige el máximo de concentración al más de un centenar de músicos, entre ellos 10 contrabajos, de la Filarmónica de San Petersburgo. Con la mano derecha indica el pulso, con la izquierda el fraseo que debe asumir la orquesta. Por momentos, como ocurre con la Sinfonía número 5 en mi menor de Piotr Chaicovski, el director se lleva la diestra al corazón para exigir de la excelente sección de cuerdas un vibrato más intenso; aunque, en realidad, esto sea absolutamente innecesario, porque los filarmónicos están íntima y orgánicamente familiarizados con cada partitura que ejecutan.

El concierto, que concluyó con estruendosos aplausos y exclamaciones de aprobación del millar de espectadores presentes, se caracterizó, como era de esperar, por interpretaciones del repertorio ruso de gran intensidad y asombrosa singularidad.

Rachlin, quien reside actualmente en Viena, se encuentra a sus 40 años en la cima de su carrera y es uno de los más celebrados violinistas de nuestra época. Con su Stradivarius (ex Liebig, de 1704) subyuga al público desde el primer instante de la interpretación del concierto que Shostakóvich dedicara a su amigo y camarada, el prestigioso violinista ruso David Óistraj (1908 – 1974). Es esa permanente e inclaudicable confrontación, sin parar, de la individualidad del instrumento ante el colectivo la que hace de ésta una obra extremadamente dificil para todos, músicos y solista.

El violinista toca con conmovedor sentimiento e increíble fuerza. Da todo de si; se entrega por entero. Desde el sereno y misterioso Nocturne. Moderato; pasando por el enérgico y juguetón Scherzo. Allegro – Poco più mosso, en el que Rachlin se introduce con todo su ser en el alma del violín (rompe una de las crines del arco y tiene que volver a afinar el instrumento); transitando minutos después por el endemoniado Passacaglia. Andante – Cadenza, de gran tensión, con notas agudísimas en algunos pasajes y en otros con vibraciones casi imperceptibles; hasta llegar al Burlesca. Allegro con brio – Presto, tristemente célebre por su extremada dificultad (aquí se quiebra otra de las hebras del arco). ¡Extraordinario! ¡Se incendia el podio!

Rachlin jadea, resopla; por momentos parece tranformarse en uno de aquellos apasionados rockeros de la década de 1950 que hacían añicos sus guitarras eléctricas sobre el escenario. Sin embargo, su sacrosanto Stradivarius alcanza niveles celestiales en nuestros oídos y asciende al edén, al paraíso de los violines, si es que este existe (si no, habría que inventarlo). La orquesta funciona a las mil maravillas. Solo durante algunos instantes, como en el Scherzo, las maderas van un poquito a la zaga y golpetean milésimas de segundo después del impulso del solista.

A esta altura Rachlin ya estaba agotado. No daba más; no estaba en condiciones de ofrecer ninguna propina y así lo hizo saber con ademanes ante la platea para tristeza de todos los oyentes. El bis solo pudo darlo la orquesta más tarde. Antes íbamos a disfrutar de un Chaicovski al natural.

Temirkánov atiza a la formación con una expresividad que fascina y conmueve hondamente (Andante – Allegro con anima); trabaja las transiciones como por arte de magia (Andante cantabile, con alcuna licenza); el Valse. Allegro moderato, es una descarada invitación a levantarse de los asientos y bailar en medio de la sala; y en el Finale. Andante maestoso, dilata y acelera los pasajes de forma inimaginable (agógica pura).

La orquesta responde con admirable precisión. El propio Chaikovski (quien dirigió el estreno de esta sinfonía el 17 de noviembre de 1888 en San Petersburgo) habría disfrutado enormemente de este perfeccionismo. Los solistas irradiaban gran satisfacción con su trabajo. Las cuerdas (especialmente los violonchelos), los metales (sobresalientes las trompas), y las maderas (excelentes los clarinetes), transmitían a la platea una sensibilidad indescriptible. El recurrente tema de la total sumisión del individuo al destino, sin ningún rayo de luz que le despierte alguna esperanza, estremecía constantemente al espectador.

De más está decir que la velada de esta primaveral tarde fue todo un éxito. Para redondear, la propina fue nada menos que el romantiquísimo, dulcísimo Salut d'amour (Liebesgruss) que Edward Elgar (1857 – 1934) compusiera en 1888 con motivo de su compromiso matrimonial con la novelista y poetisa inglesa Caroline Alice Roberts (1848 – 1920) que literalmente derritió a los espectadores en sus butacas antes de sucumbir en esténtoreas ovaciones. Temirkánov ya hacía señas con sus carismáticas manos para indicar al público que agradecía su efusividad, aunque se disculpaba, muy a pesar suyo, porque ya estaba exhausto y no podía obsequiar más bises como hubiera deseado.

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