Entrevistas
Entrevista a Antonio Pérez (1/5). Andar, ver y leer
Paco Yáñez

Iniciar una conversación con Antonio Pérez (Sigüenza, 13/06/1934) supone adentrarse en la historia contemporánea de España a través de un hombre que vivió la realidad del antifranquismo a ambos lados de la frontera, en contacto directo con muchos de los protagonistas de la vida cultural del último siglo. Y es que, además de artista, editor y coleccionista de arte y libros, Antonio Pérez es un verdadero coleccionista de amigos y experiencias que nos llevarán desde Pío Baroja a los jóvenes pintores del presente, tendiendo un arco que abarca varias décadas y una prolija heterogeneidad de disciplinas y estilos: esos que ha visto nacer al lado de sus propios creadores.
Literatura, pintura, lucha política, o su incansable voluntad de recorrer el mundo, son algunos de los ejes que articulan una entrevista con una personalidad que se ha rodeado de lo más sustancial de la creación artística e intelectual española de su tiempo. Así, no sólo nos adentraremos en la mirada de Antonio Pérez a sus objetos encontrados, sino que compartiremos su visión de Manuel Millares, de Antonio Saura, o de Luis Gordillo, entre otros muchos artistas; junto con sus primeros pasos poéticos, encontraremos reflexiones de primera mano sobre Juan Goytisolo (a quien ambos dedicamos esta entrevista) o Juan Marsé, haciendo patente que la suya es una existencia marcada por una incansable curiosidad y voluntad de aprender, además de por una proverbial bonhomía que ha sido motor para los muchos caminos de vida que ha recorrido; tantos, que la suya parece condensar muchas existencias al mismo tiempo.
Y es que, desde su primera publicación poemática, en 1954, hasta la inauguración en 1998 de la Fundación Antonio Pérez (uno de los espacios artísticos más personales de Europa), la labor de Antonio Pérez ha sido incansable, como muestra su participación en el nacimiento de Ruedo ibérico, o la creación de su propia editorial, la exquisita Antojos, que desde 1978 ha publicado a los mejores poetas y pintores españoles, en una relación artístico-personal que tiene una fecha muy especial en el año 1957, cuando conoce a Antonio Saura y a Manuel Millares en Cuenca, estableciendo un vínculo de por vida con una ciudad en la que se asienta definitivamente en 1975, convirtiéndose en incansable dinamizador de una de las capitales del arte español en la segunda mitad del siglo XX.
Es por ello que, tanto esta entrevista como una visita a la Fundación Antonio Pérez, suponen una invitación a recorrer un laberinto de arte y memoria: perfecto trasunto textual o arquitectónico de la vida y la mente de su creador. La presente entrevista con Antonio Pérez es fruto de tres jornadas de conversaciones grabadas en su casa de la calle San Pedro de Cuenca, los días 12, 13 y 15 de abril de 2017: tres encuentros en los que se mostró tan amigable, lúcido y perspicaz como en él es habitual. En la conversación del día 15 nos acompañó Cristina Trigo, profesora de Didáctica de la Expresión Plástica en la Universidad de Santiago de Compostela, cuyos estudios sobre la creatividad en el ámbito del arte y la educación tan vinculados están al objeto encontrado y a una mirada despierta que recorre el mundo buscando vínculos y relaciones: sentido vital por antonomasia de un Antonio Pérez cuya existencia celebramos con la publicación de esta entrevista en la semana de su 83 cumpleaños.
Paco Yáñez. Cuando hablamos de Antonio Pérez, es realmente difícil limitarse a una sola dimensión: ha sido usted poeta, artista, coleccionista, editor, combatiente político...; y, por otra parte, tampoco es necesario ceñirse a ninguna de estas facetas aisladamente, pues todo ello es usted al tiempo. Ahora bien, cuando abandonó España, en 1958, ¿cuál de estas dimensiones primaba más?
Antonio Pérez. En aquel momento, como era joven, y en España había lo que sabemos todos: la opresión del franquismo, pues yo me fui, más bien, no como exiliado; yo era un hombre de izquierdas, por supuesto, había intervenido en Madrid en una serie de cosas, como en el Congreso de Escritores Jóvenes, con Sánchez-Dragó y gente de mi época en la Facultad de Filosofía y Letras, pero yo me fui con un afán un poco, también, de aventura, de buscar una libertad y de descubrir el mundo, que era algo que me gustaba mucho, claro, el viajar. Yo había viajado ya mucho, había hecho los ríos de España a pie, algunos de ellos; y así es como conocí a Antonio Saura y a otra gente. Yo me fui luego a París por una búsqueda de libertad, aunque yo vivía normalmente; y, sin ningún dinero, me fui directamente a París. Primero ya me había gastado un poco de dinero en un viaje que me hice a Italia, un mes entero, haciendo autostop, algo muy curioso, claro, en aquella época; y ya llegué a París con, no sé, con quinientas pesetas; y lo primero que hice fue ir a ver a Antonio Saura, que lo había conocido aquí en Cuenca y entonces él vivía allá. Él enseguida me buscó trabajo, de friegaplatos, que eso lo he hecho muchísimas veces, en el restaurante de la École des Beaux-Arts de París; y, bueno, ya empecé allí, y luego hice una serie de trabajos, todo tipo de trabajos.
P. Y desde esos comienzos tan modestos, ¿cómo empieza a cobrar cuerpo su colección?
R. Siempre digo que empieza cuando yo era niño y jugaba, como todos los niños, al fútbol, pero yo siempre era un niño raro. Éramos doce hermanos, y yo era el pequeño, además, y todos han sido médicos, comerciantes y demás. Pero yo tenía mis secretos: como era niño, llevaba mi pantalón de pana corto y en el bolsillo escondía las cosas que encontraba; me escondía, me alejaba de los niños del grupo, de la escuela, en el recreo, y empezaba a sacar mis cosas. Mis primeras colecciones fueron trilobites, fósiles, y también los aragonitos, que tengo muchos, con forma de hexágono, cristalizados, de color rosado, que los hay mucho por Sigüenza: tanto es, que yo tenía un sitio al que llamaba mi coto privado. Yo me he dedicado a encontrar cosas que luego voy regalando a mis amigos, como vilanos, trilobites que encontraba, fósiles y, sobre todo, los aragonitos. Y es curioso que en casa, aunque éramos muchísimos hermanos, yo, aunque era el pequeño, era casi el único que tenía una habitación; porque, además, invadía a los demás, de cosas que cogía siempre: me pasaba el día cogiendo cosas, que es lo que sigo haciendo ahora, a los 83 años que cumplo en junio, es lo que más me importa. Hoy, lo que más me interesa, tanto como el arte, o como la Fundación, o como la literatura, es coger cosas; y no como si tuviese un síndrome de Diógenes. Te voy a contar una anécdota muy divertida: yo conocí mucho a Jacques Lacan, ya que venía mucho a mi trabajo, a la librería La Joie de Lire, y un día le pregunté: «Oiga, siempre me andan hablando del síndrome de Diógenes»; a lo que él me respondió: «¿Qué tiene que ver eso?, si a usted le gustan las cosas que escoge, porque no colecciona todo, sólo aquello que le gusta». Me dijo también Jacques Lacan: «Si hay algo que odio, es el psicoanálisis de la midinette»; midinette, en francés, es modistilla: ésta que hace un estudio rápido del psicoanálisis y se queda con eso. Me acuerdo que, un día, aquí en la Fundación había dos señores con sus esposas, y estaba una de ellas, así muy snob, diciendo: «¡Madre mía, este señor debe tener un síndrome de Diógenes!»; y yo les dije: «Perdonen que me meta en la conversación, pero como estoy en mi Fundación y los estoy oyendo, pues entonces les voy a contar lo que me dijo Lacan»; «Ah, Lacan», dicen; «Sí: me dijo que no había nada que odiara más que el mal uso del psicoanálisis por la midinette». Los maridos se fueron disimulando; y es que, hombre...
P. En esa búsqueda del objeto encontrado, y espero no hacer ahora de midinette, se ve que usted conserva una mirada infantil: la mirada que descubre el mundo y juega con los significados, ya no sólo en las propias formas, sino en un diálogo con la historia, pues su objeto encontrado a menudo supone rastrear trazos históricos en la realidad que nos circunda.
R. Bueno, es que yo parto del principio de que, salvo Velázquez, Picasso, Miró y algunos más, para mí el arte está en cualquier sitio; como decía Santa Teresa que Dios estaba entre los pucheros; yo, que soy ateo, siempre digo eso de Santa Teresa, porque para mí Santa Teresa es algo muy importante, como San Juan de la Cruz. Pero me gusta mucho encontrar las cosas; y tanto es así, que mi ideal, mi reproche a la Fundación, es que no tenga un Velázquez y un Picasso, pero los pondría al lado, no haría una sala especial para mi cuadro de Picasso. Lo he hecho para Millares, porque es una obra grande, y muchas obras; como para Saura. Pero si yo tuviera un cuadro de Velázquez, pondría el cuadro de Velázquez y cerca un objeto encontrado que me gustara, porque no es comparación, ni mucho menos, es una lectura, es una continuación; por eso me gusta mucho, indudablemente, otro que ha sido mi gran maestro: Ramón Gómez de la Serna, que a mí me lo enseñó todo. Yo no encuentro diferencias; y, por ejemplo, cuando he hecho mis Sobresauras, con las hojalatas oxidadas sobre las piezas de Antonio Saura, pues luego, como es natural, he engañado a Antonio: hemos hecho cambios, porque a Antonio le gustaban muchos los Sobresauras. Para mí el arte es una especie de continuación; tanto, que yo a veces digo que voy a una exposición, y la estoy mirando, pero miro también a la gente que va mirando los cuadros. Y cuando salgo de un museo, o cuando he visto una exposición importante, estoy tan metido en ello, que por la calle voy viendo pues lo que parece un Picasso o lo que sea, soy un pesado, voy diciendo: «Mira, ¿no te recuerda a esto...?».
P. Se los lleva dentro y le van guiando la mirada.
R. Mucho.
P. Sería hermoso que en el Museo del Prado se pudiesen situar, alguna vez, las Meninas de Antonio Pérez junto a Las meninas (1656) de Velázquez.
R. Hombre, eso ya es demasiado... Pero, bueno, hay un museo en Buitrago, el Museo Picasso, en el que hay una Menina mía. Es un museo pequeño, creado por el que fue barbero de Picasso.
P. Lo ideal sería, en el Museo del Prado, reunir una sucesión histórica de miradas sobre Las meninas, con las originales de Velázquez, las de Picasso, las suyas y algunas más que tiene en la Fundación.
R. Y las del Equipo Crónica... Para mí, en el arte, y sobre todo hoy en día, tiene mucha importancia el diseño. Yo lo que no hago son comparaciones: esto vale tanto como un cuadro de tal..., no; eso es aparte. Yo, por ejemplo, colecciono botellas de vino, aparte de las que bebo, más que nada por cuando me gusta la forma, y las tengo por la escalera, como subiendo por los escalones.
P. Algo similar hacía Camilo José Cela, que las coleccionaba firmadas por autores. Entonces, así como hay la figura del 'letraherido', que podríamos decir que usted también lo es.
R. Sí.
P. Diríamos que Antonio Pérez es un 'arteherido', pues el arte es algo que lleva de un modo tan profundo que le condiciona totalmente la vida y la mirada. Recuerdo haber leído algo semejante a John Cage, que decía que gracias a los cuadros de Cy Twombly, Robert Motherwell, Robert Rauschenberg, o tantos otros pintores, él, en las manchas de las paredes, en las degradaciones de la cal, en cuanto encontraba allí, reconocía esas formas pictóricas, y que ello le creaba un mundo mucho más rico e interesante.
R. Bueno, pero ya Leonardo da Vinci habló de eso: Leonardo habló de las manchas. Yo, por ejemplo, soy muy pesado, porque veo grafitis y a la gente le digo: «¡Mira qué bonito, qué maravilla de bonito!» Y, sobre todo, las manchas del agua en las paredes.
P. La corrosión, el óxido..., poética urbana.
R. Poética urbana.
P. La cuestión en esos objetos encontrados es que acaba improntando usted en ellos imágenes recurrentes: las Meninas son recurrentes; la lata doblada sobre sí misma que utiliza en los Sobresauras no sólo nos lleva al propio Antonio Saura, sino al arte africano.
R. Es que el arte africano, por ejemplo, me interesa muchísimo. Siempre, en cualquier objeto que yo encuentro, hay una referencia; siempre puedo encontrar un origen.
P. Como en esta conversación, necesariamente, tendremos que desdoblarnos en tantos temas: ir y venir del arte a la historia, de la política a la literatura, etc., va a ser imposible seguir un hilo narrativo sin volver atrás.
R. Sobre todo, conmigo, es imposible.
P. Y, quizás, un hilo lineal pervirtiese esa organicidad que su vida y su obra representan. Así que, retomando: hablábamos de que estaba usted en el exilio; pero, sin embargo, algunos de esos grandes artistas y escritores que conoció, no sé si voluntaria o involuntariamente, no se exiliaron, no marcharon fuera de España. ¿Cómo notaba la diferente tensión en la que vivía usted y en la que vivían ellos?; ya que, por ejemplo, hablando estos días con Elvireta Escobio, la mujer de Manuel Millares, me decía que, además de lo duro que resultaba convivir con una persona que se tomaba la vida tan en serio como él, que Millares tenía momentos de pánico por el hecho de que lo viniesen a buscar o a registrar a casa. ¿Hasta qué punto recuerda esa tensión en los que se quedaban en España?
R. Mucha, mucha, por mi amistad con Millares y con Antonio Saura, que eran muy amigos, salíamos muchísimo juntos, y Manolo era un hombre con una gran timidez, tenía una especie de miedo a las cosas, tremendo. Antonio Saura era todo lo contrario: era un hombre mucho más abierto, era un hombre muy seductor. Pero Manolo, no; Manolo era una persona muy tímida y tenía mucho miedo a las cosas. Por ejemplo, yo cuando venía de París a Madrid, muchas veces vivía en casa de Manolo, y me acuerdo que una de las noches me fui de casa porque él pensaba que iban a venir a buscarme. Una cosa que sí me gustaría decirte es que, quizás aparte del lado político, de mi exilio voluntario, uno de los autores que más me ha marcado a mí es Blaise Cendrars, que es el autor de Moravagine (1926). Tengo su foto por aquí, en casa. Es un hombre que era manco, pero conducía un coche, era un tipo muy elegante, y estuvo en el Amazonas; y yo, justamente, pasé unos meses, ya más tarde, a los treinta y tantos años, en Brasil, siguiendo las huellas de Blaise Cendrars. Así que Blaise Cendrars fue el escritor, quizás, que más me ha marcado. Sus novelas, que son muy buenas, muy buenos libros, son libros de aventuras; pero aventuras no como las que yo empecé leyendo, como todo el mundo, con Salgari y Julio Verne, por supuesto, en una colección que se llamaba Molino, que estaban sus páginas divididas en dos columnas. A mí, Blaise Cendrars es un escritor que me marcó muchísimo. Era muy intelectual; pero, al mismo tiempo, muy aventurero, muy seductor, con una pinta maravillosa, y yo le seguí las huellas. Lo que más me movió para ir en mi primer viaje a París, fue él.
P. Es que hay viajes, y viajes. El viaje literario, por ejemplo, de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas (1899), o el de Louis-Ferdinand Céline en Viaje al fin de la noche (1932), son viajes, ¡pero viajes de un calado! Volviendo a la tensión provocada en los artistas que se quedaban en la España franquista, dice usted que era perceptible, que los agarrotaba.
R. Sí, era tremendo: Millares era un hombre con muchos miedos, muchos. Pero, sin embargo, ves, lo que hablamos: un hombre con esos miedos y, sin embargo, ¡qué pintura, con qué fuerza! Él era una explosión en la pintura, ahí está lo que hablamos de la contradicción de la biografía con la obra, que yo parto mucho de ese principio, y siempre cito el caso de Jean-Jacques Rousseau: un gran filósofo, con qué ideas, y metió a sus cinco hijos en la inclusa. Cómo él, que en sus libros hablaba del amor al prójimo, y son libros que siguen vigentes; y, sin embargo, en su vida personal era tremendo, nefasto.
P. Pero, probablemente, esa presión y esos miedos que vivía Millares también es lo que se refleja en la fuerza de sus cuadros.
R. Sí, seguro.
P. ¿Podríamos pensar en el Millares de las arpilleras, en el Millares del desgarro, si hubiese vivido más plácidamente en París?
R. Posiblemente podría haber sido igual, yo creo que no hay problema. La profundidad de sus cuadros, la tragedia de sus cuadros, es tan tremenda, que podía haber vivido de una forma más abierta y ser igual.
P. Hablando con Coro, la hija menor de Millares, hace un par de días, yo me remitía a la momia guanche, cuya influencia en la obra de Millares es muy conocida, pero le decía que también ese desgarro tenía algo de gesto político; y ella me decía que había, asimismo, una dimensión ética, más general, más universal e histórica.
R. A él le interesaba muchísimo la política, mucho; y era un antifranquista reconocido; y muy preocupado por la condición humana, mucho.
P. Volviendo a nuestro tiempo, no es que haya enemigos para la condición humana mucho menores, lo que ocurre es que, como me decía en su día el poeta Antonio Gamoneda, citando, a su vez, a José Ángel Valente y a Bernard Noël, se produce una 'castración mental' y una 'debilidad del pensamiento' en la gente, y parece que esa reacción contra cuestiones en un mundo que, en ciertas cosas, aún está peor, no genera gestos tan violentos en el arte; al menos, no con esa fuerza como la de Millares.
R. Hay una cosa que hemos notado todos los que somos de izquierdas, que es que hay un gran fracaso en la izquierda, cuidado. Yo, por ejemplo, fui un entusiasta de la Revolución cubana; yo hice un libro, publicado en Ruedo ibérico, que se llamaba España canta a Cuba (1962), con portada de Antonio Saura, ilustraciones de Millares y de todos los demás. Pero, sin embargo, yo últimamente estaba en contra, por tal y como se llevó la Revolución cubana, porque ellos mismos se la cargaron; es decir, las cosas no son para siempre, hablamos siempre del 'amor' o del 'matrimonio': «Te juro amor eterno», y, como es natural, pasan dos años y se separan, y el «amor eterno» duró la eternidad de un momento. Y en política, muchas veces, casi el peor enemigo de la izquierda ha sido la propia izquierda: ha sido la misma izquierda que se ha vendido por el egoísmo, por el narcisismo, por lo que sea, y es lamentable. Lo ves en el Partido Comunista y en la Unión Soviética, con lo que significó: ¿quién va a hablar bien de Stalin?, ni mucho menos. Ahora, qué ocurre, que si en esos momentos de lucha, si yo hubiese sido mayor y hubiese vivido en la época del estalinismo, a lo mejor yo mismo hubiese sido estalinista, como fue el caso de Jorge Semprún, que tenía diez años más que yo, por ejemplo. ¿Qué ocurrió?; pues que en ese momento que había una lucha tan grande entre la derecha, con el nazismo, y la izquierda, pues claro, tú te dejabas llevar; y, además, también nos dejábamos llevar por un afán por la causa, y entonces hasta podías tragar sapos, pensando que eso beneficiaba. Luego, qué ha ocurrido, pues que hay cantidad de cosas que ellos mismos han echado por tierra.
P. Vamos, que se radicaliza el discurso en un momento dado; pero luego se ablanda exageradamente. Y después, otra cuestión: habla usted de Semprún, y Semprún era un ejemplo de político vinculado con el mundo de la cultura, pues él mismo era escritor; pero parece que hoy en día esas figuras de gran peso intelectual, cultural y humanista han desaparecido en un marco político, ya no digamos social, que sufre una trivialización y una banalización execrables.
R. Bueno, pero eso es un poco signo de los tiempos. Por ejemplo, ahora hay muchos pintores, y muy buenos; yo te puedo hablar de cantidad de gente joven que tengo [en la Fundación] entre Gordillo o Tàpies, entre los que son mis referentes, pues tengo a cantidad de gente joven que a ti a lo mejor no te suenan porque no eres de aquí, pero se ha trivializado porque han aumentado: hoy en día, cuesta encontrar una personalidad tremenda como Picasso, o como lo fue Cézanne, u otros pintores; hoy, se ha multiplicado, y al multiplicarse, por un lado, está muy bien, pues la cultura se ha extendido; pero, al mismo tiempo, es como si estuviera todo mucho más blando, y es curioso, pero es en todo: en poesía, pues es difícil encontrar un Jaime Gil de Biedma, o un José Ángel Valente, y hay poetas, pero los lees y dices: qué bien, qué bien, qué bien, pero... Los ataques a la política cultural de hoy, todos; pero, lo que es mentira es que no haya exposiciones; hay muchísimas. Yo me enfado muchísimo, yo tengo ya 82 años y creo que he viajado y veo cosas, me estoy viendo casi todas las exposiciones: me voy a Madrid, que hay unas exposiciones fantásticas..., pero la gente no las ve; y, entonces, yo les digo: «¿De qué os quejáis?». Yo estoy de acuerdo con que falta apoyo a la cultura; pero, también hay falta de seguimiento de mucha gente de los que hacemos cultura. Aquí en Cuenca, por ejemplo, en la época dorada de Cuenca, y al decir dorada me refiero a cuando vivían Saura, Millares, el Museo de Arte Abstracto, que fue fundamental, de Fernando Zóbel y Gustavo Torner, pues había una sola galería, que era una librería, y solamente había dos museos. Hoy hay, en Cuenca, unos diez espacios de arte. Bueno, pues yo pregunto a mucha gente por exposiciones que no van a ver, hasta en mi misma Fundación, que exponemos, yo creo, a gente importante; les pregunto, y dicen: «Bueno, es que hay que subir» [Con rostro de consternación e incredulidad]. Y yo les respondo: «¿Pero qué es eso de subir?, puedes subir a pie, o coges el autobús, o el coche». Y, así, hay exposiciones que no ven, pero de gente importante; por ejemplo, la exposición de Antón Lamazares: he preguntado a gente, a profesores de Bellas Artes, que me llevo de maravilla con ellos, cuidado, y que estimo mucho, porque hay gente muy interesante, y les pregunto y me dicen: «Pues no, no la he visto»; y yo: «Bueno, bueno...». Entonces, en ese sentido, cuando digo que no me quejo, no quiere decir que yo alabe la política cultural que se hace hoy, pero que sí hay muchas más cosas de lo que la gente ve.
P. Lo que ocurre es que, quizás, la mirada es más superficial. Yo comprendo que no a todo el mundo tiene porque tocarle un Millares, que es una obra muy extrema; pero, estando anteayer en la Sala Millares de su Fundación, que es un espacio para el temblor, para ser espoleado por el arte, pues me sorprendía que entraba gente que le dedicaba a la sala del orden de veinte segundos: entrar y marchar, ese contacto tan tangencial.
R. Pero eso ha sido siempre, con la diferencia de que ahora está ahí servido; y alguien de nuestro tiempo, una persona de cultura, que viaja y que no tiembla ante Millares, yo dudo de su conocimiento de la pintura, o de su sensibilidad ante la pintura, completamente. Hay una expresión que yo odio, que es cuando la gente dice: «Es que a mí este pintor no me gusta». Es muy difícil; yo, normalmente, me abro a toda la pintura, aunque tengo, como todo el mundo, mis tendencias, me gustan unos más que otros. Lo otro lo entiendo bien cuando la gente fina dice eso de «Éste no va bien con mi sofá, encima del sofá»; pero yo no veo a una persona que sepa de cultura y de arte que no vea con curiosidad a Gordillo, a Alcaín y a toda esta gente. Te puede gustar más o menos a la hora de tenerlo en tu habitación. Y yo lamento no tener un Velázquez, pero para ponerlo junto a un Alcaín; pero no para establecer competencia, sino para pasar de Velázquez al objeto encontrado, y del objeto encontrado a Gordillo, de Gordillo a un pintor menos conocido, como Óscar Lagunas; pero por la misma razón que vemos maravillosamente el Románico. En cambio, hay quien dice: «Es que a mí el Románico no me gusta», hay gente que habla así del arte; o: «A mí es que el Gótico no me va»; o: «El Barroco no me va»...; eso es una frivolidad y es una ignorancia. Si a alguien no le va el Barroco, o no le va el Gótico, o no le va el Renacimiento, o que no le va Oscar Niemeyer, es que usted el arte no lo ve.
P. Ahí está nuestro gran privilegio como habitantes del siglo XXI, que es disfrutar de todo ese legado histórico e integrarlo como una sucesión de eslabones.
R. Desde luego.
P. Y de ese pasado, imagino que Goya tiene que tocarlo a usted de un modo muy fuerte.
R. Hombre, Goya, por supuesto.
P. ¿Qué otros grandes maestros del pasado lo tocan más a usted, a cuáles siente con mayor profundidad?
R. Aparte de Goya; por supuesto, Velázquez. La pintura gótica me encanta. El Románico me gusta muchísimo. También, el arte de la prehistoria. Para mí, el arte es todo un continuo. Y, por ejemplo, el arte africano, como las esculturas románicas, tiene ese primitivismo que a mí me entusiasma. El arte africano, no siendo religioso, tiene ese algo que se asoma al arte religioso, lo cual admiro. Yo, por ejemplo, en mi casa, me he dado cuenta que tengo una gran cantidad de cosas que tienen que ver con el catolicismo, como el Corazón de Jesús, que me encanta, aunque es un mundo en el que no creo, pero en el que otros sí han creído.
P. En el caso del arte africano, por ejemplo, estaríamos ante uno de los significados etimológicos del término «religión», que sería el «re-ligare»: unir la sustancia espiritual del hombre con la sustancia terrenal, con la materia, a través de la piedra, de la madera, del cuero, del metal... La unidad, en este sentido, es muy explícita en el arte africano entre hombre, tierra y espíritu, unido a creencias, mitología y todo lo demás. Las magníficas piezas de arte africano que podemos ver en su Fundación, ¿las compró en África o las fue adquiriendo en Europa?
R. Ya empecé a comprar en París, que era muy fácil, porque el arte africano normalmente era muy barato. Y, además, la gente decía: «Es que no sé si esta pieza es auténtica»; pero todo arte africano, cuando ha tenido ya un uso litúrgico, es autenticidad. ¡Es una narración tan sencilla de las cosas! Yo, arte africano, lo empecé a comprar en París, bueno, como todos los amigos: Antonio Saura tenía una colección muy buena y muy bonita de arte africano. Y, luego, aquí en España, también: en Madrid he comprado cosas, y sigo comprando, aparte de las cosas que tengo por toda la casa, o sobre la mesa, como verás. Yo nunca me planteo el problema de la autenticidad. Yo estoy acostumbrado, en la Fundación, a que cuando hago mis Meninas y esas cosas, llegue la gente y me diga: «¿No me puede hacer usted un certificado de autenticidad?»; y yo les digo: «Bueno, pues sí, como quieras». Yo nunca lo he pedido, porque no me importa que me engañen; engañar, ¿de qué? Si yo compro una escultura africana, no me engañan. Puede haber muchas, y las hay que valen más que otras, por supuesto.
P. Esto me remite a algo que hablaba hace unos días con el compositor José María Sánchez-Verdú, que me decía que en China no hay ese concepto de la obra original o de la exclusividad que tenemos en Europa; y que, por ejemplo, en los antiguos templos, cuando las piedras se desgastan, crean una réplica de piedra nueva, se coloca donde estaba la antigua y entra en una continuidad al mismo nivel: es ya parte de un organismo. Es una cuestión que también nos conduce al pensamiento de Walter Benjamin y sus escritos sobre la originalidad del arte en la época de la reproducción industrial a escala.
R. Eso demuestra una cosa muy curiosa, que es la diferencia que hay entre España y otros países más evolucionados, como Francia, donde, por ejemplo, en el Gótico, o en el Románico, a medida que una escultura o un capitel se rompía, o se erosionaba, pues añadían otra piedra; ¿qué ocurre?, pues que, como la acaban de añadir, pasan los años y se va haciendo parte del edificio; y aquí, no, aquí mandan ricos nuevos y hasta que no se rompa toda y pasen dos siglos, y después te ponen un capitel nuevo, que, claro, da un cante enorme, porque no ha habido ya erosión. Sin embargo, a una escultura, un dedo que le falta, le pones otro dedo en ese momento, y ya va envejeciendo a la par. Es muy curioso, eso lo notas en la restauración, en los edificios, por ejemplo, de la Edad Media, en los que se nota mucho la diferencia.
P. Y dentro de sus viajes, ¿se ha adentrado en África buscando esas cultura de las que proceden sus piezas de arte africano?
R. He estado nada más que en Tánger y un poquito de Argelia, y Marruecos, claro. Quizás de los viajes que he realizado al extranjero, el más interesante es éste del que te he hablado, a Brasil, que estuve varios meses, y en aquellos tiempos, claro, no había internet, aunque yo no lo utilizo; bueno, lo utilizo en la Fundación, pero yo nunca reservaba hotel, iba a mi aire, con mi mochila, y llegaba a un sitio y no sabía con lo que me encontraba, e incluso he dormido en casa de gente; porque, por ejemplo, cuando yo hacía los ríos de España a pie, no era una cosa de geografía, yo iba por los pueblecitos, y cogía una manta y dormía al aire libre, o dormía en casa de gente que me decía: «¿Pero cómo va a dormir usted ahí?», o iba a hoteles o a pensiones cuando me daba.
P. ¿Aquellos viajes los concebía también como viajes poéticos, literarios? ¿Escribía y tomaba notas de todo ello?
R. Sí. Justamente, en la Fundación tengo un libro, que es un libro de cuentas, forrado con piel, con una cuerda para atar, que mi padre, que era arriero y ganó dinero, claro, porque tuvo doce hijos y les dio carrera, era especiero, vendía por los pueblos especias, aunque tenía su casa en la que residía, en Sigüenza, y mi padre llevaba un libro en el que apuntaba a la gente que le debía, y que le pagaba a mi padre cuando volvía otra vez, y uno de esos libros lo cogí yo, y me dediqué a coger firmas de la gente: desde un guardia civil a un pastor que había allá a lo lejos, al obispo de entonces de Cuenca, que era una forma de provocar y de ver a la gente; y, entonces, en ese libro, que lo tengo en la Fundación, en una mesa que hay allí, por ejemplo, Millares me hizo un escrito muy bonito; y Saura, el primer dibujo que yo tengo de Saura fue el que me hizo cuando yo lo conocí aquí, cuando vine a hacer el río Tajo [1957].
P. ¿Y tiene abierto ese libro hoy en día, está en proceso?
R. El libro está dentro de una vitrina, aquí en Cuenca.
P. ¿No tiene alguno análogo ahora mismo?
R. No. Era coger a la gente, como una forma de provocar.
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