España - Madrid

Una geisha entre cámaras

Germán García Tomás
lunes, 17 de julio de 2017
Madrid, lunes, 3 de julio de 2017. Teatro Real. Madama Butterfly (Puccini), tragedia giapponese en tres actos. Producción del Teatro Real. Dirección escénica: Mario Gas. Escenografía: Ezio Frigerio. Figurines: Franca Squarciapino. Intérpretes: Ermonela Jaho (Cio Cio San), Andrea Caré (Pinkerton), Enkelejda Shkosa (Suzuki), Ángel Ódena (Sharpless), Francisco Vas (Goro), Tomeu Bibiloni (el príncipe Yamadori), Fernando Radó (el tío Bonzo), Marifé Nogales (Kate Pinkerton). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Marco Armiliato. Ocupación: 90%.
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Big Brother is watching you. Con esta orwelliana frase podría definirse el montaje escénico que el Teatro Real ha elegido para despedir su temporada lírica. El coliseo madrileño repone quince años después, y por tercera vez en su escenario, esta singular puesta en escena de Madama Butterfly a cargo del experimentado Mario Gas, en la que plantea el consabido artificio dramatúrgico del teatro dentro del teatro, en este caso utilizando la época dorada del cine de los años 30 como pretexto para la filmación de una película cuyo guión es la propia ópera pucciniana, sin hacer uso del telón y sembrando el escenario de decenas de cámaras, angulares, grúas y operarios. En definitiva, el voyeurismo como elemento catártico.

La ópera filmada se proyecta (¡oh milagro de la técnica!) en tiempo real y en blanco y negro desde la pantalla situada en la parte superior del escenario, muy cerca de los sobretítulos, con lo que la distracción del espectador está asegurada. En la reproducción de la ópera se hace un empleo recurrente de primeros planos y se visionan múltiples detalles desde todos los ángulos imaginados e imaginables que, cual ardid cinematográfico, se supone pretende realzar los sentimientos y emociones de la tragedia mostrada delante de los espectadores. Este artificioso recurso, sofisticado e irreal de por sí, ayuda bastante poco a la hora de seguir la trama, y no sólo por la distracción aludida, sino porque la ópera de Puccini no requiere de un extra de complemento dramatúrgico, pues las situaciones desarrolladas en el escenario que la propia obra presenta bastan por sí solas para adentrarse en el drama.

El montaje, que tiene mucho de choque entre dos civilizaciones, de cierto preciosismo oriental, y que a medida que avanza la acción va cediendo paso al mobiliario occidental, utiliza la plataforma giratoria para cada una de las zonas de la casa en la que vive la geisha (esa que el cínico teniente Pinkerton ha comprado per novecento-novanta-nove anni), y se sustenta sólidamente en el doble envoltorio del escenógrafo Ezio Frigerio y de la figurinista Franca Squarciapino, destacando como uno de los detalles singulares las ropas occidentales que Butterfly viste en gran parte del acto segundo.

El papel titular requiere de sólidas cantantes femeninas que sepan además de cantar bien, saber actuar en el escenario y mostrar a flor de piel la tragedia que palpita continuamente en la más magistral de las composiciones teatrales del maestro de Lucca. Y esa doble exigencia la cumple sin fisuras Ermonela Jaho. Tras su contacto con la Violeta de La traviata o la Desdemona de Otello en este mismo escenario, la soprano albanesa ha retornado con Cio Cio San, de la que ha hecho su gran caballo de batalla, demostrando una enorme valía y unas grandes cualidades para este personaje que la convierten en una de sus mayores defensoras en el panorama operístico actual.

Fue la gran triunfadora de la velada y la que mayores ovaciones cosechó ante un público completamente entregado a su interpretación. Aunque puede que a muchos le desagraden sus reiterados filati, el omnipresente vibrato o alguna falta de homogeneidad en el color vocal, Jaho domeña con satisfacción todas las exigencias de la parte vocal, con un registro superior de agudos siempre valientes, que arriesgan y ganan (arias Un bel dí vedremo y Che tu madre), llegando a optar por emitir el opcional agudo en Ancora un passo or via. Su penetración psicológica en el personaje hipnotiza de tal modo que consigue hacerlo creíble tanto desde la dimensión dramática como vocal, entregándose completamente a él, dotándole de expresión continua. Y es que la albanesa canta, recita y actúa, matizando cada uno de los estados de ánimo, haciendo vivo al personaje, pues sufre, susurra, conversa, grita, se desespera y muere como una auténtica geisha por medio de ese heterodoxo harakiri que se la exige en esta propuesta.

El Pinkerton del tenor Andrea Caré posee un bello color vocal de tintes muy líricos que se maneja con soltura en el canto conversacional, pero que en los estratos más altos de su registro tiende a provocar una emisión forzada y algo estrangulada, cuando no es apenas audible su proyección de los agudos en el dúo final del primer acto, donde Jaho y la batuta de Armiliato aúnan sus esfuerzos casi a conciencia para arrinconarle. El cónsul Sharpless del barítono catalán Ángel Ódena, de gran proyección como acostumbra, se resiente de una afinación algo desigual en sus primeras apariciones, pero gana en autoridad y nobleza en los actos siguientes. La mezzosoprano también albanesa Enkelejda Shkosa sirve una modélica Suzuki, con intención y graves más que suficientes para remarcar todas sus frases. El resto de comprimarios cumplen a buen nivel: acertado aunque un tanto exagerado en sus formas el Goro de Francisco Vas, y efectivos tanto el tío Bonzo del bajo Fernando Radó como el príncipe Yamadori del tenor Tomeu Bibiloni. En lo que atañe a las voces del Coro Titular del Teatro, ofrecieron un variopinto abanico de parloteos como los familiares de Butterfly, pero sonaron débiles y apagadas en comparación con los instrumentos de la orquesta en el famoso coro a bocca chiusa, a lo que no ayudó su ubicación distante y escorada, casi escondida, en el lateral izquierdo del escenario.

La vigorosa batuta del maestro italiano Marco Armiliato, de gran empuje rítmico y ostentosos volúmenes, consigue crear ambientes y presta atención en todo momento a la pulsión dramática y la minuciosa narratividad de la orquesta pucciniana (baste citar como ejemplo cómo desgrana el Intermezzo, de estupenda factura sinfónica), aunque sin recrearse en exceso en las exóticas y evocadoras sutilidades tímbricas tan genuinas de la partitura. Aun así, sabe activar con acierto y gran efecto musical los resortes del más puro sentimentalismo en las melodías de mayor carga lírica, aquellas que saben estremecer al oyente y en las que Puccini va directamente a lo más hondo del cuore, dejándole atrapado y no soltándole hasta que él quiere.

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