Reino Unido
Tito se aburre
Agustín Blanco Bazán
Parece que este año le toca al mito de Tito clemente que nunca existió. Aparte de Baden-Baden y Salzburgo, también Glyndebourne decidió montar una nueva producción con dirección escénica de Claus Guth un director que tiende a protagonizar él cualquier obra con ideas tan interesantes como paralizantes de cualquier acción teatral. También aquí debimos seguir a Tito saltando una carrera de obstáculos constantes interferencias. “¡Esta obra también es mía!” parecía decirnos el regisseur a cada rato. En el programa de mano Guth advierte que él quiere profundizar en la soledad de Tito y las contradicciones de los demás personajes. ¡Cuánto mejor hubiera sido que se quedara en la superficie!
¿Cómo lo hace? Por comenzar, nos muestra durante la obertura y en varios momentos claves una peli con dos niños, Tito y Sesto, jugando en el pajonal que durante toda la obra ocupará el plano inferior de la escena. El plano superior es una instalación con salones modernistas estilo años sesenta, donde se desarrollan los aspectos fundamentales del drama de poder, y en momentos clave de vital interacción dramática volvemos a bajar al pajonal. La insistencia en mostrarnos repetidamente el juego de párvulos banaliza la acción con esa estocada mortal con que algunos regisseurs arruinan sus propuestas al insistir en preguntar al público si éste se da cuenta de lo que está haciendo. Otras repetición cansina es la de la histérica y nerviosa Vitellia prendiendo un cigarrillo. “¡Zas! ¡A que ahora vuelve a prender un cigarrillo!” me encontré pensando en repetidas oportunidades, para frustrarme una y otra vez con lo predecible hasta el cansancio.
Como muchos regisseurs Guth se esfuerza en una tarea extremadamente difícil, a saber, la de sacar a Tito de su carácter alegórico para hacerlo un personaje de carne y hueso. Para hacerlo elige acertadamente la soledad de un monarca que al comienzo vemos despidiéndose de una Berenice vestida como monísima princesa africana en medio de la hostilidad del pueblo hacia ella. La idea dejó de ser buena cuando a Guth se le ocurrió fatalmente repetirla, como diciendo: “¡Espero que se acuerden de lo que ya les anticipé! ¡El gran amor de Tito fue Berenice!” Pero Berenice no existe como personaje y la repetición denuncia una vez más a un regisseur invocando derechos de coautor. En la producción de James Conway para la English Touring Opera y en la de Harry Kupfer para la Komische Oper de Berlin, el gran amor de Tito es Sesto. Ambas puestas alcanzaban así su pináculo al mostrar el recitativo y el dúo entre ambos como una verdadera declaración de amor a un joven que la rechaza proveniente de un poderoso que luego acepta el poder como último refugio. La extrema compasión de Tito queda así como una renuncia a gobernar y una crítica de la crueldad del poder político en general. Guth deja pasar este momento crucial con una regie de personas aceptable pero no definitoria del sentido del resto de la acción dramática.
De cualquier manera: valió la pena ir a ver esta producción por el Sesto de excepcional vigor de fraseo, apoyo tímbrico y espontaneidad expresiva de Kate Lindsey. Excelente también el nivel del Annio de Michèle Losier y la Servilia de Joélle Harvey, y correcto pero anodino el Publio de Clive Bayley.
Richard Croft cantó un Tito correcto pero sin mayor fuerza y algo velado en fraseo y esta corrección aseguró medianía en una obra que solo puede alcanzar verdadero nivel dramático a través de un tenor capaz de apoyar y proyectar no sólo una densidad vocal robusta sino esa angulosa mezcla de precisión, ataque y contorno de fraseo aludida en los términos italianos de como squillo y mordente. Y el color debe ser brillante. Lo cual en el caso de Tito tal vez quiera decir que estuvo mal porque faltó lo esencial, a saber esa exaltación e incisividad en los pasajes de bravura sin la cual Tito no es clemente es bobo.
La excelente Alice Coote tuvo la mala idea de aceptar un rol que, como el de Vitellia, no es para mezzo sino para soprano dramática. El resultado fue una emisión forzada que le obligó a abrir la voz excesivamente en el pasaje a un registro alto que pareció superarla.
Una deficiencia general en esta representación fue la rutina de los recitativos que de haber sido más intensa y variadamente emitidos hubieran dado más vida a una acción teatral defectuosa. ¿Fue esto culpa del director de orquesta o de la parsimonia impuesta por el regisseur? Cualquiera sea la respuesta, la obertura y los números musicales fueron maravillosamente dirigidos por Robin Ticciati, el director artístico de la casa. Sus tiempos fueron moderados pero con la tensión y el aire necesario para permitir una excelente expresión instrumental y vocal, y la Orchestra of the Age of the Enlightement le respondió con un sonido diáfano y diferenciado.
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