España - Asturias
La batuta escénica
Samuel González Casado
Después de una temporada muy wagneriana, y recientes aún Meistersinger y Walküre en Bayreuth, pensé que sería interesante contrastar dos formas de interpretar al compositor de Leipzig en circunstancias muy distintas, y pasar en poco tiempo desde la supuesta meca de este repertorio a todo lo que un pequeño teatro voluntarioso puede hacer. La conclusión era previsible: acertar o equivocarse con Wagner no es una cuestión de tradición, ni siquiera de presupuesto: García Calvo no está lejos de la excelencia de Janowski y Jordan; Castorf es monumental, pero sus ideas destrozan los mejores momentos de Die Walküre; Kosky es soberbio en lo teatral y sin embargo conceptualmente participa de algunas de las “tradiciones” más manoseadas y cansinas del Bayreuth posWieland. Y, en el Campoamor, Carlos Wagner...
Estoy siguiendo fielmente el Anillo “de los ocho años” en la Ópera de Oviedo, y con Siegfried ha habido un cambio evidente: el concepto visual es otro y se ha pasado a hacer una especie de semiescenificación, con la orquesta a la vista y dos elementos que sirven para proyectar imágenes: el fondo y también un velo que separa a la orquesta de los cantantes, que cuentan con un reducido proscenio. Como es normal, se aprovecha el pasillo central del patio de butacas y algún palco para dar un poco de variedad a este restringido y lineal campo de actuación: varios personajes recorren este pasillo, y algunos cantan directamente desde su parte más alejada de la escena.
Se trata de una propuesta que tiene suficiente aderezo para funcionar —la superposición de espacios donde proyectar es estimulante— si se posee un concepto potente respecto a lo que se quiere hacer. Pero no lo hubo. La carencia más evidente en este sentido fueron los movimientos de los cantantes, a medio camino entre el naturalismo y el simbolismo, plagados de tópicos, modas, reiteraciones y, en definitiva, sin unidad que favoreciera definir a los personajes de una forma siquiera paralela a lo que logra la música. De hecho, se trató de una labor destructora, porque era bastante difícil pensar en que el aporte visual pudiera servir de apoyo a todo lo que se escuchaba. En este aspecto, el final del primer acto fue especialmente dañino para el resto de la representación, al convertir a los personajes en caricaturas.
La presencia de director musical y orquesta justo detrás de la parte teatralizada no contribuía a la verosimilitud, y cualquier atisbo de drama brilló por su ausencia. Las entradas y salidas de personajes fueron repetitivas, aunque aquí se hizo lo que se pudo. Se echó muchísimo de menos una iluminación más matizada y algún elemento escénico, al menos para evitar esa sensación de híbrido descafeinado.
Las proyecciones, algunas de ellas hermosas (gotas de lluvia a diferentes distancias, o bandadas de pájaros estilizados que se comportaban más bien como bancos de peces), pecaron de obvias en ocasiones. Hubo motivos recurrentes que a veces no se integraron demasiado bien respecto a lo que estaba aconteciendo, o por lo menos yo no entendí su aparición en algún momento (la cueva del dragón, por ejemplo). A veces la factura infográfica pecó de esquematismo, y su utilización se organizó con cierto aroma a reciclaje, falta de variedad o incapacidad para sorprender. La presencia de los naipes y la puntual elección de uno determinado es interesante en relación al desarrollo de la historia, aunque esta idea careció de ligazón con otras que simplemente se dedicaban a subrayar elementos o sugerir asociaciones ambientales. Aparte, los proyectores llegaron a molestar a algunos sectores del público, que se ponía el programa de mano a la altura de la frente para evitar deslumbramientos.
El hecho de que la orquesta estuviera en el escenario y que la dramaturgia fuera poco interesante tuvo un efecto positivo: la atención sobre la parte estrictamente musical, para quien fuera capaz de trascender o integrar el resto, tuvo la oportunidad de agudizarse. De hecho, la prestación orquestal fue magnífica, y sonó plena, equilibrada, rotunda, homogénea. Guillermo García Calvo, en su Wagner, se adscribe claramente a ciertas vertientes de la tradición alemana que no tienen ningún problema en evidenciar su deuda con una visión —actualizada— romántica y subjetiva, llena de rasgos personales (una gigantesca retención en medio del preludio del tercer acto deja muy a las claras por dónde van los tiros). El balance orquestal se estructura desde una base grave muy presente, que otorga mucho cuerpo y que a la vez se convierte en una fuente de variaciones y contrastes dinámicos que son connaturales y consecuencia lógica de esta organización.
Quizá en algún momento no habría estado de más aligerar algo las texturas (algún forte excesivamente contundente) para dar salida a otras posibilidades tímbricas; pero en general la prestación de las dos orquestas y el director fue sobresaliente, precisa y respetuosa con los cantantes, consecuencia de un trabajo bien aprovechado, y tuvo su fruto en que su disposición destacada hiciera justicia acústicamente a todo ello. De hecho, la batuta de García Calvo nunca dejó de ser el centro escénico de todo lo que aconteció, lo que puede ser interpretado como una genialidad sin desarrollar de Carlos Wagner —una idea potente y revolucionaria por lo que implicaría el plasmar escénicamente, con una inesperada metáfora, la vuelta a los orígenes respecto a quién ocupó el centro de poder en el mundo de la ópera en otros tiempos: los directores musicales—; o como el simple fruto de una conditio sine qua non implícita en este concreto concepto de representación.
Entre los cantantes hubo de todo. El protagonista, Mikhail Vekua, tiene la técnica para sacar adelante vocalmente el dificilísimo papel, sobre todo porque su agudo es espectacular y al final la culminación de las frases suelen dejar el poso más importante en el que escucha; pero se sacrifica gran parte de todo lo demás. Musicalmente, estuvo mejor en el segundo acto, ya que intentó algunas cosas que a veces le salieron: por ejemplo, la utilización del color en alguna preparación al agudo o en la zona incómoda, lo que resultó una sorpresa agradable. Pero hubo rasgos estilísticos, como continuos ataques sin colocar o en general los sonidos abiertos, sobre todo en el primer acto, que musicalmente no funcionaron y trasladaban la incómoda sensación de una especie de “todo-vale-si-tengo-agudos”.
Por todo lo anterior, Vekua sufrió en la 'Canción de la fragua' y en partes líricas, aunque no se le puede negar cierto ánimo de variar su limitado mecanismo vocal hacia algo que le sirviera para dar introspección al personaje, por ejemplo cuando se pregunta por sus orígenes y habla con el pájaro del bosque en el acto II. En el dúo final su prestación fue discreta en el mejor sentido del término, y después de una agotadora sesión de agudos variados y una actitud de exultante energía, cedió el do conclusivo a la soprano para que en ese brillante final ella tuviera el protagonismo. A él ya no le hacía falta, y dar un mi fue una decisión muy acertada, pues trasladó una actitud de generosidad y no hizo olvidar en absoluto la parte más brillante de su prestación.
La Brünnhilde de Maribel Ortega también sufre de carencias musicales, aunque su canto sea bastante más ortodoxo que el de su compañero (ataques, afinación). El mecanismo solo mantiene su posición en pasajes que impliquen cierta fuerza, por lo que su capacidad para algo de refinamiento creativo a partir de volúmenes o colores está muy limitada. Esto se echó en falta sobre todo en el momento en que al personaje le surgen dudas sobre su naturaleza mortal y lo que implica el amor con Siegfried, lo que dramáticamente puede dar mucho de sí y aquí solamente se atisbó.
La escenografía y los movimientos tampoco contribuyeron a que el personaje pudiera lograr algo de humanidad, con lo que un dúo que puede ser muy emocionante se sostuvo con una tensión musical en la que los intérpretes aportaron pocos rasgos personales, más pendientes de las notas que de cualquier otro aspecto. También es cierto que este final es apabullante, y dos cantantes sólidos como estos cumplen con esa función de formar parte de las piezas de un todo que ya es soberbio en sí mismo, por lo que se entiende su atención a resultar correctos antes que implicados y —posiblemente— fallones. Richard Wagner, la orquesta y García Calvo hacen lo demás y lo saben.
De entre el resto del reparto, hay que destacar a un cantante simplemente maravilloso: el bajo Andrea Mastroni. Su prestación como Fafner fue admirable, y me recordó a aquellos grandes bajos de los años 50, que a veces tenían algo que recordaba a la técnica italiana y que unía felizmente potencia y capacidad para ligar las frases intencionadamente. En este caso, para mi gusto a Mastroni solo le faltó cargar las tintas un poco más en algunos momentos “tenebrosos” o definir mejor su papel, que es corto pero siempre produce impacto.
Muy bien también el Pájaro del bosque de Alicia Amo: sacó el máximo partido posible al encanto de su papel, cuyos ascensos al agudo fue preparando con mayor seguridad según trascurrían sus intervenciones, y en general el sonido se mostró arropado, rico en armónicos, emitido desde una posición útil, lo que —entre otras cosas— hace intuir un buen puñado de posibilidades en cuanto a repertorio. Todo lo contrario transmite la Erda de Agnes Zwirko, una voz que quema sus últimos cartuchos y cuya capacidad para sonar parte de una tremenda presión de aire poco apta para el matiz.
Muy buenas prestaciones las de Béla Perencz (Wotan) y Zoltan Nagy (Alberich), de emisiones muy parecidas. La resonancia de Perencz es impresionante en el forte, aunque le falta un puntito de concreción que le dé algo más de flexibilidad musical: me encantaría ver a este bajo-barítono apañándoselas para dar variedad a partes muy líricas, por ejemplo en los Adioses, aunque intuyo que su inteligencia y conocimiento de sus características vocales harán que todo funcione. Como Viandante, exhibió autoridad, ironía y una buena cantidad de recursos que hizo que se pudiera disfrutar de un personaje pleno y trabajado.
Algo parecido ocurrió con el Alberich de Nagy, muy solvente vocalmente y excelente en cuanto a actitud escénica. Encontró recursos canoros muy adecuados a lo que demandaba su personaje, nada histriónicos, y participó en un aquí excelente diálogo-duelo con el Viandante, que fue de lo mejorcito de la representación. Todo su fraseo y concepción del personaje participó claramente de una tradición interpretativa que huye del exceso y otorga esa especie de “nobleza resentida” a Alberich, un ser despreciable que sin embargo es a la vez rey y víctima.
Mime es un personaje de brutal dificultad que requiere una especie de cocina a fuego lento para poder extraer de forma adecuada el grado justo a su escritura vocal, intencionadísima hasta el punto de que a la vez es una escritura teatral. De hecho, el efecto teatral de este nibelungo solo es posible si el canto pasa por el dominio refinado de un montón de recursos vocales. Un Mime mal cantado es imposible de sacar adelante, por muy buen actor que se sea. En este sentido, no es un personaje como Beckmesser, que admite una concepción en la que lo teatral-visual puede imponerse.
Hay que reflexionar mucho sobre cada nota de Mime para poder adaptarla a una idea general que incluya personalidad y precisión, y Johannes Chum no mostró ningún rasgo genial en este sentido, aunque tampoco hizo nada censurable: creó un personaje adecuadamente variado, pero dentro de lo previsible. Da la sensación de que no tiene madura su visión de Mime, y de que vocalmente le falta cierta imaginación, o maestría, para buscar un camino que pueda otorgar originalidad a un personaje tan negativo, interesante y ubicuo, un protagonista a la altura de Siegfried y a la vez su reverso. Es probable que sus movimientos escénicos no contribuyeran a destacar su naturaleza irónica, taimada y contradictoria, en mi opinión aspectos muy interesantes perfectamente reflejados en la partitura; de hecho, se incidió en su parte bobalicona, lo que en este caso no supuso ningún favor.
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