Rumanía
De buena familia
Maruxa Baliñas

Dentro de la serie de recitales y conciertos de cámara del Festival Enescu se incluyeron algunos más orquestales que camerísticos, como los de la Orquesta Filarmónica Checa que comentó Alfredo López-Vivié, o este de la Philharmonia Orchestra londinense, bajo la dirección de Ashkenazy, ya no sólo porque las obras entraran dentro del apartado de música sinfónica, sino porque la voluntad sonora era netamente orquestal e incluso grandiosa (la Philharmonía salió a escena con ocho violonchelos y ocho contrabajos).
De hecho, existía incluso una cierta similitud entre este concierto y el que ofrecieron a las 19.30 de ese mismo día, y en el ciclo de grandes orquestas, la Filarmónica de la Scala y Chailly, con un programa centrado en el Concierto para violín de Chaicovsqui y otra sinfonía shostakovichiana, la nº 12 op. 112, conocida como “Año 1917”. Dos conciertos para violín, dos sinfonías de Shostakovich. Lógicamente no hubo un triunfador y un perdedor, pero sí una interesante competencia.
La carrera de Ashkenazy (Gorki, URSS, 1937) como pianista oscurece en cierta medida la de director, pero ambas son dos partes de una misma dedicación musical. Además la visión de Ashkenazy de la música soviética es muy interesante, porque como ha declarado en entrevistas, él no vivió demasiado la URSS, tenía 26 años cuando se trasladó a Europa Occidental (Gran Bretaña, Islandia, Suiza) y fue casi después de caer el Muro de Berlín cuando realmente descubrió su país. Tiene sin embargo muy claro que Shostakovich no fue ni un colaborador ni un resistente, sino simplemente una persona que mediante la sátira, lo grotesto o lo aparentemente sencillo mostró la tragedia del individuo dentro del totalitarismo, y que su música no habla estrictamente de sí mismo, sino de cualquiera que viva inmerso en ese entorno opresivo.
Su impresionante versión de la Décima sinfonía mostró esta mezcla de ironía y desgana en el primer movimiento, y en general en toda la sinfonía. En el segundo tiempo impuso una velocidad relativamente ágil, pero sin perder la flexibilidad del tempo y un ritmo férreo al mismo tiempo. Fue seguramente uno de los mejores momentos de la noche, sobre todo en los momentos más fuertes, donde Ashkenazy bordeó la saturación del sonido. También planteó muy bien el final de la sinfonía, preparándolo con antelación e introduciendo cada novedad melódica o rítmica con mesura pero con decisión.
Michael Barenboim, que no me había convencido mucho en la anterior ocasión que lo había escuchado hace ya años, me impresionó muy favorablemente. Tiene una afinación impecable, buen gusto, y conoce bien el Concierto para violín op. 19 de Prokofiev. Pero además lo planteó con una gran coherencia y fue capaz de trasmitir su concepto, de modo que una obra que a priori no es fácil de escuchar sonó con tanta naturalidad como el Concierto para violín de Chaicovsqui que ofreció David Garrett esa misma noche. A esto se sumó el precioso sonido de la Philharmonia Orchestra y Ashkenazy, quien optó por un acompañamiento más bien tenue y suave, permitiendo el lucimiento del solista. A destacar el último movimiento donde los desajustes armónicos entre solista y orquesta que propone Prokofiev se hicieron con todo mimo.
El público aplaudió generosamente a Barenboim y este eligió una doble propina nuevamente exigente en el aspecto técnico, pero al tiempo muy lucida y con un aire cíngaro muy apropiado en un festival dedicado a Enescu: dos de los Caprichos op. 1 de Paganini.
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