Reino Unido
Melodrama y megadrama
Agustín Blanco Bazán

Creo que, como en el caso de Guillermo Tell, una versión escénica de Semiramide debería empezar sin esa obertura descomunal que inmediatamente distrae la atención de todo lo que sigue. Porque en el caso de Semiramide lo que sigue es un inolvidable refrito abarcador de un extenso período de cambio, con números que como la cabaletta de Arsace evocan la acrobática brillantez de coloraturas a lo Tancredi e incluso tonalidades de Cenerentola y monólogos que anticipan al mejor Verdi (Azur: “deh! ti ferma”). Pena que la narrativa teatral sea un deshilvanado pelmazo, porque, musicalmente hablando, Semiramide no tiene desperdicio. Solo se trata de abandonar cualquier pretensión de entenderla como unidad dramática coherente para concentrarse en las arias, dúos o conjuntos por separado. Es entonces que podemos apreciar la convicción y coherencia de cada número como expresión de canto, poesía y alma. Es algo parecido a una colección de cameos sin relación entre ellos pero cada uno con robusto valor estético.
Mi pedantería de ansiar una Semiramide sin obertura fue por supuesto ignorada por el Covent Garden en ésta, su primera versión escénica de Semiramide en 120 años. ¡Así que empecemos con la obertura! Antonio Pappano la dirigió correctamente, con moderada expresividad pero sin la intensidad de articulación y variaciones de tiempo y dinámicas con que otros directores hacen saltar al espectador de la butaca. Las secciones de crescendo comenzaron demasiado rápido y fueron marcadas tímidamente para culminar con climax demasiado contenidos. Y faltó brillantez de color en la orquesta de la casa, un problema éste que últimamente se ha venido haciendo cada vez mas perceptible, con otros directores y en otras obras. El resto fue correcta y sensiblemente dirigido, y por supuesto que satisfactorio y suficiente para apreciar la riqueza de detalle de la partitura. Pero en general debería haber habido mayor contundencia en el squillo entendido éste en el mas amplio sentido de la palabra, o sea como ese enfático marcado a partir del cual se articula la arrolladora proyección rossiniana.
En el rol protagónico Joyce DiDonato reafirmó un virtuosismo articulado con suprema exactitud y también Daniela Barcellona brilló con un Arsace antológico en el control de las acciacaturas. Ambas cantaron con timbre más cálido que incisivo. Lawrence Brownlee interpretó un Idreno excepcional por su claridad de dicción y su colocación de sobreagudos y Jacquelyn Stucker se lució como una Azema de refinada expresión lírica. Michele Pertusi empezó con un Azur tan titubeante que durante el intervalo algunos nos preguntamos cómo haría para confrontarse con los decisivos momentos de bravura del segundo acto. La respuesta: antes de comenzar este último apareció el director artístico de la casa para anunciar que “se lo habían llevado enfermo”, traducción ésta literal de “he has been taken ill”, un eufemismo que siempre me hace sentir como si tuvieran que sacar a alguien en ambulancia. En su lugar saltó al ruedo el valeroso Mirco Palazzi, en Londres para cantar Raimondo en Lucia y solo semanas después este rol rossiniano en las últimas funciones. Su interpretación fue espléndida por la morbideza y el mordente de su fraseo y seguridad de legato.
Lejos de amilanarse frente a este bodrio de acción teatral, el experimentado David Alden decidió tomar el toro por las astas acometiendo con una regie audaz e interesante: nada de jardines colgantes o cursilerías babilónicas sino todo lo contrario, a saber, un país totalitario, una especie de mezcla entre una república centro-asiática y Corea del Norte. Sí, como lo leen, un estado obsesivamente totalitario donde el difunto Nino es un gran líder con una enorme estatua y brazo levantado. Los severos paneles que enmarcan la escena contienen cuadros de Nino, Semiramide y el hijo desaparecido con típico fondo de lagos y montañas de serenidad oriental. El excelente coro de la casa transitó como una risueña manada de autómatas con libritos del líder en mano.
El contraste entre la voluptuosidad de la partitura y la aridez del decorado posibilitó una intensa regie de personas con algunos momentos geniales. En el primer acto el fantasma de Nino sale de un típico féretro de líder comunista y, aquí una de las genialidades, no vuelve a él sino que desaparece entre el coro horrorizado, creando así una sensación de inquietud y zozobra durante el resto de la obra: se ha convertido en una especie de monstruo que sabemos merodea por allí sin que lo veamos para lanzar zarpazos de venganza desde la oscuridad. Y gracias a Alden, la ridiculísima escena en que Semiramide recibe de Arbace la noticia que no puede casarse con él porque es su hijo pasa a ser una obra maestra de dramaturgia edípica: una Semiramide en paños menores negros comienza haciéndole cosquillitas en el cuello a Arbace mientras le ordena que se case con ella y…¡vieran el horror con que recula cuando se entera del parentesco! Ambos cantan el segundo gran dúo queriendo tocarse, sin atinar a ello, pero ¡qué ternura de miradas y qué expresividad la de esas manos que temen arrojarse para estrechar un abrazo! El erotismo y la violencia se han transformado en un conmovedor dúo de amor filial. En la negrura de la escena final el hijo termina sacrificando a una madre que cuando se vuelve a iluminar la escena muere aclamándolo con extática gesticulación.
“¡Ay, qué bonita, pero qué larga!” decían algunos en el guardarropa luego de la función. Pero creo que valió la pena salir cansado luego de recorrer este laberinto melodramático tan confuso como vibrante en su vitalidad musical.
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