Ópera y Teatro musical

Tosca: E lucevan le stelle

Enrique Sacau
viernes, 2 de febrero de 2018
Tosca. Cartel del Teatro Constanzi, 1900 © Wikipedia Tosca. Cartel del Teatro Constanzi, 1900 © Wikipedia
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Tosca: dos representaciones, dos producciones, dos repartos, dos teatros y dos continentes en tres días. Cuando accedí a escribir este artículo sobre dos Toscas, en Nueva York con Sonya Yoncheva (n. 1981) y en Londres con Angela Gheorghiu (n. 1965), lo hice pensando en comparar las sopranos y hacer alguna referencia a sus famosos compañeros de reparto. Y así lo haré, si bien con temor a y cierta vergüenza de comportarme como el pérfido Beckmesser, por lo que voy a pedir disculpas de antemano. 

Como el personaje de Maestros cantores podría yo perderme en el detalle y pontificar sobre lo que está bien y lo que está mal. Si respiraron demasiado aquí o poco allá; si faltó o no fuerza en tal momento; si aquella frase que es mi obsesión particular fue cantada del modo justo. Dice con razón nuestro editor, Xoán M. Carreira, que la ópera no es una afición cultural sino una manía.

Pero quizás lo que más me urge decir, y lo que escribo con una irreprimible sonrisa, es que la primera división de la ópera goza de buena salud. La nostalgia que aqueja a muchos aficionados se fundamenta en dos falacias. La primera es comparar toda la historia de la ópera con la última temporada. La frase “antes sí que había tenores” que mete en el mismo saco a Caruso, Gigli y todos los demás hasta Domingo adolece de falta de honestidad intelectual: puede que haya décadas mejores para esta o aquella cuerda vocal pero el declive en términos absolutos no se ha producido. 

La segunda es que los aficionados cambian: el enorme efecto que pudo hacernos una representación hace 20 años podría no repetirse hoy. Naturalmente vamos adquiriendo muchos más puntos de comparación y somos, triste reconocer este síntoma de envejecimiento, menos impresionables, quizás más insensibles. Pensando en lo visto en los últimos doce meses, al menos cuatro representaciones han sido antológicas: o sea, tan buenas como las mejores que uno pueda imaginar.

Y si, son doce meses de ir a buenos teatros, que siempre ayuda, pero cuando los nostálgicos hablan del pasado no suelen referirse a teatros de tercera: se quejan de que ya no hay Tebaldis y se equivocan. Estas Toscas, y podría añadir la que vi a Adrianne Pieczonka (n. 1963) en octubre, me mandan a casa optimista y con ganas de más. Y ahora sí, dejamos que hable Beckmesser. 

Gheorghiu debutó el papel en Londres en 2006. Casi no asistió a los ensayos y, según fuentes de fiabilidad indiscutible, 20 minutos antes del estreno estaba literalmente temblando de miedo. Fue el principio del fin de su relación con Covent Garden y Antonio Pappano. Nunca el apuntador tuvo tanto trabajo. Yo fui a la tercera función y resultó bastante bien, sino memorable: nada comparado con el tedio de la prima, me cuentan. En 2009 volvió y esta vez ya se sabía el papel: cantó una Tosca memorable, así es que volví este 24 de enero a Covent Garden.

De las 13 funciones programadas solo se llenaron las de Gheorghiu y no es de extrañar. La voz está intacta y su caracterización del personaje es muy de contrastes: sus celos del acto primero son parte de un juego amoroso y no se percibe enojo sincero. La transformación en el acto segundo es brutal: el destino, podría decirse, no deja escapatoria a esta mujer inocente y en ese momento, ciega de ira, apuñala, grita y se desquita. Su Tosca es lírica pura y la falta de peso dramático en los graves (que los hace menos audibles) funciona casi como parte del personaje: la Tosca de Gheorghiu es una pija y la muerte de Scarpia es un desafortunado accidente. Intenta gritar y no sabe. 

Esta caracterización de Tosca es en línea con lo que nos cuentan las excelentes las notas al programa de Carolyn Abbate y Roger Parker para el MET. Nos explican que las dos novedades de Tosca en su estreno fueron los sonidos extraños al mundo de la ópera (cencerros, disparos de cañón y fusil, campanas de iglesia, etc.) y la transformación vocal de la protagonista. El contraste entre “Vissi d’arte” y la escena del apuñalamiento a gritos de Scarpia desestabiliza la música y al personaje. Gheorghiu nos sirve este plato como nadie y vuelve, en el acto tercero, a su inocencia original.  

Yoncheva, a quien vi el 27 de enero en el MET, es agresiva desde el principio. Vocalmente le funciona todo: al final da la sensación de que podría volver a empezar  la ópera sin problema. Tiene 16 años menos que Gheorghiu y se notó en el tempo de su “Vissi d’arte”, más lento y sobrado de aire y volumen que el de la rumana. De hecho, con una voz de color uniforme, Yoncheva recurrió a menudo a la lentitud para lograr efecto dramático. Gheorghiu prefirió los filati, buscó la fragilidad y se benefició de un timbre que es de natural lacrimógeno y tremolante. Ambas intachables, ambas muy distintas: vulnerable Gheorghiu y fuerte Yoncheva, que muestra su cabreo mayúsculo ya desde la escena de los celos. 

Dos tenores enormemente distintos las acompañaron y, si bien ninguno es santo de mi devoción, pocos reproches pueden hacerse. Con Yoncheva, Vittorio Grigolo cantó el primer acto con un arrojo que me hizo reconsiderar algo que escribí en estas páginas hace dos semanas: que no debería ser un habitual de los teatros de primera división. Si cantase siempre así, sin duda se merecería estar. Después de un “Recondita armonia” lleno de esperanza, frases largas y afinación segura, volvió a su tendencia a arruinar cada frase cambiando de dinámica en cada sílaba. Lástima. 

Creyendo que así crece el efecto dramático, Grigolo canta una nota en forte seguida de otra en piano y de nuevo forte y así todo el rato. Si es así como introduce lágrimas en la voz, lo hace a costa de que se le oiga. A mí me provoca risa, honestamente. Entiendo que ha pasado el tiempo de la Guerra Fría, del cantante machote que no llora y que Grigolo quiera un puesto en el podio de los tenores metrosexuales (cada época tiene su forma de cantar) pero no es la suya la mejor manera de conseguirlo. Como no lo es alargar tanto las frases del “Lucevan le stelle” a costa de arruinar la tensión del fraseo. 

Joseph Calleja en Londres fue todo lo contrario al tenor metrosexual. No intenta ser sutil y no lo es. Canta casi todo en forte y casi todo bien. Uno querría algo de la flexibilidad dinámica y de tempi de las que abusa Grigolo, pero no hay manera. Lo que hay en abundancia es chorro, volumen que te resuena en el pecho y la sensación de que es una forma de cantar un poco de otro tiempo. Alguien ha dicho que es como Mario del Monaco pero más fiable, con menos problemas. Suena cierto, pero no habiendo visto a Del Mónaco en vivo no me atrevo a comentar: los discos son todo trampa. En este caso también me quedo con Londres si bien no puedo declararme emocionado.

No hay partido entre los Scarpia. Željko Lučić tiene una voz sin interés, con un timbre mate y tiende al alarido. Como actor es también bastante del montón: gustan en Nueva York este tipo de barítonos que pueden llenar de sonido el enorme Metropolitan y tuvo éxito con el público. Por contraste, Gerald Finley en Covent Garden fue un Scarpia sutil. Dado que el Scarpia de moda es Bryn Terfel, escénicamente aterrador pero con una voz hoy en día estridente y destemplada, es normal que la elegancia de Finley tenga menos seguidores. Pero el “ebben?” con el que da un ultimátum a Tosca (tu cuerpo o la sangre de Mario) es un gran ejemplo de cómo enfoca el personaje. Cantó todo bien: su Scarpia no es un psicópata ni un Drácula sino un hombre poderoso, corrupto acostumbrado a que las cosas se hagan a su modo. Como apunta el famoso dicho, “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. 

Ambos directores de orquesta, Emmanuel Villaume en Nueva York y Dan Ettinger en Londres, fueron de menos a más. Atentos a las necesidades de los cantantes y líricos cuando tocaba hicieron un buen trabajo, si bien no particularmente memorable. Mostró mucho oficio Villaume al acompañar al caprichoso Grigolo y al esperar por Yoncheva en el acto segundo en el que la soprano se olvidó de cantar “Ma libero all’istante lo voglio”. ¡Un momento de tensión!

Las producciones escénicas gestionan con dignidad las pocas oportunidades de experimentar que ofrece Tosca: ambas son de iglesia, palacio y Castel Sant’Angelo. No intentaron nada más y se echa de menos un poco más de imaginación. En Londres la Tosca de Jonathan Kent, creada para Gheorghiu en 2006, juega con la idea de Scarpia como director de teatro al que se le va el drama de las manos: parece dirigir la tortura a Mario y aplaude a Tosca después de “Vissi d’arte”. En el acto tercero no se sabe si Mario se da cuenta que no tiene esperanzas de sobrevivir. La nueva producción de David McVicar para el MET tampoco se mete en arenas movedizas con la relación entre Tosca y Scarpia. Hay una escuela mayoritaria en la que ella lo odia y punto, mientras que otros directores escénicos han querido mostrarla de algún modo fascinada por el jefe de la policía romana. Es curioso el cambio entre la producción que hizo para la English National Opera y ésta de Nueva York. En la de Londres Tosca acaricia los genitales de Scarpia cuando éste yace muerto mientras que en Nueva York no hay ambigüedad de sentimientos. El Mario de McVicar entiende perfectamente que Tosca ha sido engañada y que va a ser fusilado de verdad. Esto propició el momento mejor de Grigolo. Cuando Tosca lo informa de la ejecución simulada y canta “liberi!” llena de esperanza él responde con un hilo de voz y enorme desesperación.

Ha sido un privilegio ver estas Toscas y tengo aún mejores noticias. Según me cuentan, la del MET, que fue sobresaliente, no contaba con ninguno de los miembros del reparto originalmente previsto. O sea, lo que vimos no era el sueño del gerente sino lo que lograron organizar una vez que cancelaron Jonas Kaufmann y Bryn Terfel, “dimitieron” a Kristine Opolais (lo que provocó la dimisión de su marido, el director de orquesta Andris Nelsons) y prescindieron de James Levine por causa del escándalo sexual en el que anda metido. ¡Vaya culebrón!

Vayan a la ópera. Vivimos años dorados. Y dejen en casa la pizarra y la tiza de Beckmesser. Y si la llevan, como hago yo inevitablemente, no dejen que el foco en los detalles problemáticos les nuble el disfrute de lo muchísimo que funciona a las mil maravillas. 

 

 
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