España - Galicia
Miniaturas y granduras
Paco Yáñez

Curiosa situación, la vivida los primeros días de febrero en los auditorios de las orquestas profesionales gallegas: mientras que en Santiago de Compostela la Real Filharmonía se reforzaba para interpretar partituras de Richard Wagner, Aleksandr Scriabin y Claude Debussy; en A Coruña, la Orquesta Sinfónica de Galicia menguaba su plantilla para afrontar la primera parte del concierto que hoy reseñamos, disponiendo un número de músicos sobre el escenario similar al que en el Auditorio de Galicia había dado cuenta, aún con tal ampliación de efectivos, de reducciones (a cargo de Iain Farrington y Joám Trilho) de las partituras originales programadas. Sin embargo, y a pesar del engrose de la una y del adelgazamiento de la otra, el ADN orquestal de ambas formaciones marca sobremanera su sonido y presencia; e, incluso con una cantidad de instrumentistas menor, la OSG adquiere, hoy por hoy, una proyección mucho más sólida, robusta y expansiva, con una personalidad de mayor enjundia y firmeza; algo de lo cual el undécimo concierto de su temporada de abono 2017-2018 fue un buen ejemplo...
...y lo fue ya desde la primera de sus tres partituras: unas Four Iberian Miniatures (2014) de Francisco Coll (Valencia, 1985) que se escuchaban por primera vez en España, mostrándonos una cara del compositor muy distinta con respecto al estreno del que dimos cuenta en Mundoclasico.com el pasado mes de abril, cuando en el marco de la 56 Semana de Música Religiosa de Cuenca el Cuarteto Casals dio a conocer Cantos (2017), una página que entonces califiqué de espiritual e introspectiva, en una línea neomística de inspiración pärtiana, pero de factura estilística muy pobre, sin apenas sustancia artística. Las Four Iberian Miniatures resultan más gratificantes e inventivas, aunque no eludan el caer en un folclorismo rimbombante, dibujando una tarjeta postal costumbrista con la que pasear una españolidad racial y posmoderna por los auditorios del mundo. En esa posmodernidad tiene una crucial influencia Thomas Adès, mentor de Francisco Coll; siendo, de hecho, el compositor británico quien dirigió el estreno de la versión para violín y orquesta de estas piezas (pues existen unas Four Iberian Miniatures para violín y piano, compuestas entre los años 2012 y 2013).
La versión dirigida esta noche por el norteamericano Eugene Tzigane ha incidido en esa posmodernidad de la partitura, así como en una mirada a lo español (más que a lo ibérico) desde fuera, como si ese «Tzigane» que lo nombra hiciese recaer sobre su batuta improntas ravelianas derivadas de la página homónima para violín y orquesta del año 1924. También del Ravel de La Valse (1919-20) parece haber aprehendido Eugene Tzigane un manejo muy acusado de los contratiempos que ha proyectado sobre estas Four Iberian Miniatures, reforzando su visión expresionista y un tanto mecanizada de los temas sureños que dibujan el folclorismo hispánico con el que Coll juega, palmeos flamencos incluidos en la orquesta. Pero si un proceso musical ha incidido esta noche en el posmodernismo desde el que Tzigane ha expuesto la partitura, éste ha sido el de la deconstrucción a la que su batuta ha sometido los sucesivos motivos que conforman la página, de un modo más analítico y diseccionado que la más compacta y unitaria versión que en Youtube podemos escuchar al propio Thomas Adès dirigiendo a la Britten Sinfonia (en toma del 15 de agosto de 2016, dentro de los Proms londinenses). Si la versión de Adès es más torrencial y colorida, la de Tzigane y la OSG es más moderna y camerística, acercándose a páginas de corte más contemporáneo en el catálogo de Coll como Liquid symmetries (2013) o Piedras (2009), por lo que la lectura herculina, aunque menos directa y cautivadora para el oído en un primer momento, me ha parecido estructural y estilísticamente más interesante, revelando los elementos de la partitura que diversifican su paleta tímbrica, así como su hibridación de elementos disonantes y melodías reconceptualizadas (siempre dentro de una actualidad que, en lo referido al posmodernismo, es ya historia).
Ahora bien, no por incidir en ese proceso de deconstrucción motívica la lectura de la OSG ha carecido de ímpetu y color, especialmente en la primera y cuarta miniaturas, más festivas y vibrantes, en las que Tzigane ha acusado la proliferación de contratiempos entre las distintas familias orquestales, convirtiendo a la formación coruñesa en un mecanismo de relojería (otro muy distinto escucharíamos al final del concierto, en la partitura shostakoviana). Por el contrario, las dos miniaturas centrales han sonado recogidas y oscuras, destacadamente la segunda, nacida desde el violín de una excelsa Chloë Hanslip cuyo instrumento adquirió aquí el nocturnal color de una viola. Si en la antes mencionada versión de los Proms Augustin Hadelich atacaba un violín muy expansivo y brillante, Hanslip desgrana más matices y estados de ánimo en su instrumento, con un cantabile más cálido y mediterráneo, rehuyendo lo más efectista de los muchos clichés que Coll parchea en una partitura que, en todo caso, y más allá de preferencias personales de orden estilístico, está bien escrita y muestra un dominio del medio por parte del valenciano muy accesible para el público: típico ejemplo del know-how británico en el ámbito orquestal que tanto debe a Adès como al propio Benjamin Britten, compositor cuya música escucharíamos de inmediato. Parejo ambiente, desde el que nació una tercera miniatura nuevamente sombría en sus primeros compases, con Chloë Hanslip inmersa en un bello dúo con Ludmila Orlova al piano, diálogo a partir de cual Tzigane fue ampliando la construcción camerística de la partitura, apoyado en una muy notable Orquesta Sinfónica de Galicia a lo largo de toda la página, rubricando un comienzo de concierto que, interpretativamente, preludió la buena noche de música hoy gozada.
Con prácticamente los mismos protagonistas sobre el escenario, realizados los cambios de instrumentación pertinentes, disfrutamos de una de las más bellas páginas en el catálogo orquestal del compositor británico Benjamin Britten (Lowestoft, 1913 - Aldeburgh, 1976), su Concierto para violín opus 15 (1938-39, rev. 1950/54/65). Mis anteriores experiencias con Britten sobre los atriles de la OSG, que se remontan a finales del pasado siglo, con la Sinfonia da Requiem opus 20 (1939-40), siempre habían sido muy positivas, por lo que las expectativas eran elevadas y he de decir que no se han visto defraudadas, al contrario, convirtiéndose este opus 15 en la lectura globalmente más satisfactoria del concierto, por más que las dos restantes páginas se hayan ofrecido a un altísimo nivel.
Pero lo cierto es que esta noche, simplemente con escuchar el mimo que José Belmonte puso en los compases de apertura del Concierto para violín, resultaba inmediatamente perceptible que estábamos ante una versión muy cuidada y precisa, dada la claridad con la que en el timbal dibujó la célula rítmica que compacta la partitura, perfectamente graduada a nivel dinámico: proceso que Chloë Hanslip espejeó igualmente en su primera entrada, con un cuidado exquisito y una afinación inmaculada que ha contagiado a la OSG, orquesta que hoy destacó por un lirismo tan poco frecuente en esta formación, con gran calidez en el fraseo y una contención que se agradece en Britten, rehuyendo un desbordamiento emocional que podría devenir almibarado, afectando en exceso la partitura. Ello ha propiciado, además, que tanto orquesta como director hayan arropado perfectamente a la solista, confiriéndole todo el protagonismo que precisa, con un violín capaz de llenar (esta vez sí: intérprete de gran sonido que es) el problemático espacio acústico del Palacio de la Ópera. Los diálogos entre Hanslip y los músicos han sonado exquisitos, ya fuera tejiendo puentes tímbricos, ya estableciendo patrones rítmicos compartidos, como el que ha unido a José Trigueros en la caja y a la violinista británica: de perfecta sincronía y complicidad, reforzada visualmente por el escorzo de la solista hacia el atril del percusionista para ajustar su métrica, acoplándose, así, con gran precisión en un diálogo orquestal de respiración unitaria. Bellísimo, igualmente, el final del primer movimiento, con un sonido en Hanslip marcado por la delicadeza del sul ponticello, así como por un flautando que, unido al sutil pizzicato de la OSG, rubricó de forma plenamente poética un 'Moderato con moto' sobresaliente.
El 'Vivace' lo ha apurado Tzigane de forma más decididamente enfática desde su comienzo, vigorizando el pulso rítmico compartido y confiando en los músicos de la OSG a la hora de exponer su compases más despojados. Entre ellos ha destacado, por su extrañeza tímbrica en el seno de este opus 15, así como por su gran simbolismo, un trío de flautines y tuba esta noche mistérico y amenazador, reforzando esa lectura en clave histórica del Concierto para violín como una elegía por la República Española (con su paralela denuncia contra el infame generalísimo). Así -como señala Maruxa Baliñas en sus notas-, la tuba volvería a asumir ese rol que en la música del entonces expatriado Britten se asociaba a los malos augurios y a las más funestas noticias; aquí, las de la «tragedia española». El siempre excelso Jesper Boile Nielsen se ha convertido en esa sombra diabólica y amenazadora, con una sonoridad cavernosa y trágica, plena de sentido dramatúrgico. Su tuba sería, asimismo, cénit del gran crescendo subsiguiente, tan bien graduado en su tensión progresivamente acumulada hacia un clímax acongojante que no ha hecho más que apuntalar la lectura historiográfica de este 'Vivace', especialmente por la confrontación en escena entre los dos grandes bloques de metal grave, por un lado, y de unas magníficas trompas, por el otro: uno de los pasajes más rotundos y feroces en la lectura de la OSG. Los compases finales del segundo movimiento, ya inmersos en su apabullante cadencia para violín solo, han sonado, de nuevo, con una belleza subyugante, mostrando el refinadísimo dominio técnico de Chloë Hanslip (¡qué ataques con arco y paralelo pizzicato de su mano izquierda!), al tiempo que su clarividencia estructural, al hacer resonar con especial relieve ya no sólo los ecos de la célula germinal expuesta en el timbal de Belmonte, sino las distintas compresiones que realiza de unos motivos orquestales que hacen de su cadencia un artefacto constructivo de perfecta lógica, en el que la obra se comprime y prepara para dar paso, ininterrumpidamente, a la 'Passacaglia' final...
...en ésta, Eugene Tzigane ha primado, de nuevo, la claridad y el orden arquitectónico, destacadamente a través de la fuga, que arranca de unos metales en los que se recoge la tensión y la musicalidad emanada del fraseo de Hanslip en la inserción de su cadencia en el tercer movimiento, para ir sucesivamente entregando sus motivos a cuerda grave, violines, contrabajos (estupendos, toda la noche) y retornar a los metales en la trompeta de un John Aigi que en este concierto, excepción hecha de un par de deslices en la segunda parte del programa, ha sonado con una calidez poco habitual en el norteamericano. Comenzó, así, un último movimiento muy sombrío en sus primeros compases, descarnados y tristes, pero que entre solista y sección de violines han ido insuflando de aliento y color, con mayor espontaneidad en su marcha hacia el crescendo central: punto culminante en la dramaturgia de esta 'Passacaglia' que Tzigane conecta muy directamente con la Sinfonia da Requiem, por su ferocidad e implacable presencia de la muerte (y es que no sólo la contienda española gravita sobre este opus 15, sino la Segunda Guerra Mundial y todo el proceso de expatriación al que Britten fue sometido por su actitud decididamente antibelicista: precio -como muy bien nos recuerda Maruxa Baliñas- de su insobornable pacifismo). Si abrumadores y contundentes han sonado los metales y la percusión en el clímax del tercer movimiento, el final de la 'Passacaglia' ha revertido la escena acústica de su crescendo central para dejarnos un brote de luz y esperanza, con una rúbrica poética e hipnótica en la que la OSG se ha transubstanciado, de nuevo, en puro lirismo, acompañando a una Chloë Hanslip que me ha parecido una de las solistas de mejor técnica y más delicada musicalidad de cuantas he escuchado últimamente en el Palacio de la Ópera. Sin embargo, la respuesta del público coruñés a tan estupenda interpretación no fue, ni mucho menos, calurosa, y, quizás contagiados por el frío reinante en A Coruña este viernes 2 de febrero, los tímidos aplausos que hicieron salir en un par de ocasiones a la violinista británica no fueron suficientes para arrancarle una propina, lo que no quita el que algunos reconozcamos en su interpretación una calidad y una sabiduría para enmarcar.
Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo, 1906 - Moscú, 1975) es otro compositor que históricamente se le ha dado bien a la OSG. La interpretación, ya en la segunda parte del concierto, de la Sinfonía Nº15 en la mayor opus 141 (1971) añadió otro capítulo exitoso a esa prolija lista de partituras shostakovianas notablemente interpretadas por la formación herculina, una OSG cuya lectura se acercó más a las versiones occidentales de directores como Bernard Haitink o Sir Georg Solti que a las referencias rusas de los Kiril Kondrashin, Gennadi Rozhdéstvenski o Maxim Shostakóvich (qué gran Decimoquinta, la del hijo del compositor, para el sello Melodiya: fruto del detallado conocimiento de quien estrenó la partitura). En algunos momentos, como en un 'Adagio' hoy magníficamente servido, la batuta de Eugene Tzigane se ha acercado, incluso, a Kurt Sanderling (su registro del año 1991 con la Cleveland Orchestra continúa siendo mi versión de cabecera), por la morosidad de dicho movimiento y su paladeo de los graves presagios que subyacen a una página, en correspondencia con el momento vital que padecía Shostakóvich, transida de muerte (como lo había estado una Sinfonía Nº14 opus 135 (1969) dedicada, precisamente, a Benjamin Britten)...
...sin embargo, no fue el 'Allegretto' inicial presagio de muerte alguna, y sí un ejercicio de vitalidad muy incisivo desde su arranque en el glockenspiel de Alejandro Sanz. A tan enfático y ligero pulso, muy acertado para este primer movimiento, han contribuido de forma destacada los titulares en la percusión herculina: José Belmonte, Alejandro Sanz y José Trigueros, una de las secciones habitualmente más sólidas de la OSG, hoy muy bien secundados por los jóvenes refuerzos que requería la amplia percusión shostakoviana. También los metales han estado soberbios, con un sonido más seco y rusificado, pudiendo incluso alabar las sucesivas intervenciones de John Aigi en una trompeta marcadamente rossiniana, de ligero fraseo y buen comedimiento para lo habitual en un músico que, quizás por compartir ascendencia con Eugene Tzigane, se entendió particularmente bien con la batuta del director estadounidense nacido en Tokio de madre japonesa. Es éste al Aigi que nos gusta escuchar, sin estridencias ni un intento de proyectarse por encima de una sección de metal grave, de por sí, muy poderosa en la OSG. Incluso, hasta en este 'Allegretto' podría haber dado más rienda suelta a su trompeta sin que se desequilibrase el conjunto, dada la prevalencia que su instrumento adquiere en el primer movimiento sobre una orquesta en la que tan sólo a la cuerda se le podría haber pedido más carácter por secciones. Creo que no ha ayudado la concertino hoy sentada al frente de los primeros violines, una Carolina Kurkowski de notable técnica y refinamiento, pero cuyo sonido resulta escaso en esta sala, además de faltarle determinación para arrastrar tras de sí a una orquesta con el carácter (nada fácil ni flexible) de la OSG. Fue ésta una debilidad que se acusó en diversos momentos del opus 141 shostakoviano, además de en los solos de la violinista colombiana en el tercer movimiento. Con un poco más de diferenciación en las tesituras y en la personalidad de cada sección de cuerda en los temas fugados, se hubiese alcanzado la excelencia; pero, en todo caso, nos hemos quedado con una lectura muy notable de este 'Allegretto'.
Como antes avancé, el 'Adagio' fue llevado por Eugene Tzigane a unos presupuestos que lo aproximan a las lecturas de Kurt Sanderling, tan hondas y pausadas, ya desde un coro inicial en los metales de funestos presagios, con su pathos wagneriano; en manos de Tzigane, también con ecos de Músorgski por la rusticidad y el dramatismo de sus ataques. Dos primeros atriles de la OSG merecen ser aplaudidos sin reservas en este 'Adagio': Ruslana Prokopenko y Jon Etterbeek; sin duda, dos de los mejores músicos de la orquesta. La violonchelista ucraniana estuvo, literalmente, en estado de gracia en sus pasajes solistas, con una perfección técnica, una calidez en el fraseo y un tan acertado uso del vibrato, que casi pareció entonar un manifiesto en favor de este, ahora, tan denostado recurso expresivo en las cuerdas. Prokopenko conoce a la perfección la escuela rusa de violonchelo, que la ha formado a ella misma como intérprete, poniendo su poético legato al servicio de una melodía fúnebre de nuevas reminiscencias musorgskianas: verdadero canto y danza de la muerte (pena, en todo caso, que su primera entrada se viera damnificada por las continuas e insufribles toses que esta noche han conformado un sañudo coro en las butacas del Palacio de la Ópera. Como fuere que detrás de quien esta reseña escribe se sentaba la tos principal en semejante polifonía carrasposa, el disgusto y la perturbación lo eran por partida doble). Pese al cantabile que Prokopenko extendió al conjunto de la orquesta, unificadamente respirado, no escatimó Tzigane detalles a la hora de desentrañar este 'Adagio', incluido su gran clímax: soberbio, todo él demorado y paladeado en detalle hasta un final de pertinente calidez en las cuerdas, con especial mención para unos contrabajos hoy muy bien liderados por el finlandés Risto Vuolanne, aportando un sustrato cavernoso a los crepusculares presagios fúnebres del conjunto, de nuevo marcados por una insondable tristeza: parte de ese dualismo consustancial a la Decimoquinta sinfonía entre sus intentos de afirmar un impulso vivificante y sus ecos melancólicos: dicotomía perfectamente dibujada por Tzigane y la OSG, especialmente en los contrastes entre movimientos rápidos y lentos. De nuevo, magníficos metales, y, si bien John Aigi cometió aquí algunos deslices, ello se vio 'compensado' por la excelencia de un Etterbeek cuyo trombón expuso un sonido denso y sombrío perfectamente acorde con el carácter general de este 'Adagio', así como con las sucesivas intervenciones de Ruslana Prokopenko, rubricando un movimiento esta noche emocionalmente acongojante.
Tras semejante pesadumbre como la vivida en el 'Adagio', el subsiguiente 'Allegretto' resultó, por contraste (y dentro de la dinámica de alternancias antes señalada), muy vivo, con un sentido acusadamente camerístico en el que las maderas han llevado la voz cantante, ya desde la primera entrada de Steve Harriswangler en el fagot (otro de los músicos más destacables de la OSG). Ha sido éste el movimiento en el que Tzigane se ha desmarcado más de las lecturas rusas, sin mostrar la causticidad de un Rozhdéstvenski o la fina ironía de un Kondrashin. Su segundo 'Allegretto' transita, así, los paradigmas interpretativos de un Bernard Haitink en su registro de 1978 con la London Philharmonic, primando la ejecución técnica sobre el mensaje, la forma sobre el contenido, algo que nos deparó un ejercicio musical de gran virtuosismo, destacando aquí otro de los puntales de la OSG, el oboísta norteamericano Casey Hill, así como unos soberbios clarinetes. Nuevamente, los contrabajos pusieron lo mejor como sección en las cuerdas, con un gran fraseo y un firme pulso, siempre muy presentes, algo que no podría decir de Carolina Kurkowski, que volvió a sonar achicada en sus solos, sin carácter ni mordiente, por más que en digitación y delicadeza se antoje una violinista hecha a la medida de otros formatos, como la música de cámara (o de auditorios con mejor acústica que éste).
En otra oscilación en los cambios de ambiente construidos por Tzigane a lo largo del opus 141, llegamos a un 'Adagio' final expuesto con aplomo y gravedad por la OSG, ya como conjunto, ya por cada uno de sus músicos en los pasajes solistas; excelentes: Etterbeek, liderando a los trombones; Vuolanne, en el primer atril de contrabajos; así como un Belmonte en toda la sinfonía enfático y contundente a la par que cuidadoso en la gradación dinámica de sus timbales. Destacar, en las sucesivas repeticiones del tema fúnebre en los metales, a un Jesper Boile Nielsen cuya tuba aporta un registro grave de texturas suspendidas, dejando nueva constancia de la capacidad técnica de tan soberbio músico. En los fraseos de la cuerda, se permitió aquí Tzigane algunas licencias en cuanto a rubato: algo extraño en una versión, en general (y pese a esos ambientes contrastantes en los que incide), homogénea y expuesta en un solo trazo dentro de cada movimiento. Sin embargo, en este 'Adagio', frente a la demora inicial en el pizzicato de los contrabajos o a la solemnidad de los metales, los ecos de las danzas perdidas de la juventud, con su melancolía y luminosidad, llevaron al director norteamericano a acelerar el tempo, ya más vivificado hasta un tramo final en el que algo de mesura hubiese ayudado a crear un ambiente más propicio y una construcción estructuralmente más detallada, destacadamente en su gran clímax, un tanto apresurado, pues deberían acumularse las tensiones de un modo más trágico y lúgubre (al menos, desde una óptica sanderlingniana que creo idónea para este 'Adagio'). En ese crescendo hacia el clímax, de nuevo Carolina Kurkowski ha escaseado en presencia; mientras que, en el extremo contrario, la percusión ha estado soberbia, especialmente José Trigueros, que con su diminuendo ha conducido a toda la orquesta hacia un episódico rubato que en el fraseo de los contrabajos ha reexpuesto muy afortunadamente el clima inicial del movimiento, magníficamente secundado en su tono sombrío y en su pausado fraseo tanto por el fagot de Harriswangler como por la sección de violas: cruciales en un pasaje que anticipa la lobreguez de las partituras postreras de Shostakóvich: especialmente, sus desgarradores opus 144 y 147...
...y así fuimos alcanzando ese enigmático final de la Decimoquinta sinfonía, con su juego polifónico de percusiones que hay quien entiende como el tintineo de los cascabeles de un coche de caballos por las calles del San Petersburgo, o como los golpeos en los muros a través de los cuales los reos se comunicaban en las prisiones estalinistas (lectura típicamente revisionista y volkoviana a la que se suma, por ejemplo, Sir Simon Rattle). Para mí, este final del opus 141 establece una vinculación muy directa con pasajes rítmicos análogos de la Sinfonía Nº4 en do menor opus 43 (1935-36), tendiendo un puente entre la madurez del compositor y su partitura 'proscrita' en la juventud: una de sus creaciones más trascendentes y valiosas. Eugene Tzigane y los percusionistas de la OSG han desgranado ese mundo de tintineos, reverberaciones y ecos (sean musicales, políticos y/o personales) en una línea que diría soltiana (la del registro testamentario del húngaro en marzo de 1997 con la Sinfónica de Chicago), aunque, por su celeridad, no es menor la impronta de Kondrashin en su grabación de 1974 (para mí, igualmente apresurada en el final de este 'Adagio'). Aun así, y pese a que un tempo más lento hubiese creado otra atmósfera más propicia, Tzigane retomó el tono del 'Allegretto' inicial, haciendo girar la partitura circularmente sobre sí misma para dotarla de un brillo y un énfasis final que también posibilita intrínsecamente una Sinfonía Nº15 cuya interpretación ha gustado mucho esta noche, con la ovación más cerrada para una estupenda Ruslana Prokopenko, a pesar de la frialdad general que se respiraba en un Palacio de la Ópera que registró una entrada inferior a lo habitual (situación que viene siendo habitual cuando se repite el programa al día siguiente: un sábado en el que la media de edad desciende considerablemente en el patio de butacas, lo cual es de agradecer de cara al futuro).
Por último, señalar que mientras que la Sinfónica de Galicia tocaba en el Palacio de la Ópera con tan buenos resultados como los hasta aquí descritos, en la Philharmonie de la capital alemana el titular de la OSG, Dima Slobodeniouk, ponía precisamente sobre los atriles el también crepuscular Shostakóvich del opus 129 (junto con páginas de Jean Sibelius y Serguéi Prokofiev) en el segundo concierto de su debut al frente de la Berliner Philharmoniker: situación que, me consta, congratula a la orquesta gallega y al público herculino que a estas cuestiones atiende, aunque algunos de ellos teman que la creciente proyección internacional de Slobodeniouk pueda conducir su carrera, en fechas no muy lejanas, fuera de la propia OSG... El tiempo lo dirá; mientras, quedémonos con las buenas sensaciones de un gran concierto en A Coruña, así como con la excelente noticia del debut del director ruso al frente de la que, en mi opinión, es actualmente la mejor orquesta del mundo.
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