Alemania
Confrontaciones existenciales y vericuetos del amor
Juan Carlos Tellechea
Dos maravillosas curiosidades operísticas hemos tenido la ocasión de reverenciar en el Theater Duisburg: Il Pigmalione (1816), primera obra del joven Gaetano Donizetti, a la sazón de 19 años y estudiante de composición (con el padre Stanislao Mattei) en Bolonia; y Ariadna (1958), del compositor checo Bohuslav Martinů, escrita un año antes de su muerte. Las dos óperas han sido raramente representadas en las últimas décadas, a lo sumo se las ha podido escuchar en versiones concertantes como es el caso de Ariadna por la Deutsche Symphonie Orchester (DSO), de Berlín, dirigida por el británico (invitado) Martyn Brabbins, en 2015 en la Philharmonie, de la capital alemana. La DSO ha programado a partir del 1 de mayo próximo un ciclo dedicado a Martinů, dirigido por Sir Roger Norrington, durante el cual se ejecutarán las seis sinfonías (casi desconocidas) que compuso durante su exilio (perseguido por los nazis) en Estados Unidos.
¿Que duda cabe? El universo teatral, operístico, musical y de ballet de Alemania es tan rico, amplio, variado y tan inclinado a la experimentación que el nuevo gobierno democristiano-socialdemócrata de la canciller Angela Merkel ha solicitado ante la UNESCO que sea declarado, en su conjunto, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Una muestra más de este aserto es la presente producción que presenciamos bajo la régie del austríaco Volker Böhm (Il Pigmalione) y de la húngara (nacida en Rumania) Kinga Szilágyi (Ariadna), dos jóvenes asistentes de dirección de la Deutsche Oper am Rhein a los que se les ha dado la oportunidad de mostrar su talento bajo el programa Plattform Regie, puesto en marcha en esta casa durante la temporada 2015/2016, así como la dirección musical del finlandés Ville Enckelmann y del estadounidense Jesse Wong, ambos maestros repetidores de esta ópera.
Böhm y Szilágyi trabajaron por separado, pero ambos se decidieron coincidentemente por dos obras de un acto cada una, de diferentes épocas y estilos, que trataban además de temas mitológicos tan antiguos como el amor y sus misteriosos vericuetos, así como de las confrontaciones existenciales con el propio Yo.
Il Pigmalione
El escultor y misógino Pigmalión (extraordinaria voz, en los niveles más agudos y graves, así como excelente presencia escénica del tenor rumano Ovidiu Purcel, quien llevó a cuestas la parte más extensa e intensa de la pieza) se encuentra en medio de una crisis creativa, duda del amor y de sí mismo hasta que reconoce en su arte la imagen ideal de una mujer (Galatea, encarnada brillantemente por Lavinia Dames, aunque su intervención es muy breve) y pide a los dioses insuflarle vida a la estatua de mármol que ha creado.
La pieza de 40 minutos, inspirada en Las metamorfosis, de Ovidio (43 aC– 7 dC) y escrita por Donizetti entre el 15 de septiembre y el martes 1 de octubre (a las 2 de la madrugada) de 1816, según las crónicas de la época, permitía entrever ya el talento dramático de quien más tarde sería el gran maestro del Bel Canto con unas siete decenas de obras líricas en su haber. Böhm le agrega comparsas ((Markus Ganel, Maike Graf, Max Hytrek, Lara Kache, Simon Kaulhausen, Yale Sevis, Philipp Vorjohann) a la pieza, cinco de los 12 dioses olímpicos encabezados por Zeus y dos míticas estatuas vivientes, una de ellas dedicada al Minotauro. Las máscaras y atuendos (vestuario Guido Reinhold) nos trasponen al teatro clásico de la Antigua Grecia (escenografía Leif-Erik Heine). Por intercesión de Afrodita las divinidades acceden al ruego de Pigmalión. Éste ama a su criatura femenina, los dos llegan a ser muy felices como pareja, pero Galatea sigue siendo una estatua y al espectador le asalta la pregunta: ¿es esto amor verdadero o es un quererse a sí mismo a través de su propia obra? (¡¿Cualquier relación entre el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su mujer, Melania, es pura casualidad?!).
La ópera italiana ya conocía la materia, principalmente a través del veneciano Giambattista Cimador (1761 – 1805) que compusiera en 1790 una pieza en un acto (Pimmalione), estrenada el 26 de enero de aquel año en el Teatro San Samuele de Venecia, sobre la versión en italiano de la scéne lyrique Pygmalion (escrita en 1762 y estrenada en 1770), de Jean-Jacques Rousseau (1712 - 1778), realizada por Antonio Simeone Sografi.
Si bien Donizetti nunca más volvió a tocar el asunto (el estreno, un siglo y medio después, fue el 22 de junio de 1960 en el teatro que lleva su nombre, en su Bérgamo natal) la asombrosa calidad de la música está en crasa contradicción con la hipótesis, según la cual para él fue solamente un ejercicio y no otra cosa. Su sólida y segura técnica musical se basaba entonces en los clásicos vieneses (Christopf Willibald Gluck, Joseph Haydn y Wolfgang Amadé Mozart), aunque ya asomaban manifiestamente su estilo propio y su vena romántica.
El talento de Donizetti en el área del dramatismo se advierte en especial en la exactitud psicológica de los recitativos, frugalmente acompañados por la música, en la fluctuación entre la ansiedad, la excitación y la pulsión íntima; pero también en el ritornello en tres partes para flauta y cuerdas que acompaña la escena en la que Pigmalíón contempla la estatua y el susto que se lleva cuando aplica el cincel y de pronto se mueve el cuerpo por sí solo, expresado con grandes intervalos en la línea de canto y con improvisadas disonancias.
Muy precisa, ajustada a la partitura, pero al mismo tiempo con cierta soltura se desenvolvió la batuta de Enckelmann, formado en Estocolmo, al frente de la orquesta Duisburger Philharmoniker que sonaba con gran energía y acompañaba a la perfección a los cantantes. Ovaciones, aplausos, exclamaciones, rechiflas y todas las expresiones más modernas de aprobación imaginables cerraron esta primera parte de la velada, antes del intervalo de 25 minutos para permitir el cambio completo de los decorados y dar paso a la siguiente obra.
Ariadna
Esta preciosidad musical sobre la princesa cretense Ariadna (maravillosa la soprano Heidi Elisabeth Meier), su medio hermano el Minotauro (estupendo el bajo polaco Lukasz Konieczny) y el héroe ateniense Teseo (muy bien interpretado por el barítono lituano Laimonas Pautienius) la compuso Martinů en 1958 en tan solo cinco semanas, mientras descansaba de la que habría de ser su última ópera, La pasión griega, otra materia sumamente interesante, basada en la novela Cristo de nuevo crucificado (1948), de Nikos Kazantzakis. Muy convincentes en sus respectivos roles fueron asimismo las intervenciones vocales del tenor costarricense Luis Fernando Piedra (Burún/guardián) y de los jóvenes atenienses (el tenor cubano Bryan López González, el tenor británico Peter Aisher, el bajo-barítono australiano James Martin, el bajo alemán David Jerusalem y el bajo rumano Beniamin Pop).
Al estadounidense Jesse Wong, había que haberlo visto modelando con gran sensibilidad desde el foso a los Duisburger Philharmoniker e inspirando extraordinariamente bien a los cantantes sobre las tablas. Una labor por demás encomiable y creativa, allende del seguimiento estricto de una partitura. Martinů era un gran admirador de Maria Callas (1923-1977) y es muy probable que estuviera pensando en ella cuando creó el papel protagonista con sus innumerables y hermosísimas coloraturas.
La ópera, estrenada mundialmente el 2 de marzo de 1961 (dos años después de su muerte) en el Musiktheater im Revier, de Gelsenkirchen, adquiere aquí una dimensión profundamente psicológica y se apoya en formas estilísticas diversas, neoclacisismo, neobarroco, impresionismo, junto con elementos del jazz y del folclore bohemio.
El mito, según el cual Ariadna ayuda a su amado Teseo a vencer al monstruo que come carne humana, recibe aquí un nuevo enfoque. La lucha de Teseo con el Minotauro es una pugna consigo mismo, con su papel racional como héroe y sus sentimientos como amante. Al final vence el héroe (el super Yo) Ariadne queda sola y abandonada. La moderna escenografía (Leif-Erik Heine), el vestuario a tono (Ronja Reinhardt), la iluminación (Franz-Xaver Schaffer) y la coreografía (Michal Matys) se compaginaban exquisitamente con la historia.
Aquí también estamos ante una excelente puesta en escena de Kinga Szilágyi que le ha prestado luminosidad a esta trama algo surrealista, en la que Meier, formada en Múnich, debía digerir muy bien espiritual e intelectualmente a su personaje. La vimos incluso dar algunos exactos pasos de ballet en un sobrio número de danza que evocaba sublimadamente una tradición popular ancestral. Su aria final, con gran entrega, fue estremecedora (traducción aproximada: me queda de ti un día y una noche/ninguna sombra y ningún crepúsculo/respiro una vez más antes de dar todas mis fuerzas/antes de decirte adiós (…)/adiós mi querido Teseo...adiós). De buena gana la platea entera se hubiera postrado ante ella para venerarla, en señal de ferviente admiración. Pero el millar de espectadores optó de forma espontánea por ponerse de pie y aclamar eufóricamente a Meier y a todo el elenco durante prolongados minutos con estruendosos aplausos y gritos de ¡bravo, bravo, bravo!!! mientras el telón se abría y se cerraba en incontables oportunidades.
Comentarios