Alemania
La impaciencia es mala consejera
Juan Carlos Tellechea

La impaciencia es mala consejera, afirman los médicos; sube los niveles de estrés y adrenalina, una dolencia que sufren no pocos solistas. De ahí que casi siempre exijan entrar en primer término en un concierto. Así ocurrió también este domingo 27 de mayo con la pianista Hélène Grimaud y The Philadelphia Orchestra, dirigida por Yannick Nézet-Séguin en la velada organizada por Heinersdorff Konzert en la gran sala auditorio de la Tonhalle de Düsseldorf.
El espectáculo comenzó con una advertencia de parte de los organizadores. La orquesta, en su gira por Europa, ha visto interrumpidas sus presentaciones por protestas de espectadores contra su planeado viaje a Israel para tocar en Jerusalén, así que -previeron- incidentes no deseados de este tipo podrían repetirse aquí. A la entrada del edificio de la Tonhalle los asistentes habían sido registrados sopresivamente uno por uno a medida que llegaban al recinto (los hombres cacheados; las damas revisadas sus carteras) por personal de seguridad, algo absolutamente sin precedentes en este escenario. Nadie sabía de qué se trataba toda esta movilización y los empleados trataban de calmar al público afirmando que eran medidas introducidas desde hacía tiempo, pero que nunca habían sido implementadas hasta ahora. Dos agentes de paisano, traídos por la propia The Philadelphia Orchestra, fueron apostados a ambos extremos del escenario para prevenir cualquier anomalía, un hecho también también insólito por estos lares. Afortunadamente el programa de más de dos horas de duración concluyó sin contratiempos y la función fue cerrada, sin bises, con estruendosos aplausos, ovaciones y gritos de aprobación de la más que colmada platea.
En estos meses abundan en Alemania los recitales de piano ya que los concertistas integran en sus giras por el Viejo Continente la presencia en el Klavier-Festival Ruhr (19 de abril al 3 de julio), el más importante del mundo en su género. Tal es el caso de Grimaud que estaba programada en el marco de este evento para el 6 de junio en Wuppertal.
De las manos de Grimaud presenciamos esta tarde un hermosísimo concierto de Brahms (el número 1 en re menor, opus 15), en el que dió muestras de una técnica impecable, uniendo lirismo con, lo que se dice, mucha garra (por emplear un término futbolístico, tan de moda en estos días). El resultado fue una obra preciosa, seria con gran amor por el compositor alemán y a la que no se le escatimó ni un ápice de pasión, vehemencia y temperamento.
La música parecia ir sobre las olas. La orquesta prohijaba dulcemente a Grimaud que tocó el enérgico Maestoso con precisión, claridad y transparencia; el sosegado y recoleto Adagio con extraordinaria intensidad, delicadeza y sensibilidad; y el vibrante Rondo con perfecta digitación y gran agilidad. Hacía algún tiempo que no acudía a un concierto de Grimaud, quien luce muy bien repuesta, tras el cancer en la región abdominal que sufriera hace unos nueve años y que la llevó en ese entonces a interrumpir intempestivamente su ingente labor.
En la misma tonalidad re menor continuó la segunda parte del concierto con la Sinfonía número 4, opus 120 de Robert Schumann. El canadiense Yannick Nézet-Séguin nos hizo experimentar una versión muy vívida, fuerte y cuidada de la pieza al frente de la The Philadelphia Orchestra (fundada en 1900), no en vano una de las Big Five estadounidenses, junto a la New York Philharmonic, la Boston Symphony Orchestra, la Chicago Symphony Orchestra y la Cleveland Orchestra).
A la Orquesta de Filadelfia y a su nuevo director musical (hasta la temporada 2025/2026) se los ve muy felices en esta entrega, en esta consagración con gran elegancia, fascinación estética y perfecto funcionamiento sistemático. Nézet-Séguin sigue la tradición instaurada por siete batutas precedentes: Fritz Scheel (fundador), Karl Pohlig, Leopold Stokovski, Eugen Ormandy, Riccardo Muti, Wolfgang Sawallisch y Christoph Eschenbach. Es una enorme responsabilidad la que asume, pero a la vez él es quien dicta ahora el tempo, aunque sin traicionar a la partitura. Verlo sobre el podio es un todo un deleite. Uno intuye de antemano, por los giros de su torso, por los expresivos movimiento de manos, brazos y piernas, así como por sus elocuentes gestos faciales lo que los músicos van a tocar y cómo en cada una de las secciones de instrumentos.
Las cuerdas, en su fenomenal trabajo, confían al conjunto un acento tímbrico muy europeo; así en el Langsam - Lebhaft - Presto de Schumann, con pinceladas muy sensibles; una creación poética que pasa a ser muy dinámica, cuando es interpretada con tanto entusiasmo, fogosidad y gracia por la Philadelphia. Las maderas parecen transportarnos con la elegancia de una alfombra mágica a algún misterioso lugar del Oriente.
En el poema sinfónico dedicado al irresistible Don Juan, compuesto por Richard Strauss cuando contaba 24 años de edad, los vientos (metales) suenan como el rugido de motores de aviación muy bien afinados. Hay mucho colorido en la brillante ejecución de una obra que pretende desnudar psicológicamente al lascivo personaje de la pieza homónima e incompleta del poeta austríaco Nikolaus Lenau (inspirado en toda la tradición europea, desde Tirso de Molina, sobre esta figura literaria), impedido de concluirla al ser internado en un manicomio por desórdenes mentales. Notable asimismo la consagración del primer violín y de los oboes en sus respectivas intervenciones solísticas en una composición que mantiene en vilo a la platea hasta la coda final, cuando el héroe comprende por último que su combustible se ha agotado sin haber alcanzado nada en la vida.
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