Italia
En recuerdo de las leyes raciales italianas
Jorge Binaghi

Que a los ochenta años de esas leyes inmundas en Italia haya que recordarlas en los programas y carteles y, con caracteres rojos, dedicar la velada a Vittore Veneziani, el maestro de coro que tuvo que abandonar la Scala y que tras la guerra volvió, y a Erich Kleiber que se negó a dirigir en solidaridad con el represaliado, y también a abonados que perdieron sus abonos, dice mucho del estado de las cosas hoy, de la función de la Scala siempre y del valor no sólo musical de la única ópera de Beethoven.
De lo primero, mucho y malo, y no abundo en los últimos acontecimientos de dominio público; de la función de la Scala, siempre puntera en Italia y Milán no sólo por sus espectáculos sino por su compromiso con la cultura y el recuerdo de lo que muchas veces enajena u obstaculiza esa cultura (aunque lamento –pero comprendo- que nadie haya salido a decir nada desde el escenario al menos en esta primera representación). De Fidelio….¿qué decir? Es una obra que le costó al maestro, pero que insistió en ella. No es ‘redonda’, pero lleva la marca del genio. Y, más importante, cada vez que se la repone en según qué circunstancias (recuerdo la primera representación tras el final de la guerra en 1945, pero la última fue con la guerra de Iraq en Amsterdam), estremece ese largo coro final sobre la libertad y, más (en mi caso), la entrada de los presos en el primer acto, cuando vuelven a respirar –por un gesto de bondad humana- un poco de aire aunque el gobernador termine rápido con eso (porque hay fracasos y derrotas que son más importantes y menos sospechosos que algunos triunfos). Sólo con Don Carlo(s) y Fidelio (hay más) la ‘utilidad’ del género lírico siempre bajo sospecha de burgués o pequeñoburgués y anacrónico estaría más que justificada.
Había mucho público (cada vez noto más turistas en este teatro, como en otros; en sí mismo está bien. No lo está tanto que muchos parezcan más interesados en retratar la sala –y sobre todo retratarse en ella- que en lo que ocurre en el escenario y/o en el foso).
Chung dirigió de modo irreprochable, aunque personalmente habría deseado menos lentitud y más tensión en algunos momentos. La orquesta lo aprecia y le respondió espléndidamente. La elección de la Leonora número 3 como obertura de la ópera permitió oír un movimiento sinfónico fantástico, pero como ‘prólogo’ resultó un poco largo, pese a la infinidad de planos sonoros que se escucharon y se fueron repitiendo a lo largo de toda la obra.
El coro…Habría que dejar de escribir sobre este cuerpo de la Scala y su director, Casoni, porque significa sólo repetir loas a su excelencia. Pero sería injusto no prodigar un elogio tan merecido.
La puesta en escena de Warner, que volvió para montar de nuevo esta producción que se vio la última vez aquí, puede gustar más o menos por su modernidad y su exceso de guardianes circulando y tratando de propasarse con Marzelline (hoy mismo, en España, sería de una actualidad rabiosa, y está claro que la directora de escena busca , incluso con el ‘feísmo’ de decorados, lo oscuro de casi todos los trajes y la luz a veces enfermiza, hacer sentir al espectador que esto puede pasar hoy –y de hecho pasa), pero funciona bien y en particular su tratamiento del carcelero (que no es simplemente un bonachón ingenuo) y el déspota (que intenta , sin éxito por una vez –estamos en el teatro- reacomodarse en el sistema como si la cosa no fuera con él) es magnífico. También el de Jaquino y el de Marzelline, que al final no se reconcilia con la idea de que su ‘hombre’ es una mujer y se retira despechada. Los protagonistas son más bien tipos y aunque Leonora tiene más matices que Florestán aquí no hay mucha innovación posible. Menos aún con el esbozo de personaje que es el ministro Don Fernando que llega al final para poner las cosas en claro –en eso hemos retrocedido bastante.
Merbeth no fue la soprano inicialmente anunciada, pero nunca se supo ni el momento ni el motivo del cambio. Es una cantante profesional, muy correcta, se mueve bien, aunque carece de carisma y la voz es buena aunque no bonita, y, como muchas veces, aunque salió indemne de su aria y del primer acto, en el segundo se le oyeron agudos muy destemplados que por fortuna no generaron ninguna protesta como habría ocurrido si hubiese cantado algún título sentido como ‘propio’ por el temible gallinero, últimamente algo más domesticado.
Skelton tiene mucha voz, pero no siempre le sale o le sale bien… Tuvo momentos muy importantes y otros menos por la oscilación en la entonación y sonidos ahogados.
Pisaroni es un excelente cantante actor, pero su voz es demasiado clara y sin mucho volumen para el perverso Pizarro (no hacía falta recordar, como algunos, al Hotter de los años sesenta –este es el problema de los grandes teatros; Leonora era la Nilsson- para intuir que no es su tipo de papel).
Milling en cambio dio otra muestra rotunda de su excelencia en Rocco, y Piskorski hizo un muy eficaz Jaquino, con el que se lució mucho más que en uno de los roles menores del malhadado Fierabras. El ministro es un papel corto y difícil y siempre es difícil dar en la tecla: Gantner no lo hizo mal, pero tampoco muy bien.
Liebau hizo una Marzelline más aceptable que su Ännchen de la temporada pasada en el Freischütz. También porque el papel es más fácil y lo personifica con desparpajo adecuado. Pero el timbre sigue absolutamente carente de color y si la cantante es correcta pero monótona podríamos al menos variar de soubrette porque seguro que hay unas cuantas iguales y algunas mejores.
Hubo mucho aplauso para el maestro y bueno para los demás, pero no se prolongaron por demasiado tiempo.
Comentarios