Reino Unido
Un cenizo llamado Golaud
Agustín Blanco Bazán

Como proverbialmente ocurre con él, el regisseur Stephan Herheim eligió darnos una complicadísima lección de historia, política y sociología en la nueva puesta de Pelléas et Mélisande de Glyndebourne. Lo inusual fue que esta vez los personajes dejaron de ser títeres ejecutando teorías para actuar como personajes de carne, hueso y alma. Gracias a ello, esta ópera lánguida y neurótica fue vivificada como un gran experimento teatral.
¿Y que mejor para vivificarla que darle como marco teatral el gran salón de la casa señorial de Glyndebourne donde, en 1934, su propietario John Christie comenzó a “escenificar” esas veladas musicales que terminaron llevándolo a construir un teatro de ópera? Hasta hizo allí el primer cuadro del tercer acto de Maestros Cantores, con la ayuda de ese órgano imponente que en la producción de Herheim aporta el elemento de amanerada morbidez gótica esencial a la obra de Debussy. Durante el intervalo muchos se pasearon por el salón preguntándose que tenía que ver con Pelléas, sin pensar que, como en los sueños, también en ópera es posible escenificar asociaciones de imágenes y ansiedades que el subconsciente une sin necesidad de razonar alusiones personales. Mejor una casa concreta y reconocible por la audiencia, que ese reino estilo Boris Karloff elegido por otros registas para representar un mundo feudal a punto de consumirse en sí mismo.
En el centro del escenario yace al comienzo de la obra el cadáver de Pelléas frente a un Golaud que comienza a recordar cómo se transformó en Caín. Es un centro dramático que sirve también como la sorpresiva tramoya que nos insinúa las honduras del lago mítico donde Mélisande pierde primero su corona y después su anillo, y frente al cual Golaud amenaza a su hermano: todos los lagos el lago, podríamos decir, parafraseando a Cortázar. Como en ninguna otra logra en esta producción el real protagonista de la obra expresar la oscuridad radical de su psique. Se trata de un Caín-Joaquín Monegro que todo lo ansía y lo siente como si estuviera en el fondo de un lago del que no puede emerger. Hasta parece abusar a su propio hijo cuando le baja los pantalones en un gesto de frustración y furia al elevarlo para que espíe a los amantes.
El momento en que Golaud afrenta a Mélisande con una inesperada violencia física frente a toda su familia es escenificado como una cena que termina mal en esa mesa que ocupa el espacio central antes reservado para el catafalco y los lagos. Goloaud llega hasta ensangrentar con sus manos los ojos de un Pelléas y una Mélisande que sincronizan al perfección con la partitura para reproducir la riqueza cromática de ésta última como si se tratara de un ballet. Con ello alcanzan una luminosidad evasiva del mundo de su victimario.
Y sin embargo, el genial Christopher Purvis logra que terminemos sintiendo pena por este último. Cuando casi aúlla sus “Mélisande!, Mélisande!”, el Golaud de Purvis parece ahogarse finalmente en la negrura de su propia culpa, como lo hace la Lady Macbeth de Shostakovich.
La de Herheim es una puesta sin escapatoria, salvo al final, cuando esfumados todos los personajes de ese reino absurdo, el sol ilumina el gran salón mientras damas y caballeros de gala al estilo Festival de Glyndebourne entran para pasearse en él con esa mezcla de elegancia y frivolidad tan típica de ellos.
El director artístico del Festival Robin Ticciati dirigió una versión sensiblemente contorneada en diferenciación de color, y con un énfasis a la vez controlado e intenso. Christina Gansch cantó una Mélisande inquietante, exaltada y de excelente claridad de articulación idiomática. John Chest interpretó con cálida voz baritonal un Pélleas siempre azorado y confuso de encontrarse en medio de una realidad que le es totalmente ajena. Yniold estuvo a cargo de Chloé Briot, una soprano que confirmó la necesidad de evitar párvulos de voz blanca si es que se quiere poner este personaje a la altura de un drama tan inasible como intenso.
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