Francia
Esperando desde 1936
Jorge Binaghi

Los 350 años de la casa (aunque haya cambiado de salas) se festejan con una nutrida temporada que pretende saldar algunas deudas, por empezar en el repertorio francés. Para la fecha no podía faltar esta ‘gran opéra’ de Meyerbeer, que ingresaba por fin al repertorio del que faltaba desde 1936, con sus grandilocuencias, pero también con sus aciertos dramáticos y sus grandes momentos musicales. Ha demostrado, aunque no todo han sido aciertos, que puede y merece seguir viva, y eso ya es bastante. Pero no es mucho, ni todo. Empezando por lo que tanto gusta hoy, la puesta en escena, que ciertamente admite cambios o descontextualizaciones (sin ir más lejos, la muy acertada de Py en Bruselas no hace tanto), pero no acepta medias tintas. Y aquí hay sí, mucho espectáculo, uso generoso del enorme escenario, cubículos en los que se desarrollan diferentes escenas o una misma en sus varios momentos, con decorados más bien franciscanos en su pobreza y falta de belleza, trajes suntuosos pero de épocas diversas, y ahí nos detenemos. Los coros cantan casi siempre en grupos de poco movimiento aunque lo finjan, los personajes, que requerirían de una gran mano para hacernos olvidar que son poco más que figuras vistosas en un gran fresco (Marcel, Valentine, Nevers, Saint-Bris, Raoul). Pero cuando se trata de la dificultad de presentar a Margarita de Navarra en su corte ‘de placer’ se prefiere alguna escena púdicamente ‘erótica’ con sus damas de pechos desnudos y una reina vestida con una especie de tailleur rojo que lo que parece es rematadamente tonta. Las luces son de una frialdad extrema (un blanco crudo que hace mal a la vista) hasta que aparece el rojo sangriento de los dos últimos actos (en especial el último). En cuanto a la coreografía, no sé si la recuerdo.
Muy acertada la elección del director musical (pese a algunos enfervorizados ‘franceses’ que lo pitaron al final en una digna demostración de lo que produce el ser ‘chauvin’). Mariotti ha trabajado la larga y difícil partitura, ha concertado con precisión y maestría sin forzar a los cantantes ni contener en demasía a una orquesta que sonó radiante. El coro de esta casa ya se sabe lo que da cuando lo prepara Basso y fue simplemente memorable.
Los ayes, naturalmente, tienen que ver con el elenco. Hace mucho se probaron cantantes para Valentine cuando al parecer Garança decidió -correctamente- dejarla en el tintero. No parece que Jaho sea la solución. Si bien es una soprano de repertorio ilimitado, capaz (¿) de alternar butterflies con angelicas, desdemonas, violetas y cortesanas tipo thais en un año, creo que nunca le había tocado un rol escrito para Cornélie Falcon. Y, qué le vamos a hacer, Jaho no es una ‘falcon’. Es una lírica de no mucho volumen, timbre no muy grato, bellas medias voces y agudos metálicos. Como es inteligente y se mueve bien dio el pego (incluso en su aria, que normalmente se corta, y con justicia porque no es de lo mejor de la ópera ni de lejos), pero el personaje que, juntamente con el fanático Marcel, es el mejor de la ópera no es exactamente lo que se oyó.
Testé es un buen cantante, pero precisamente Marcel necesita un gran cantante, y éste sólo estuvo a la altura del papel en el último acto. Que el malvado Saint-Bris tenga mucho más volumen, aunque de color más feo, parece un sinsentido o lo opuesto a lo buscado por el compositor.
Diana Damrau hubiera sido una intérprete ideal de la reina de Navarra, pero canceló hace tiempo. Se pudo contar -y fue lo mejor de la noche- con Oropesa, que no tiene su magnetismo ni su densidad vocal, pero, anunciada indispuesta, cantó sobradamente bien aunque en los conjuntos sólo se oyera de vez en cuando un sobreagudo.
Bryan Hymel canceló tan sobre la hora que sus fotos en los ensayos adornan el programa que ha debido agregar una hojita supletoria para la biografía de su sustituto (No vaya nadie a pensar que ha habido alguna explicación del motivo de las dos cancelaciones). Seguramente Kang es lo mejor que se pudo encontrar con tan poco tiempo y semejante parte. Cantó aceptablemente (con fea voz y sus agudos fijos de siempre) los dos primeros actos, y se hundió en los últimos a partir del gran dúo, que sencillamente es demasiado, como el resto, para él. Hizo mal el grupo de espectadores que lo abucheó al final porque se hubieran quedado sin representación (ignoro si podrá cantar todas las funciones restantes ni con qué efectos sobre su órgano vocal). Más bien habría que preguntar por qué, con tantas funciones, se previó desde el principio un intéprete del papel: deberían haber sido dos o tres (los hay, e incluso mejores que Hymel como ya han podido demostrarlo). Así que, como en casi todos los teatros, el problema principal reside en el criterio de contratación.
Sempey hizo un muy satisfactorio Nevers, que le fue muy festejado y con razón. Deshayes, ovacionada, cantó un buen Urbain, pero ni la figura es ahora la mejor ni la voz, que es más voluminosa, tan fresca sobre todo en el registro agudo. Sólo cantó ‘Nobles seigneurs, salut’ porque se suprimió (con buen criterio, porque sólo fue introducido más tarde, en 1848 y para la mítica Alboni) el rondó del segundo acto.
Del numeroso grupo de comprimarios, todos correctos, destacaron en particular Cyrille Dubois (Tavannes, primer monje), Élodie Hache (corifea, joven católica, gitana), también muy aplaudidos por la asistencia que casi colmaba la inmensa sala.
Comentarios