Ópera y Teatro musical
Jóvenes voces armenias en el boom de los teatros de ópera en el Golfo Pérsico
Fernando Peregrín Gutiérrez (1948-2023)

La apropiación cultural es un término usado para describir la asimilación de formas creativas o artísticas, temas o prácticas de una cultura o de un grupo por parte de otra civilización o grupo cultural. Tiene la connotación peyorativa de explotación y dominio, y se usa exclusivamente para referirse a las apropiaciones de personas blancas de la cultura occidental de elementos de otras culturas minoritarias, de grupos étnicos de dentro de la propia cultura occidental, o culturas marginadas por la poderosa y expansiva cultura occidental dominante.
El término surgió durante los últimos veinte años del siglo XX como parte del vocabulario o jerga de la crítica poscolonial (cuyo Santo Patrón es el tramposo Edward Said) del expansionismo occidental y del relativismo posmoderno del multiculturalismo surgidos con gran fuerza en los Cultural Studies de las Facultades de Letras y Humanidades de las grandes universidades anglosajonas (nacidos concretamente en la Universidad de Birmingham en 1964, aunque su meca se encuentre, a partir de la década de 1980, en EEUU).
Como es fácil observar, es un concepto totalmente asimétrico, pues la adopción o incorporación de formas artísticas occidentales por otras culturas del mundo—siempre que no se consideren corrosivas por las culturas que realizan esa apropiación--no sólo no es rechazable, sino que sirve para demostrar el avance y el cosmopolitanismo de esas sociedades humanas que generalmente cargan—con mayor o menor razón— con un complejo de inferioridad respecto del Occidente desarrollado y moderno. Lo cual para algunos estudiosos de las culturas y civilizaciones de la historia, puede tener hasta un cierto sentido, pues no hay otra cultura que no sea la Occidental que haya dado a la humanidad logros tan extraordinarios como la democracia moderna individual, la ciencia moderna y la tecnología a la que da lugar, y el gran repertorio musical de su alta subcultura.
Empero, en el caso concreto del Oriente Medio, y en particular, de la región del Golfo, es difícil hablar de apropiación ni asimilación cultural del teatro lírico occidental por parte de las sociedades árabe-islámicas locales. Cierto es que no parece el caso de que los jeques, emires y sultanes que gobiernan con suprema autocracia en la región busquen integrar y asimilar en la cultura árabe-islámica de sus siervos esa parte tan importante de la alta cultura musical de Occidente como es la ópera, sino que más bien se trata de suntuosos caprichos, folies en algunos casos, para demostrar sus riquezas y su refinada, mundana y epidérmica educación. En las representaciones de ópera los locales brillan por su ausencia y la casi totalidad de los espectadores son expatriados ( como se les llama en esos países; el término se usa comúnmente en el caso en que las empresas envían a sus profesionales, generalmente muy calificados y con altos ingresos en salario y especies, a sus delegaciones en los países de Oriente Medio), básicamente europeos y norteamericanos. Se ven en sala muy pocos nativos, a juzgar por los escasos varones vestidos con thobe y con kuffiya en la cabeza (las mujeres con hijab se pueden contar con los dedos de una mano, si alguna hay).
Esta reflexión surge de la reciente construcción e inauguración de dos modernos, suntuosos y carísimos teatros de ópera en la zona del Golfo Pérsico (al que se debe llamar simplemente Golfo, para evitar malentendidos, pues los árabes exigen que se denomine Golfo Arábigo), concretamente en Dubái (Emiratos Árabes Unidos) y en la Ciudad de Kuwait (Kuwait).
La Ópera de Kuwait, que los kuwaitíes tienen a gala que es la más grande de Oriente Medio, forma parte destacada del nuevo centro cultural Jeque Jaber Al Ahmad, cuyo coste ha superado ampliamente los 800 millones de euros. Además del teatro de ópera (llamado Teatro Nacional), dicho centro cultural alberga una sala de conciertos, un pequeño teatro (llamado Teatro de Drama), una pequeña sala para recitales y un teatro-estudio que sirve también como sala de ensayos.
Cuando conocí Kuwait, a mediados de la década de 1980, se trataba de una sociedad musulmana muy cerrada, rígida y estricta con las reglas y las costumbres del islam. Por aquellos años hubiese sido impensable la construcción de un centro cultural como el denominado Jeque Jaber Al Ahmad, con teatro de ópera y salas de conciertos incluidos. La opinión dominante en Kuwait—así como en Arabia Saudita, Barahin y Catar—de los eruditos islámicos con la facultad para dictar fatawas o fatuas (los muftís) era que los instrumentos musicales, salvo contadas excepciones de la tradición musulmana, como los dafs, los tonbabaks (especie de tambores y tamboriles), los rebab,y pocos más, eran haram, o sea, que estaban prohibidos por la ley islámica, si bien existía ya por entonces en Kuwait grupo de muftís que escribían fatawas negando que existiesen evidencias coránicas y de jadices (o dichos y hechos del Profeta) sobre la condición haram de los instrumentos musicales occidentales, a los que consideraban permitidos o halal, si bien con ciertas limitaciones.
En realidad, lo que rechazaban siempre los eruditos musulmanes era la música, y en especial el canto, que pudiera alejar al oyente de su atención a Alá, o que contradijera las enseñanzas fundamentales del Corán. En ese sentido llama la atención que la nueva Ópera de Kuwait se haya inaugurado con una ópera tan poco acorde con el texto sagrado del islam y la cultura musulmana como es La flauta mágica de Mozart, exaltación de eso tan odiado y denigrado por los musulmanes como es la Ilustración, algo que tal vez por ignorancia, haya pasado desapercibido entre los muftís y otros clérigos kuwaitíes que han callado este hecho.
La situación en los Emiratos Árabes Unidos, y en especial, en Dubái—la ciudad más cosmopolita y occidentalizada del Golfo—con relación a los instrumentos musicales y a la música en general, ha sido siempre mucho más permisiva y abierta, por lo que no fue tanta sorpresa que se construyera la Ópera de Dubái, una cara y lujosa follie que se inspiró en lo exterior en la Ópera de Sidney y en la sala interior, en la de la MET neoyorkina y que fue inaugurada a finales de agosto de 2016.
Sin embargo, el primer teatro de ópera del tipo occidental del Golfo Pérsico se inauguró en diciembre de 2010 en Doha, Catar. Se trata de un pequeño teatro, con capacidad para 550 espectadores y que en realidad funciona más como sala de conciertos (sede de la Orquesta Filarmónica de Catar, una verdadera creatio ex -nihilo de la familia real, una especie de acto de despotismo ilustrado islámico), que de teatro de ópera propiamente dicho. Poco después, en el año 2011 se inauguró el Teatro de Ópera de Mascat (Sultanato de Omán), con una representación de Turandot de Puccini, dirigida por Plácido Domingo, quien también inauguró la Ópera de Dubái con un recital de arias y dúos de óperas y zarzuelas en el que contó con la colaboración de la soprano portorriqueña Ana María Martínez.
La apertura del Teatro de Ópera de Kuwait tuvo lugar el pasado 27 de septiembre y como ya se ha dicho anteriormente, con una representación de La flauta mágica, producción del Teatro Académico Nacional Armenio de Ópera y Ballet Alexander Spendiaryan, con sede en Ereván, como parte de una gira de esta compañía lírica que incluyó con anterioridad a la Ópera de Dubái.
Dicha compañía de ópera y ballet de Armenia tiene su sede en el Teatro de Ópera de Ereván y surgió como una expansión del conservatorio de Ereván. La primera orquesta sinfónica de Armenia se estableció en dicho Conservatorio en 1924, gracias a los esfuerzos del compositor Alexander Spendiaryan y el rector del Conservatorio Arshak Adamyan. En 1932, el conservatorio había crecido hasta convertirse en una institución de clase mundial, con un gran cuerpo de músicos de gran virtuosismo y la suficiente confianza como para abordar un gran repertorio de la lírica. El 5 de mayo de 1932, se anunciaron planes para establecer el Teatro de Ópera de Ereván. Con este objetivo, casi la totalidad de la Orquesta Sinfónica del Conservatorio, así como el coro, se involucraron en el lanzamiento de los cuerpos estables del nuevo Teatro de Ópera y a los mejores estudiantes de canto del Conservatorio se les confiaron los papeles principales para el repertorio que se estba estableciendo en dicho teatro.
Ópera y diásporas en Armenia
El Teatro Académico Nacional Armenio de Ópera y Ballet, que lleva el nombre de Alexander Spendiaryan (Teatro de la Ópera de Ereván), se inauguró oficialmente el 20 de enero de 1933, con una representación de la ópera Almast de Spendiaryan.
Desde su fundación, la historia de esa compañía de ópera y de los cantantes de ópera armenios, está muy ligada a la convulsa y muchas veces, caótica y trágica, historia del pueblo armenio. Dicha historia está muy marcada por el genocidio armenio cometido por los Jóvenes Turcos de Ataturk (entre 1915 y 1923) y que el gobierno turco ha negado siempre, pese a las abrumadoras evidencias existentes sobre la realidad de esa masacre, que dio origen a la llamada primera diáspora armenia (en 2004, se calculaba que de 12 millones de armenios en que se estima la población mundial de ese pueblo, sólo 3.300.000 vivían en Armenia, lo que tendrá importancia cuando nos ocupemos punto y seguido de los cantantes de ópera armenios más señalados.) Hubo después, estando en activo la Ópera de Ereván, una segunda diáspora en los años del panarabismo de Nasser, que provocó muchas deserciones en una sociedad armenia muy influida por la Iglesia Apostólica Armenia y por su claro sentimiento e inclinación cultural y artístico hacia la Europa central y occidental.
Hubo un cierto florecimiento económico durante los años en los que Armenia formó parte de la URSS (1922 – 1991), lo cual junto con el apoyo del Estado a la música y a la ópera, tan notable y de gran valor propagandístico en los regímenes comunistas, permitió una época de tangible esplendor de la Ópera de Ereván, aunque siempre fue considerada por los responsables soviéticos del Ministerio de Cultura como una compañía de provincias, que no formaba parte de la elite de los grandes teatros líricos soviéticos (Bolshoi, Kirov—hoy, Marriinsky—, Kiev, Rostov, Novosibirks, etc.). Lo que significaba, entre otras cosas, que el ensamble de la Ópera de Ereván—que siempre ha funcionado en régimen de repertorio y no de stagione—estaba formado principalmente por cantantes e instrumentistas salidos de los conservatorios armenios, y que no era frecuente la presencia de los grandes solistas, controlados estrictamente por la agencia estatal de artistas dependiente del Ministerio de Cultura.
Duró poco la limitada prosperidad del Teatro Académico Nacional Armenio de Ópera y Ballet de Ereván. La economía nacional, y con ella, el presupuesto y funcionamiento del teatro se vieron muy afectados por el terremoto de 1988 y por la difícil y cruenta disolución de la URSS y el conflicto Nagorno-Karabaj, cuyos efectos aún perduran. Como consecuencia de esa guerra, una de las más desconocidas del siglo XX, se bloquearon las fronteras con los países vecinos, Azerbaiyán y Turquía, lo cual ocasionó un desastre económico que tuvo su apogeo con la gran depresión del 2009 y que aún perdura en alguna medida.
Hoy día sorprende que en un país de tan bajo nivel de vida (en 2017, el PIB per cápita era de sólo 3.340 euros, mientras que en España era de 33.249 €), sostenga un teatro de ópera y ballet que tiene 11 títulos operísticos en el repertorio (entre ellos, Anoush de A. Tigranyan, posiblemente la ópera más popular de un compositor armenio, y Almast de A. Spendiaryan, título que como ya se ha visto fue con el que se inauguró la Ópera de Ereván y que hoy día da nombre a la compañía de lírica y de ballet de dicho teatro) y 12 coreografías de ballet, incluyendo, lógicamente, Spartacus y Masquerade de A. Khachaturian, como es sabido, el más famoso compositor de ballets de Armenia; y dos curiosidades: La Boheme, con música de Charles Aznavour, ejemplo típico de la diáspora armenia y Lorquiana con música folclórica española.
Notables cantantes armenios
A pesar de su condición de ópera de provincias, Teatro Académico Nacional Armenio de Ópera y Ballet de Ereván ha contado entre los miembros de su ensamble estable, durante períodos más o menos largos, cantantes de manifiesta nombradía. Tal es el caso de la mezzosoprano de coloratura rusa-armenia Zara Dolukhanova, nacida en Moscú (otro ejemplo de la diáspora armenia), reconocida como notable rossiniana y que perteneció al ensamble de la Ópera de Ereván, donde debutó, entre 1938 y 1941, cantando papeles comprimarios antes de iniciar una importante carrera en los grandes teatros de la URSS.
Tatevik Sazandaryan, aunque nacida en un pequeño pueblo rural del sudeste de Armenia, se crió en Baku (Azerbaiyán), mas fue en Moscú donde se forjó como mezzosoprano, por lo que se la considera una cantante armenio-soviética. Apareció en el escenario de la Ópera de Everán entre 1937 y 1961, principalmente en óperas rusas y armenias. Desde ese último año fue profesora del conservatorio Estatal Komitas de Ereván.
Otra cantante rusa-armenia fue la soprano Haykanush Danielyan, nacida en Tiflis (más ejemplos de la diáspora armenia) y que permaneció muchos años como solista de la Ópera de Ereván desde sus inicios, actividad que compaginó con la enseñanza en el citado y renombrado conservatorio Komitas, donde tuvo fama de buena profesora de canto.
Siguiendo con la diáspora armenia, nos encontramos a la célebre soprano Gohar Gasparián, nacida en una familia armenia en El Cairo y que actuó en 23 óperas en la Ópera de Ereván y fue asimismo profesora en el conservatorio Komitas. Popularmente fue conocida como “la ruiseñor armenia”.
Un nativo de Ereván fue el tenor Gegham Grigoryan, quien a partir de 1975 cantó varias óperas en el teatro de ópera de su ciudad natal, entre ellas, Lucia di Lammermoor de Donizetti (Edgardo), El barbero de Sevilla de Rossini (conde Almaviva) y Faust de Gounod (Fausto)´. Con posterioridad, desarrolló una brillante y exitosa carrera internacional en los grandes coliseos líricos y festivales de música de occidente, así como los estudios de grabación de sellos de prestigio en el repertorio operístico. A partir del año 2000 hasta su muerte en 2016, fue director artístico de la Ópera de Ereván.
Sobre este tenor conservo un recuerdo bastante curioso y singular. Estaba previsto que cantara el papel de Príncipe Vasiliy en el célebre montaje de Boris Gonudov dirigido espléndidamente por Claudio Abbado, con regia espectacular de Yuri Lyubimov que abría la stagione 1977-78 del Teatro allá Scala. Mas durante los ensayos finales las autoridades del Ministerio de Cultura de la URSS le dieron orden de cancelar su contrato, ya que Yuri Lybimov era un disidente y un apestado para el régimen soviético, cosa que tuvo que hacer finalmente el tenor ante la amenaza de tomar serias medidas contra él y su familia que había permanecido en Moscú. El incidente, lo recuerdo con claridad, fue muy comentado en los pasillos entre los abituati allá Scala la noche de la prima, un 7 de diciembre.
También en este breve repaso de cantantes ligados a la Ópera de Ereván hay que incluir a Tigran Levonyan, nacido en Beirut (de nuevo, otro miembro de la diáspora armenia) que fue esposo de la citada Gohar Gasparyan y que desde 1962 se prodigó en el escenario de la Ópera de Ereván cantando papeles como “Otello”, “Canio”, “Carlo” (de la ópera homónima de Verdi), “Alfredo” (La traviata), “Manrico” y “Cavaradosi”. Fue director artístico de la Ópera de Ereván desde 1991 a 1999.
Entre las solistas que más tiempo han permanecido en la compañía estable de la Ópera de Ereván figura otra descendiente de la diáspora armenia, la soprano Arax Mansourian, nacida en Beirut aunque es una típica cantante salida del conservatorio de Komitas. Desde que finalizó sus estudios hasta que se mudó a Australia como cantante estable de la Ópera de Sidney en la mitad de la década de 1990, mantuvo una estrecha relación con la Ópera de Ereván.
Hemos dejado para el final a la soprano lírico-ligera y armenio-canadiense (aunque nacida en el Líbano) Isabel Bayrakdrian, ganadora en el año 2000 del concurso Operalia instituido por Plácido Domingo. Alcanzó renombre en Estados Unidos al participar en el estreno en la MET de la llamada segunda versión de la ópera A view from the Bridge, de Willian Balcon (sobre el estreno absoluto de la primera versión en la Lyric Opera de Chicago, véase Mr. Miller va a la ópera en Mundo Clásico [https://www.mundoclasico.com/articulo/3195/Mr-Miller-va-a-la-%C3%B3pera]). Aunque nunca estuvo ligada de forma fija al ensemble de la Ópera de Ereván habló con mucho afecto y detalle sobre ella en el filme A Long Journey Home que documenta su primer viaje a su madre patria Armenia. Es, adicionalmente, una activista en pro de mantener vivo el recuerdo del genocidio armenio perpetrado por los Jóvenes Turcos.
Bajo una nueva dirección
Tras el fallecimiento en 2016 de Gegham Grigoryan, el Ministerio de Cultura de Armenia, en un intento de buscar la renaissance de la ópera en Armenia, ofreció el puesto de director general artístico al reputado maestro Constantine Orbelian. Este pianista y director de orquesta, nacido en San Francisco de familia rusa-armenia se hizo cargo de la compañía como director principal y artístico partir de junio de ese mismo año.
La compañía armenia no se encontraba entonces en un buen momento. Fuertes limitaciones financieras, la falta de apoyos del Ministerio de Cultura y los disturbios políticos habían obligado a la Ópera de Ereván a incluir en su repertorio sólo ocho nuevas producciones – de la cuales cuatro nunca llegaron más allá de la noche del estreno—en los últimos 17 años. Pero se espera que la llegada del maestro Orbelian cambie todo esto. Por lo pronto, este año, en el que se celebra el octogésimo quinto aniversario de la fundación de la Ópera de Ereván, la gira que ha llevado a la compañía a Dubái y Kuwait es la primera que se hace en más de 25 años, y el año anterior se llevó a cabo el Primer Festival Internacional de Ópera de la historia de esa compañía en memoria del citado cantante Gegham Grigoryan.
Los armenios, de gira por el Golfo Pérsico
La compañía del Teatro Académico Nacional Armenio de Ópera y Ballet ha presentado en esta reciente gira por el Oriente Medio dos títulos, Carmen y La flauta mágica, en Dubái y sólo el postrer singspiel de Mozart en Kuwait, con resultados muy desiguales en las representaciones en la Ópera de Dubái que dan lugar a esta reseña.
A la hora de ofrecer a los lectores un juicio crítico sobre la producción de Carmen vista y oída en Dubái, es de suyo que se evite tener como vara de medida la memoria de algunas representaciones de Carmen a las que este comentarista tuvo la fortuna de asistir y que forman ya parte importante de la historia interpretativa de la segunda mitad del siglo XX de esta ópera de Bizet. Pero por mucho que se quiera bajar el listón, ya que se trata de una producción de una compañía de ópera a la que podemos calificar, sin connotaciones peyorativas, como de provincias, es imposible no recurrir a calificativos nada favorables.
En este caso se trataba de la versión con recitativos de Ernest Giraud, que hoy día se representa bastante menos que la original con diálogos hablados, La puesta en escena, firmada por la joven regista armenia Stepanyan Naire, es una reelaboración de signo minimalista del montaje en repertorio en el teatro de Ereván—tal vez para abaratar los costes de la escenografía, debida a Avetis Barseghian, y un cambio a peor del vestuario—y resulta ser una españolada cursi y hasta en momentos, hortera. Viéndola me vino a la cabeza que se puede poner en escena Carmen con todos los tópicos propios de la idea exótica de España que tenían los espectadores de la época de su estreno, siempre que se haga con exquisito buen gusto y sabiduría teatral. Surge así inevitablemente la comparación entre una recreación realista y de barroco kitsch de la Sevilla y la España de la primera mitad del siglo XVIII que llevó a cabo Franco Zeffirelli en la Ópera de Viena en 1978 y la cutre españolada que vimos en la Ópera de Dubái.
La acción, que se desarrolla en un tiempo y un lugar indefinidos que lo mismo se pueden situar en el patio de una fábrica cualquiera, lleno de grandes, grises y feas ruedas dentadas de engranajes que, además de colgar del techo en el fondo del escenario (en cuyo caso más parecen propias de un reloj de cuerda), sirven como asientos, mesas, tarimas y roquedal por el que deambulan los contrabandistas, que en un lugar imaginario y abstracto en el que se han colado elementos que pretenden dar un toque de españolidad al desangelado escenario. Tal es el caso de la barra de la taberna de Lilas Pastia, que de taberna no tenía ni el más mínimo toque escénico, que consiste en una gran bandera española que cuelga de dos enormes cadenas paralelas, supuestamente metálicas.
Las referencias taurinas se reducen a unas placas en forma de punta de daga oriental—más que de asta de toro, que posiblemente sea la intención del escenógrafo—que cuelgan del techo y que tienen en algunos casos fragmentos de grandes fotografías de la cabeza de un toro.
La escenografía para el IV acto fue tan minimalista como tópica y fea y en realidad, no llegaba siquiera a la categoría de españolada. La entrada de la cuadrilla a la plaza de toros, fue una demostración balletística hortera, con bailarines vestidos de forma surrealista, con mucho color rojo y hasta cuernos en la cabeza y que se pretendía representaran a los alguaciles, peones, banderilleros y picadores que requiere el libreto.
Por otro lado, hay que agradecer al equipo escénico que no tergiversara ni retorciera el argumento ni la acción de Carmen con absurdas “perspectiva de género” como es casi de obligación para los directores escénicos de moda en los grandes teatros de ópera internacionales. Al parecer, esas modernidades y esas traiciones a las intenciones y frutos de los autores de las óperas, plasmadas en el libreto y en la música, no han llegado aún a Ereván y la directora de escena se limitó a dar algunos toques de originalidad bastante poco afortunados, por cierto. Así, sustituir la danza zapateada española del inicio del acto II por un soso ballet académico bailado por seis espigados bailarines—ni una sola mujer—no tiene justificación, a menos que sea por razones de abaratar el espectáculo y justificar el nombre de la compañía armenia como de “ópera y ballet”. Tampoco fue un acierto sustituir los naipes en la escena de la cartomancia por fulares de tejido fino estampados con cartas – eso sí, de baraja española—que “Carmen” y las dos gitanas agitaban por encima de sus cabezas como símil de la acción de barajar. Pero quizá lo que más me sorprendió fue el continuo high five (“choca esos cincos”), propio de los deportistas estadounidenses, entre “Carmen” las dos gitanas y los dos contrabandistas en la escena tercera del acto 2º. La españolada deviene así, tal vez por motivos de la hegemonía televisiva estadounidense, en una americanada.
Una cursi españolada con vestidos horteras
Capítulo aparte merece el vestuario, diseñado por Cristine Avetisian. No creo necesario entrar en detalles de su fealdad y cursilería, mas no me resisto a dejar en el olvido los vestidos y tocados de las cigarreras, que parecían vulgares cabareteras, así como el de la protagonista en el final de la ópera. Es cierto que en las indicaciones escénicas del libreto se lee, en la traducción más frecuente y atinada, que “Carmen” aparece en esta escena “radiante y magníficamente vestida”. Claro que quizá la diseñadora del vestuario ha traducido costume éclatant como “sorprendente” y hasta “impactante y rompedor”. El cráneo de toro en relieve bordado y el tocado de cuernos que luce la protagonista hubiese avergonzado seguramente a Bizet y a sus libretistas, Ludovic Helévy y Henri Meilhac.
Asistí a la tercera función (en Dubái hubo tres representaciones de cada ópera), en el que intervino el primer reparto, el de la primera noche. Se supone que era el mejor de los dos que desplazó la Ópera de Ereván a los Emiratos Árabes Unidos.
Lógicamente, debo empezar por la protagonista, Karine Babajanyan, joven soprano armenia (los apellidos terminados en “yan” son inequívocamente armenios) que tiene una voz de lírica pura, poco apropiada para este papel, que indudablemente requiere una mezzosoprano—o, en todo caso, una soprano dramática con agilidades—con un sonoro y contundente registro grave (no necesariamente muy potente), además de la agilidad necesaria, sobre todo en la habanera (pasó en ella por encima de los descensos cromáticos y, mal acompañada desde del foso, careció del necesario ostinato rítmico que requiere dicha pieza). Es musical y de voz razonablemente bella, pero carece de graves y buscó en muchos momentos más la potencia y los gritos que los susurros y la sensibilidad que requiere ese personaje. Su enfoque peca de algo vulgar y frívolo, poco maduro. Cumplió si más, aunque le falto gracia y picardía, en la muy sui generis seguidilla y careció de drama en la escena de la cartomancia. El final tuvo cierto color y sentimiento trágico, aunque contenido. Su mejor momento fue en el quinteto del acto 2º con las dos cigarreras gitanas y los dos contrabandistas, tal vez lo más logrado vocalmente de toda la representación. Su pronunciación, por otromlado, del francés deja mucho que desear.
“Don José” fue el mejor papel del reparto. Lo interpretó el muy joven tenor Hovhannes Ayvazyan, formado en el conservatorio de Komitas al que ya se ha hecho referencia en párrafos anteriores y uno de los más importantes solistas de la Ópera de Ereván. Han transcurrido apenas cinco años desde que debutó con gran éxito en el Bolshoi y en el Mariinsky (como “Cavaradossi” y “Manrico”, respectivamente), Su voz es claramente de lirico-spinto, y su canto, aunque poco refinado, se beneficia de una voz suficientemente bella y de una buena y aérea emisión. Cantó una pobre aria de la flor, sin matices ni acentos nostálgicos, mas para mi sorpresa, mejoró notablemente en el tercer y cuarto actos, donde apareció con vena dramática y con pathos de noble sonido y convincente sentimiento. De nuevo se notó, como en todos los cantantes del Teatro Ereván, una deficiente pronunciación del francés (lo que ensombrece sobre todo a su gran aria del acto 2º)
Gevorg Hakobyan es un barítono armenio salido también del conservatorio de Komitas, de voz con tintes más bien dramáticos que líricos (claramente, no es un baritenore), y con facilidad para los agudos aunque le faltó la agilidad y el legato que requiere su aria. Su carrera internacional, casi recién empezada, se ha centrado, como en el caso de su colega Ayvazyan en el ensamble de la Ópera de Ereván y en Rusia (Mariinsky y Bolshoi). Como curiosidad para los lectores españoles, este barítono debutó a principios de mayo pasado en el Palau de Valencia, cantando “Scarpia”.
De nuevo tuve ocasión de oír a otra alumna del conservatorio Komitas y miembro del essamble de la Ópera de Ereván, la soprano lírico-ligera Alina Pahlevanyan que cantó con gusto y delicadeza el papel de “Micaela”. De ella se puede decir que es una más de las muchas sopranos que pueden defender con profesionalidad y suficiencia este tan femenino personaje.
De los piccoli ruoli es de justicia resaltar a dos jóvenes y bellas cantantes miembros de la compañía estable de canto de la Ópera de Ereván. Se trata de Tamara Dadoyan, “Mercedes” y Artsvik Demurchyan, “Frasquita”, así como a los dos contrabandistas, Ashot Ghantarjyan, “Dancaire” y Hovhannes Andreasyan, “Remendado”. Como ya ha quedado dicho, estos cuatro jóvenes cantantes secundarios, junto con “Carmen”, hicieron que el quinteto fuese de gran calidad.
De los dos restantes comprimarios, Grigor Abrahamyan, “Morales” y Hayk Tigranyan, “Zuniga”, bien el primero y deficiente el segundo.
No saqué buena impresión del coro, cosa que tras oírlo cantar en La flauta mágica días después, cambió en bastante medida. En Carmen el coro estuvo muy desajustados, con errores de sincronización en las entradas de las distintas cuerdas, culpa del directos de orquesta, con sopranos—mejor dicho, “mezzo-sopranos optimistas”—algo gritonas y los bajos prácticamente inaudibles. La pronunciación fue francamente mala, lo que se puede achacar a que esta sea una de las muy pocas óperas francesas que haya habido últimamente en el repertorio del Teatro de Ópera de Ereván, si no la única. El coro infantil, escaso pero suficiente y correcto, estuvo formado por unas cuantas voces verdaderamente blancas y unas adolescentes algo entradas en la pubertad, con voces entre infantiles y sopranos ligeras en formación.
El Maestro concertatore e direttore d’orchestra, el estadounidense Christopher Ocasek, para el cual dirigir una ópera debe ser sólo cuestión de dar entradas y marcar el tempo a los instrumentistas, sin atender a los cantantes, fue de una mediocridad que rozó a ratos el aburrimiento. Ya desde la obertura se pudo observar la falta de coherencia en los tempi y la banalidad del fraseo. Los tres temas principales carecieron de la plasticidad necesaria. En suma, tanto en la obertura como en el resto de la ópera se echó de menos un fraseo más trabajado, mayor ductilidad y rubato.
La orquesta tiene una buena sección de cuerdas—quitando los poco sonoros y escasamente rotundos contrabajos—y aceptables y afinados metales. Lo más flojo, especialmente para esta ópera, fueron los instrumentos de viento-madera. El bellísimo y archiconocido interludio al tercer acto, careció de encanto y sutileza, con una flauta sin casi legato y ajena al cantábile de la mélodie de Bizet, que tanto influjo tuvo en la música francesa posterior a su muerte. Cuando se van incorporando los demás instrumentos de esta sección, no mejoró el resultado del entreacto, lo que se debe achacar al director de orquesta, pues en La flauta mágica que vimos días después, todo mejoró y mucho. Adicionalmente, el maestro parece que sólo tiene habilidad para que la orquesta toque en un permanente mezzo-forte, que a veces hace de muro sonoro entre la escena y la sala para las voces.
Nuevo montaje de la era Orbelian
La producción de La flauta mágica pertenece ya a la era de la dirección artística de Constantine Orbelian y resultó un espectáculo visual y sonoro muy digno y de buena calidad para provenir de una ópera de segunda fila como es la de Ereván.
Antes de hacer juicio crítico alguno, tal vez sea oportuno citar a Alfred Einstein a propósito de esta ópera de Mozart:
«Es una obra que tanto puede encantar a un niño como conmover hasta las lágrimas al más experto de los hombres y embelesar al más sabio de ellos. Cada cual y cada generación encuentra en ella algo diferente; sólo al hombre que no es nada más que erudito y al bárbaro no les dice nada».
El enfoque del director de escena y diseñador de las proyecciones y efectos visuales, Paolo Miccichè, quien ha alcanzado gran reputación como especialista en el uso de las nuevas tecnologías en el ámbito operístico y musical, es el del cuento infantil, pero sin caer en lo pueril, y pensado para niños y adultos de la era de los dibujos de la Disney para el filme El libro de la Selva, de los efectos luminosos de la saga de La guerra de las galaxias y los videojuegos. Su respeto a la música de Mozart y a la letra y al espíritu del libreto de Schikaneder, sorprende enormemente en esta época en la que, como ya se ha dicho en un párrafo anterior, lo que se lleva, lo que está de moda en las puestas en escena en los grandes coliseos líricos internacionales es la deconstrucción de la idea original y la construcción de una “narrativa” inventada por el regista de turno— generalmente directores de teatro con ignorancia total de la música y de las convenciones surgidas de la historia interpretativa del repertorio de la lírica—que traicione lo más posible a la música y a la trama de la ópera a escenificar por mor de actualizar algo que se considera anticuado y contrario a las órdenes y mandatos autoritarios de los seguidores de lo políticamente correcto.
El Egipto imaginario en el que se desarrolla la acción, con sus montañas, “agradables bosquecitos”, bosques de palmeras y jardines, como piden las escuetas indicaciones escénicas del libreto, se convierte, mediante proyecciones técnicamente logradas, en una jungla de intensos colores, verdes para las plantas y rojos para las enormes flores. Son imágenes claramente inspiradas en el arte naif y en las pinturas de selvas y animales de Henri Rousseau (1844–1910), artista que inspira las imágenes en un espacio bidimensional de ambiente mítico que se proyectan en telones transparentes en distintos planos paralelos del escenario.
Los elementos usados para la escenografía son escasos pero adecuados: una gran serpiente de trapo, que recuerda algunas que pintó Marc Chagal, rota en tres pedazos por las “Damas de la Reina de la Noche”; una chaise longue en la que duerme “Pamina” antes de que lleguen “Monostatos” y sus esclavos y la encadenen; un podio alto al que se accede por dos escaleras adosadas a casa lado, que sirve tanto para las apariciones de la “Reina de la Noche” como para las de “Sarastro”; un trozo de tronco simulado que sirve de asiento a “Papageno” y a “Papagena” en su dúo, una gran jaula con varios pájaros de trapo de brillantes colores y una soga con un lazo que pende del techo del escenario para que se pueda ahorcar “Papageno”.
Otro acierto digno de mencionar es la forma en que el regisseur resuelve la escena del rito de las tres puertas del templo—el omnipresente número 3 como símbolo de la francmasonería--en la que cada vez que se oye la voz de un sacerdote exclamando “Züruck” (atrás), aparece una gran llamarada delante de la proyección que simula cada puerta.
Merecen también atención tanto las dos apariciones de la “Reina de la Noche” como las escenas presididas con solemnidad por “Sarastro”. Ella aparece majestuosa y maligna en el podio y rodeada por una bóveda circular de luces, figurando estrellas, que parpadean y cambian de color, un guiño a la saga de La guerra de las galaxias.
Para las escenas en las que intervienen “Los tres muchachos”, Paolo Miccichè ha recurrido a proyectar sobre un telón fino y casi transparente las figuras de tres niños gorditos con cuerpos que parecen sacados de cuadros de Fernando Botero. Los redondos y sonrojados mofletes rodean unos pequeños labios de intenso color rosa que se mueven para simular con gracia e ingenuidad el canto de los mozalbetes, que proviene del extremo izquierdo del foso donde están situadas las tres cantantes adolescentes, que no se pueden calificar como las voces blancas que requiere Mozart.
El vestuario, diseño del reputado italiano Alberto Spiazzi, colaborador frecuente de Polo Miccichè y ocasional de Franco Zeffirelli, es muy apropiado para el montaje del regista, sin pretensiones de originalidades y caprichos que no encajarían con la escenografía a base de proyecciones ideada y realizada por Micciiechè. Predomina el blanco para los “buenos del cuento”, y la nota de color la dan los trajes de “Papageno” y “Papagena”, muy en la tradición del vestuario clásico de la Commedia dell’Arte, particularmente en el de “Arlequín” (aunque con un ligero toque de payasos de circo). Asimismo, acertó plenamente en la caracterización de “La Reina de la Noche”, vestida de elegante color azul eléctrico, con corona de retorcidas puntas y con uñas postizas y largas de bruja. El maquillaje completó una figura imponente del personaje de una malvada reina, típico de los cuentos infantiles. Además, las “Tres “Damas” y el pérfido “Monostatos” vestían, las primeras, de verde oscuro y el último, de color negro.
Vestuario y escenografía sirven muy apropiadamente para simbolizar la lucha del bien contra el mal, de la luz enfrentada a la oscuridad, de las tinieblas de la noche con estrellas a la claridad del día iluminado por un sol radiante, de la bondad de los francmasones, uno de cuyos lemas más conocidos es “hacer mejores a los hombres buenos”.
Lo primero que destaca de la compañía de canto es su juventud. Así, Julietta Aleksanyan fue una delicada, joven, dulce y bella “Pamina”. Alumna del Conservatorio Estatal de Ereván, lleva apenas un año como soprano solista del ensemble del Teatro Académico Nacional Armenio de Ópera y Ballet de Ereván. El timbre y la tesitura son los apropiados para su personaje. La voz es agradable y bonita, más que particularmente bella. Sin duda, se notaron su falta de madurez y el dominio de la técnica. Más que desafinar en ciertos momentos, se saca la impresión de que hace lo que en italiano se llama cercar la nota, fruto seguramente de una afinación insegura. Además, en su aria principal, abusó del portamento, algo que suele ser un pecado de las jóvenes sopranos que empiezan a cantar Mozart y que han oído por ahí que a Mozart le gustaba mucho el portamento. Tiene facilidad para el legato y en general tanto su voz como su canto son cálidos y expresivos. Otro joven, nacido y formado en Ereván fue “Tamino”. Se trata de un lírico, con buen registro medio, agudos afinados pero un tanto faltos de cuerpo. Cantó bien el aria del retrato, pero en conjunto es un “Tamino” del tipo blando y de “buen chico” y simpático. Le faltan, claro está, nobleza, ciertos tintes heroicos, elegancia en el fraseo y melancólica ansiedad a la hora de expresar su enamoramiento a primera vista de la chica del retrato. No comete errores, pero resulta algo monótono. Su voz es de calidad parecida a muchos tenores mozartianos que abundan en los teatros de ensamble y repertoire de los países de Centro-Europa., de influencia germana.
La gran triunfadora de la velada fue Hasmik Torosyan como “Reina de la Noche”. Se trata de una soprano de coloratura, más lírico-ligera que ligera, también nativa de Ereván y alumna del conservatorio Komitas. Y aunque ha permanecido y permanece como solista de la compañía estable de canto del Teatro de Ópera de Ereván desde 2011, tras estudiar con Alberto Zedda en la Accademia Rossiniana de Pesaro en 2014, ha iniciado una notable carrera internacional que le ha llevado estos días de finales de octubre y principios de noviembre a cantar “Fiorilla”, de Il Turco in Italia, en la Staatsoper de Hamburgo y “Marie”, de La fille du régiment, en el Teatro Comunale de Bolonia. Su voz no es especialmente bella lo que, por otro lado, conviene a “La Reina de la Noche”; tiene personalidad, buena emisión y cuerpo con metal, y está en posesión de buena técnica, con ataques acertados y generalmente de calidad. que debe mejorar con la experiencia, especialmente en el paso del registro agudo al sobreagudo que requieren las agilidades de ese personaje; se aprecia que aunque llegue a dar las notas más altas, incluyendo ese característico Fa sobreagudo, la voz pierde armónicos y palidece el timbre. Posee un bello vibrato stretto y logra buenos y bellos filados en el registro agudo, en el que se mueve con soltura y buen hacer. Tiene muy buena presencia escénica, y demostró sus buenas dotes teatrales y dramáticas en el final del aria del acto 2º “Der Hölle Rache”, cuando exclama tres veces “Hört” con rabia y convincente deseo de venganza.
El papel de “Papageno” lo defendió con dignidad otro joven cantante también salido de la cantera del conservatorio Estatal Komitas de Ereván. Lleva escaso tiempo como solista del Teatro de Ópera de Ereván, donde empezó su carrera profesional en 2016. Es un barítono con voz poco notable, escaso volumen, y cierta tendencia a sobreactuar y gesticular en exceso (¿quizá por indicaciones de regisseur?), aleteando cual pájaro, los brazos constantemente. Domina bien los matices y colores que requiere este personaje burlesco y cumplió, sin más, en su aria, que en realidad es un Lied estrófico (lo que ha resultado en que muchos grandes intérpretes de “Papageno” hayan sido consumados liederistas). Tuvo su mejor momento en el dúo con “Papagena”, otra nativa de Ereván, alumna del conservatorio Komitas y miembro reciente del ensemble del Teatro de Ópera de Ereván.
Zohrab Zohrabyan compuso un “Sarastro” noble y hasta cierto punto, paternal más que sacerdotal y distante. Le falta consistencia en las notas más graves. Las tiene, pero no es el basso profondo que conviene a este papel. Empero, su voz y su fraseo se corresponden con un personaje solemne, con nobleza y un tanto majestuoso.
Las “Damas de la Reina de la Noche”, Marine Deinyan, Anna Mnatsakayan y Tamara Dadoyan, forman parte del ensemble del Teatro de Ópera de Erevan, y son un ejemplo de la calidad del conservatorio de esa ciudad y del nivel bastante digno de los intérpretes de papeles secundarios de dicho teatro. No hubiesen desentonado en absoluto en ninguna representación de Die Zauberflöte en otros coliseos líricos de más renombre y hasta en alguno considerado de categoría internacional.
Como ya ha quedado dicho, “Los tres muchachos” los interpretaron tres jóvenes adolescentes, Astghik Manukyan, Mishel Karapetyan y Zhanna Arakelyan, sopranos ligeras, de agradables pero pequeñas voces—a medio camino entre las voces blancas y las de jóvenes intérpretes— , alumnas del conservatorio Komitas, que cumplieron con entrega, afinación, buena concertación y volumen necesario para que se oyese claramente su canto desde el foso de la orquesta donde las situó el regista.
Del resto de los comprimarios, Armen Grigoryan, Mikhael Grigoryan y Sergey Sargsyan, al primero le faltó entidad y empaque en su rol de “Orador” (hizo también, en este caso con suficiencia, de “Sacerdote” y “Hombre armado”, de la misma manera que Zohrab Zohrabyan fue, además de “Sarastro”, uno de los “Sacerdotes”)
Una de las razones por las que la representación de La flauta mágica estuvo a mucho mayor nivel orquestal que la de Carmen parece deberse al director de orquesta del singspiel mozartiano, Haroutioun Azumanyan, uno de los directores fijos del repertorio de la “casa” desde el año 2.000, con más de una docena de estrenos de nuevos montajes en su haber (dos de La flauta mágica – este llevado en la gira es totalmenet nuevo—y Don Giovanni, por citar sólo óperas de Mozart). Bajo su cuidada dirección, se vio cómo estuvo siempre atento al equilibrio entre foso y escena, apaianando el sonido orquestal cuando el cantante no tenía gran volúmen de voz o su emisión no era muy aérea. Se pudo apreciar de nuevo la calidad de la cuerda en general, mas los bajos siguieron áfonos, como en Carmen. El maestro no abusó del vibrato, y sólo lo pidió a las cuerdas para resaltar algunos momentos que requieren especial expresividad. La sección de viento-madera estuvo mucho más entonada y cantabile, y con sonido, sobre todo de las maderas, de buen sabor mozartiano (el flauta solista no desentonó como en el caso de Carmen; mas hay que tener en cuenta las diferencias en la partcella para este instrumento que hay entre la música de Mozart en esta obra y la del interludio del acto 3º de la de Bizet). Los metales resultaron bastante afinados, sin pifias, con sonidos bien unísonos en los respectivos planos sonoros. Mención especial merece la perfecta sincronía ente las trompetas, de sonido clásico centroeuropeo, sin el excesivo brillo y proyección incisiva que tapan al resto de la orquesta y que se da hoy día en orquestas de mucho renombre, y el timbal, muy afinado y de sonoridades ricas en armónicos en los finales triunfales y esplendorosos de los dos actos de Die Zauberflöte.
A este buen resultado logrado por el maestro armenio contribuyó un coro no muy numeroso pero con suficiente volumen y distinción entre sus cuerdas vocales, con graves y agudos bastante redondos, y que cantó con entrega y notable entusiasmo. En el caso de La flauta mágica, la pronunciación y la articulación de los miembros del coro y los cantantes solistas del alemán fue muy superior que en el francés de Carmen. Tal vez se deba a que, aun siendo tanto el armenio como el francés y el alemán lenguas indoeuropeas, hay más proximidad de la rama que engloba el armenio con la que incluye el alemán que con la que contiene el francés.
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