España - Valencia
Una perroflauta mágica, ¿no nos representa?
Rafael Díaz Gómez

Mozart vivió poco (o no tanto como nos hubiera gustado), pero sí lo suficiente como para haber sido coetáneo de la Revolución Francesa, acontecimiento histórico que sin llegar a idealizar quizá admitamos que tuvo cierta importancia en la concepción de un mundo al que se le dio en llamar, con tanta suficiencia como cortedad de miras, contemporáneo. A la contemporaneidad, neurasténica perdida, sí, pero también con sus rasgos positivos, se la fue matando con unas pocas crisis económicas desde el último cuarto del siglo pasado. La de 2011 simplemente la descabelló. Así que mientras Mozart convivió con una revolución, a nosotros, seres poscontemporáneos, no nos queda otra que asistir a una serie de involuciones que vaya usted a saber si no nos llevan a un nuevo Antiguo Régimen. Y lo curioso es que este camino lo recorremos, en la supuesta era del conocimiento, con mansedumbre de bestias. Eso sí (no te fíes de las aguas mansas), basta que alguien nos retire las anteojeras para que la docilidad se convierta en fiereza… ¡contra quien nos las haya retirado, claro!
Graham Vick, en su quinto acercamiento como director escénico a La flauta mágica, se puso estupendo y le dio por salvarnos de nuestro destino. Acción – reacción, los mansos le sacaron los ojos. Lo mismo pensó el británico que en el país del movimiento 15M su propuesta iba a obtener una acogida cómplice. De ser así, alguien debería haberle informado de que de la energía liberadora de aquella protesta colectiva, lo que queda en el ambiente siete años después no es tanto la idea de una revolución, como la certeza de que sus seguidores se identifican con una estética muy fea (quienes conducen a los mansos tienen para esto de crear opinión muy diestra mano). Y además, o precisamente por ello, no asisten a los estrenos operísticos. Porque, digámoslo ya, el pitote bueno, antológico si seguimos las abundantes crónicas, se montó el día del estreno. Yo acudí a la tercera representación y salvo algún tímido abucheo tras la obertura, alguna que otra frase en el descanso (me cautivó la de “Mozart debe de estar retorciéndose en la tumba”) y algún pitido final, de esos que no sabes si es de protesta o de apoyo, el aplauso que obtuvo la función fue general y cálido.
¿Qué es lo que tanto pudo desagradar a los defensores de “lo bello”, “lo eterno” y otras supercherías por el estilo, aunque no sólo a esos? Diferentes elementos y en diferente grado, a elegir por la persona ofendida. Procedamos a una breve descripción de los mismos por orden de aparición. Primeramente, la conversión de toda la sala en un espacio para la protesta. Más allá del escenario, de los balcones de los pisos del aforo colgaban diversas pancartas en castellano y en valenciano con lemas de lo más inocuo dentro del lenguaje contestatario: contra la violencia machista, contra los desahucios, por la dignidad de las pensiones, por la democracia, contra la corrupción… No quiero ni imaginar qué hubiera pasado de haberse desplegado una tela en la que se pudiera leer “polla violadora, a la licuadora” o, Santiago me perdone, “llibertat presos polítics”.
Claramente esto era un indicio de que la cuarta pared iba a ser inexistente durante la representación. De hecho, ésta ya comenzaba de alguna forma en el momento en el que se accedía a la sala. Y por aquí viene el segundo agravio. Vick estaba tan empeñado en fundir el espectáculo con la vida real, que le dio por intervenir en el libreto. Así, añadió, al modo de coro griego, la participación de un grupo numeroso de personas, encarnación del pueblo, que intercalaban frases en el desarrollo de la acción, bien en diálogo entre sí, bien dirigiéndose a los personajes, quienes también entraban en el juego, preferentemente en castellano. Lo mejor de estas interpolaciones fue que no iban en una única dirección ideológica, sino que mostraban la diversidad de la sociedad a la hora de encarar diversos temas que a Vick le suscita el libreto de Schikaneder. Lo peor, quizá, su abundancia, ripiosa en ocasiones, y, seguro, la falta de profesionalidad con la que fueron servidos. Y esto último resultó así porque se quiso que estas intervenciones estuvieran a cargo de personal voluntario y voluntarioso, pero no capacitado o competente. La profesión actoral elevó sus quejas por la intromisión de sesenta diletantes, pero desde luego en ninguna de las pancartas de las exhibidas en el teatro estas quejas encontraron eco. ¿Que se quiere romper la barrera entre público y escenario? Renuncie el señor Vick a parte de sus emolumentos y pónganse las entradas en una función a precios populares, pero en cualquier caso no se menoscabe la dignidad de la exhibición, incluso la de los agregados bastardos.
Y el tercer factor injurioso es la aparente subversión de la historia, no sólo en su actualización, sino en la caricaturización más o menos burlesca de los personajes. Sin embargo, ni la puesta al día ni la burla consigo misma me parecen ajenas al espíritu de La flauta mágica. Que Tamino vaya ataviado con su gorra y su chándal, y además con una bandolera del Valencia CF, supongo que es para resaltar más su condición de persona común que de príncipe. Pamina parece una youtuber que no hace mucho ha soltado las amarras de Disney Channel. Papageno es un repartidor de Súper Pollo (“¡abierto toda la noche!”), que oculta un punki bajo su disfraz de distribuidor de pollos asados. Sarastro es un trajeado hombre de negocios, un encantador de serpientes que trabaja más en la sombra que en el círculo solar. La Reina de la Noche es una mujer, diríase que liberada, o que lucha por su liberación (se echó de menos en la sala la frase: “la revolución será feminista o no será”), que se desprende de su imagen de madre de la Plaza de Mayo para lucir un brillante vestido (vestido de noche, claro). Monostatos, un violador que se oculta bajo un pasamontañas. En fin…, nada ni nadie ajeno a nuestra cotidianeidad. Que Papageno se presente repartiendo entre el público de la platea propaganda de su “negocio familiar”, que Tamino sea engullido por una excavadora, que los Tres muchachos recorran el escenario en patinete eléctrico, que Papagena salga de un cubo de basura, que las fuerzas que dirige Monostatos y que pone a bailar el carillón de Papageno sean policías antidisturbios, son parte de los detalles de la versión que bien pueden propiciar sana hilaridad, casi siempre doble intencionada.
Para Graham Vick, son los iniciados quienes detentan el conocimiento y, por lo tanto, el poder, que en el fondo del escenario adquiere una triple manifestación mediante edificios que simbolizan lo económico, lo tecnológico digital y lo religioso (durante la representación, las principales religiones participan ecuménicamente del cotarro, no sólo la católica). Cuando los edificios se giran, muestran que ocultan tres aspectos amenazantes, de esos que se nutren con la muerte: el armamento, la consunción ecológica y la ficción del discurso religioso (en el que cabe el silencio impuesto a las mujeres). Superar las pruebas, entonces, es adquirir la conciencia del poder que nos oprime y actuar contra él. Por eso Tamino y Pamina acaban derribando las construcciones. La sabiduría (el conocimiento) acaba con la opresión y puede reinar la armonía. De ahí que el conjunto de los personajes baile al final en torno a los símbolos abatidos.
¿El regista toca demasiados temas? Sí, ¿pero no es cierto que las obras maestras lo son entre otras cosas porque con frecuencia hablan de muchos asuntos? ¿Vick nos trata de forma pueril contándonos cosas que ya sabemos? Sí, ¿pero si tan listos somos, por qué actuamos tan mansamente ante el abuso? ¿De verdad no tenemos necesidad de que nos recuerden ciertas cosas, incluso mediante una fábula? ¿No se acude a La flauta mágica para asistir a un cuento? Pues un cuento se nos presentó.
Por lo demás, sorpréndanse, también hubo música. Una pasarela prolongaba el escenario hacia el patio de butacas. En el medio, el foso, y dentro, una orquesta algo tapada, pero elegantemente escueta y muy pulcra. La obertura no sólo fue precisa, sino también tuvo enjundia. Y así discurrió por lo general su intervención desde entonces. Lothar Koenigs fue bastante más que un comisionista de la partitura, aunque sólo por superar las dificultades espaciales dispuestas por Vick (los cantantes, coro incluido, ejecutaron su desempeño en diversas ocasiones por toda la sala) ya merece una mención de honor.
El amplio elenco de cantantes que requiere la obra tuvo un notable desempeño medio. Fantástico estuvo el Papageno de Mark Stone en todos los ámbitos de su papel. Muy bella y perfectamente administrada resultó la voz, tersa y expresiva, de Mariangela Sicilia, bien acomodada al rol de Pamina. Dimitry Korchak fue un equilibrado Tamino, de hilado lirismo y con fuerza y densidad suficientes para salir airoso del paso incluso cuando lo llevaban en volandas. La Reina de la Noche de Tetiana Zhuravel fue más incisiva y precisa que abrumadora, pero en cualquier caso no le faltó carácter. Wilhelm Schwinghammer compuso un Sarastro estable y convincente, pese a que un puntito más de solidez en el registro grave le hubiera conferido una rotundidad más ideal. Nada que reprochar al Monostatos de Moisés Marín y a la Papagena de Júlia Farrés-Llongueras, entregada en lo actoral. También comprometidas y resueltas las Tres Damas, procedentes del Centre de Perfeccionament. Acertados los sacerdotes y algo tiernos pero conquistadores los Tres Muchachos. Magnífico el coro.
Hubo bastantes huecos en la sala. Las críticas del estreno no ayudarían demasiado a llenar el aforo, la verdad. Y, sinceramente, puestos a recrear un obra famosa, no digo yo que no hubiese preferido una parodia completa al estilo de las de Offenbach, pero a estas alturas de la historia tampoco es que se puedan pedir peras al olmo y esta para tantos Perroflauta mágica, qué quieren que les diga, con salvedades, a mí, poscontemporáneo en avanzado estado de descomposición, sí que me representa.
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