Suiza
Treinta años no es nada
Jesús Aguado

Olvídense ustedes de frentes marchitas, nieves del tiempo y demás imaginería tanguista. Para Cecilia Bartoli, treinta años, que es el tiempo que hace que debutó en la Ópera de Zúrich, no es nada en sentido literal, o al menos eso se diría al verla y escucharla en el escenario del encantador teatro suizo. Recuerdo aquel disco de Arie antiche sacadas de la entrañable colección de Parisotti, editado en el año 92, y el color, la ligereza, el agudo cristalino y la facilidad para las agilidades siguen estando ahí, sabiamente administradas. Es bien sabido que su voz no es excesivamente potente, por lo que un recinto de las dimensiones del de la Ópera de Zúrich resulta ideal para ella, así que es lógico que en él se sienta como en casa, y que el trigésimo aniversario de su debut en el mismo se haya convertido en una gran celebración para cantante y teatro.
Una celebración hecha a su medida, naturalmente. Semele es un vehículo perfecto para ella, pues le permite exhibir todos sus recursos vocales y dramáticos y entusiasmar una vez más a su público. Se trata de una ópera disfrazada de oratorio, aunque el disfraz le dura poco: por mucho que Händel se las arreglase para estrenarlo en la temporada de oratorios en la cuaresma de 1774, es evidente que la historia, basada en la mitología griega, tiene mucho más que ver con una ópera que con sus otras obras de tema bíblico. Según la mitología, Semele es la madre de Dionisos. Hija de Cadmo, rey de Tebas, es amada por Zeus, lo que naturalmente despierta los celos de su esposa Hera, quien para vengarse engaña a la muchacha diciéndole que, en realidad, su amante no es quien dice ser, sino tan solo un hombre corriente, y convenciéndola de que, para probarle su condición, le exija que se presente ante ella no en la forma mortal en que habitualmente lo hace, sino con toda su gloria divina de dios del rayo. Cuando, tras una larga súplica, éste accede a sus deseos, Semele muere ante el flamígero esplendor del dios. La ópera, además de cambiar los nombres griegos de los dioses por sus equivalentes romanos (Júpiter, Juno, Baco), añade un poco más de intriga, pues Semele está a punto de casarse con Athamas, príncipe de Beocia, al que no ama, al contrario que su hermana Ino, que sí está perdidamente enamorada del muchacho. También hace a la protagonista bastante más superficial y vanidosa, porque en la ópera Juno no le dice que Júpiter sea un hombre corriente, sino simplemente que ella es demasiado hermosa para ser una simple mortal y que por eso debe exigirle al rey de los dioses que se presente ante ella como tal y le garantice la inmortalidad. Cuando muera, abrasada por las llamas del poder de Júpiter, Apolo rescatará de sus cenizas a Baco.
Es difícil hacerle sombra a la Bartoli, y menos en una obra que parece pensada para ella, y no solamente por lo extenso del papel frente al resto del reparto: delicada y sutilísima en los momentos más líricos, se convierte en un verdadero prodigio en los fuegos de artificio que Händel le escribe al personaje, que por momentos cuesta creer que puedan ser cantados. Tengo la impresión, además, de que con el tiempo no sólo no ha perdido esa facilidad para las coloraturas más endiabladas, sino que ha conseguido “humanizarlas” un tanto, logrando que lo que en algunos momentos podía llegar a sonar casi a arma semiautomática resulte ahora mucho más musical, cascadas de notas con un sentido más allá del puro lucimiento vocal. Como actriz, además, resulta pícara, seductora, divertida y convincente como enamorada; en fin, que como decía antes, no tiene que ser fácil para ningún cantante compartir escena con ella en una obra así, pues va a quedar irremediablemente oscurecido por el brillo de la romana.
Pese a ello, en general el nivel del resto del reparto fue alto, y varios salieron con nota de tan arriesgada misión. Frédéric Antoun asumía el papel de Júpiter (y el muy breve de Apolo al final de la obra), y, si bien como actor no tuvo nada que hacer frente a Bartoli, como cantante sí estuvo a la altura, con una hermosa voz de tenor capaz de enfrentarse también a las agilidades vocales del personaje. Muy bien también estuvo Deniz Uzun como Ino, la hermana de Semele, y estupenda Katarina Bradić como una Juno vestida de reina Isabel II de Inglaterra, rotunda en lo vocal y divertidísima en lo actoral. Y si Bradić estuvo divertida, lo de Rebeca Olvera como Iris, la mensajera de Juno, está en otro nivel, y de hecho, pensé que sería interesante verla en un cara a cara con la Bartoli, pues como actriz creo que puede ser capaz de plantarle batalla, al menos en el registro cómico. Además cantó estupendamente, así que triunfo también para ella, pese a lo breve del papel.
Nahuel Di Pierro doblaba papel como Cadmus, el padre de Semele, y Somnus, el dios del sueño al que Juno despierta para que duerma a los dragones que protegen a Semele en su nido de amor. Estuvo mejor en el segundo, pese a ser más breve, ya que como Cadmus no acabó de acertar en lo vocal, resultando un tanto irregular. Por último, el contratenor Cristophe Dumaux era Athamas, y mostró una voz de agradable timbre pero escasa potencia incluso en un teatro de dimensiones reducidas como este. Espléndido el Coro de la Ópera de Zúrich, dirigido por Ernst Raffelsberger.
En el foso, nada menos que una leyenda en este repertorio como William Christie, que en esta ocasión no dirigía a sus Arts Florissants, sino a La Scintilla, la orquesta barroca de la ópera de Zúrich. La dirección de Christie es minuciosa y precisa, exacta en cada matiz y exquisita en el fraseo; sin embargo debo decir que la orquesta no estuvo todo el tiempo al nivel que esperaba, con pequeños desajustes y faltas de empaste ocasionales que me resultaron sorprendentes, pues era evidente que el dominio instrumental de los profesores no era el problema, y tampoco quiero dar a entender que sonasen mal, pero creo que al nivel del que estamos hablando hay que hacer notar estos pequeños detalles, y sí que hubo momentos en que eché de menos que el maestro se hubiera traído para la ocasión a sus huestes más habituales.
La producción es de Robert Carsen, quien la creó para la ENO nada menos que en 1999, con lo que su recorrido ha sido más que amplio. Se trajo por primera vez a Zúrich en 2007, ya con Bartoli y Christie como cabezas de cartel, y se grabó en DVD, con lo que es bastante conocida. Tiene todo lo que esperamos de Carsen: belleza visual, líneas claras y definidas, iluminación exquisita y grandes movimientos corales que forman parte prácticamente de la escenografía, creando ese ambiente de ensoñación tan típico de las producciones del canadiense.
Comentarios