España - Madrid
Doble Turandot
Jorge Binaghi

Lo que me parece más digno de destacar en primer lugar es que se eligiera la versión más extendida de Franco Alfano del final que Puccini no pudo acabar y que es la que me parece la más adecuada de las tres que conozco. Lo segundo es que el teatro estaba lleno ambos días y muy entusiasta (sobre todo al final). Lo tercero que se hayan podido reunir dos repartos adecuados para los roles principales (con alguna excepción) e incluso un tercer tenor (que no he podido escuchar, el que anteriormente se llamaba Alfred Kim) de garantías para el temible príncipe ignoto.
Y como no hay felicidad completa, una ‘nueva’ puesta en escena de Wilson. Recuerdo las dos primeras veces (en París y Bruselas) en que vi una producción suya. Parecían interesantes y tenían un estilo propio. A la tercera se advierte la vaciedad, el puro interés decorativo por el mismo tipo de decorados, luces, gestos sin reparar en temas, músicas, personajes distintos. Como es sabido, casi nunca se tocan entre sí; como es sabido, adoptan poses estilizadas ‘orientalizantes’. Unas veces funciona mejor, otras peor, otras nada (Le Trouvère de Parma fue el ejemplo máximo). En esta obra de Puccini puede funcionar mejor y la gente salió contenta por la elegancia y el buen gusto. No se caracteriza este tipo de montaje por interesarse en los intérpretes, que son además o sobre todo cantantes, y no tienen derecho a desaparecer cuando el libreto lo permite o lo explicita, ni a aparecer cuándo deben ni cómo deben. Si antes de cantar pasajes difíciles se ven obligados a hacer absurdas marchas hacia adelante y hacia atrás el cansancio inútil puede influir en la administración del fiato y en la seguridad de los ataques. El emperador Altoum aparece espectacularmente colgado en lo alto, lo cual no me parece muy cómodo. Turandot impresiona (aunque rechine y se encalle un tanto la tarima) en el primer acto, pero en el segundo cuando sale para los enigmas, en vez de impresionar a todo el mundo y principalmente al candidato desde lo alto sale tranquilamente de entre bambalinas y se coloca a su lado (pero casi ni se miran). Si la princesa es ‘de hielo’ un bonito traje rojo (por lo de la sangre) la hace toda calor. Liù es una esclava, pero parece más bien una doncella entre micénica y fenicia: casi va mejor vestida que Timur, destronado pero rey. Calaf parece un muñequito de juguete y será o no un personaje más de los tenores negativos de Puccini (ahora que todos podemos ser maltratadores por los más variados motivos), pero nunca eso.
Las tres máscaras introducen, por fin, el movimiento. Pero entonces es continuo y exasperantemente reiterativo, además de obligar a alguno de los tres a cantar como puede en medio de las acrobacias. Si pueden gustar- y gustan- que Ping nos indique que Timur es ciego (porque con sus evoluciones parece tener una vista de águila) y que dialoguen desde cualquier parte menos de la lógica y propinen sus morisquetas a diestra y siniestra termina por cansar y/o irritar. Y luego, vaya uno a saber por qué, con el pretexto de ciertos ritmos obsesivos casi todos los personajes en algún momento sacuden una o ambas manos con el resultado de que uno espera que bailen poseídos por el famoso mal de San Vito o resulten víctimas de una epidemia de Parkinsons (porque aquí no hay escala social; a todos o casi les toca en algún momento o varios el meneo). ¿Es esta una visión teatral? Desde mi punto de vista es el antiteatro.
Y como he malgastado bastante tiempo en hablar de la puesta en escena -los tiempos son estos que son- me voy a lo que me parece más interesante y prioritario en cualquier representación de una ópera, el aspecto musical.
No me había gustado el Falstaff de Luisotti en Londres, pero por fortuna aquí resultó mucho más convincente. Tal vez en los momentos iniciales hubo algunos decibelios más que los que parecen deseables, pero para la aparición -es un decir visto que ya estaba allí desde el momento de alzarse el telón- de Calaf todo estuvo en su sitio y así siguió hasta el final, expresivo, lírico cuando debía, majestuoso, irónico, sensual, exasperado cuando así se requería. La orquesta estuvo inmejorable, los detalles de la riquísima orquestación se percibieron netamente y la contribución al éxito de la velada fue importantísima. El coro estuvo muy bien también, pero a veces no logré entender una palabra de lo que cantaban y en algunos momentos (pienso en el saludo al emperador del segundo acto) las sopranos gritaron por demás. Que sonara fuerte no es aquí un problema porque casi siempre debe oírse así, y en el canto a la luna pudieron recoger el sonido, así como en la muerte de Liù, aunque tal vez habría quedado mejor un poco más de ‘pianísimo’.
En ambos repartos hubo una sola elección desacertada: la de Kirof para Timur, en una actuación absolutamente insatisfactoria (el color es de bajo sin duda, pero poco más puede decirse en su favor). Las parejas protagonistas se destacaron en ambos casos.
Theorin estuvo mejor que en Peralada hace dos años, con un fraseo más variado y un refinamiento vocal extraordinario dentro de su poderío (lamento mucho que Nina Stemme haya cancelado, pero al menos no tuvimos que extrañarla por motivos más concretos). Como artista fue la que más impresionó. Kunde es un milagro de longevidad vocal de los verdaderos (no he oído hasta ahora que vaya a cantar en otra cuerda que la suya), y que el timbre resulte cada vez más seco no tiene en este caso mayor importancia (Calaf no es Des Grieux): su extensión sigue siendo fenomenal y su seguridad fenomenal. Dyka es la vez que más me ha parecido adecuada a la parte que aborda aunque resulte avara de matices y se mueva convencionalmente. La voz de Aronica sigue recordando a aquellos tenores spinto ‘italianísimos’ de un pasado (para mí) reciente. Tiene squillo, un color bruñido y parejo, un fraseo ardiente y una excelente técnica. De hecho, un par de veces me acordé de las prestaciones en el Colón porteño de Flaviano Labò.
Como es bien sabido, Liù es la que suele llevarse el gato al agua muchas veces, como ocurre con la Micaela de Carmen. Ambas intérpretes lo hicieron bien, pero ninguna de ellas es una verdadera soprano lírica como la parte requiere. Auyanet tiene más tablas y soltura, pero por momentos se nota que ha elegido prematuramente partes mucho más pesadas que las que le corresponden (este no es, por suerte, el caso). Urbieta-Vega tiene un canto más monótono con algunas notas fijas (ninguna de las dos logró emitir esos etéreos y timbrados sonidos filados que la parte requieren. Lo intentaron y el resultado fue correcto, pero no mágico).
Mastroni fue un excelente Timur aunque sólo las gesticulaciones de Ping nos indicaron que era ciego ya que debía moverse con gran agilidad. La culpa no es suya. En cuanto al canto nunca lo oí tan seguro ni con una emisión tan homogénea.
Giménez es un lujo para los papeles de característico que ahora encara, y su Altoum no fue excepción. El Mandarín canta poco y lo mismo en los dos primeros actos, pero su cometido no es fácil y Bullón, a quien oía por primera vez, deja una impresión más que favorable.
Y luego están las aplaudidísimas máscaras (con toda justicia). Cantar tantos días seguidos en esta producción es un mérito especial. Los dos que me tocaron en suerte resultaron casi idénticos en dedicación y rendimiento, pero imagino que el esfuerzo físico (sin hablar de los ensayos) tiene que haber sido enorme. En ese aspecto los tres merecen el mismo elogio. Vocalmente me pareció superior el Ping de Royo, y Sanabria lo hizo bien. Esteve creo que es quien más acusaba el esfuerzo en su rendimiento vocal, en particular en la primera de las dos fechas citadas, sin dejar de ser todo un artista.
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