Suiza
No importa lo que la gente te llame…
Jesús Aguado

Stephen Sondheim, el autor de Sweeney Todd, definió su creación en su estreno, allá por 1979, como una “opereta negra”. Sondheim es, probablemente, el mejor autor de musicales del siglo XX, y en ese género se suele encuadrar la obra. Pero esta producción de la Ópera de Zúrich no es la primera ocasión en que la pieza se ha visto en teatros de ópera, dada la calidad y la envergadura de la música y de la exigencia vocal de algunos de sus papeles. Musical, ópera, opereta, demasiadas etiquetas tal vez, que no deberían distraernos de lo principal: Sweeney Todd es una obra maestra que merece ser disfrutada, se presente con el nombre con el que se presente.
La historia del barbero injustamente enviado a prisión por un juez que desea a su joven y bella esposa, y que vuelve a Londres quince años después en busca de venganza, es una mezcla de comedia negra (negrísima), de cuento de horror victoriano, de análisis de una sociedad deshumanizada y brutal, y, sobre todo, de estudio de una obsesión y de cómo puede esa obsesión apoderarse de la mente hasta arrastrarla a rincones a los que jamás pensó que podía llegar. En un primer momento es fácil sentir simpatía por el personaje, al que no cuesta relacionar con un Conde de Montecristo o un Jean Valjean, intentando recuperar su vida anterior y vengarse por todo su sufrimiento. Pero poco a poco irá siendo consumido por el afán de venganza, venganza que acabará siendo lo único que guíe sus pasos, devorando cualquier atisbo de humanidad que pudiera quedar en él, y transformándole en el diabólico barbero del que nos habla el título completo de la obra.
El papel protagonista es un regalo para Bryn Terfel: sin tener grandísimas exigencias vocales, permite al galés lucirse a placer. No es la primera vez, además, que lo encarna, con lo que lo tiene perfectamente interiorizado, y el público disfruta enormemente con su actuación. No es rol de grandes matizaciones, y el vozarrón que sigue teniendo Terfel fue perfecto, y más en un teatro pequeño como es el de Zúrich. Más sorprendente me resultó la encarnación de Angelika Kirchschlager de la igualmente perturbada Mrs. Lovett, cuyo ruinoso negocio de empanadas se convertirá en un gran éxito gracias a la carne de los cadáveres que Todd irá dejando a su paso en su furia vengadora. Irreconocible en su caracterización, resultó de todo menos angelical ya desde su primera intervención (¿aria? ¿canción? ¿pieza? táchese lo que no proceda), Worst pies in London, un verdadero tour de force en la que, además de cantar, tiene que amasar, matar bichos (ratas en la versión de Zúrich) y convencer a Todd de que pruebe uno de sus repulsivos pasteles. Una vez rendido el público en esa primera batalla, el resto de la obra fue un paseo triunfal para la mezzo austriaca.
El bajo Brindley Sherratt era el Juez Turpin, responsable último de las desgracias de Todd y objetivo de toda su venganza. Sonó espléndido, con una voz potente y rotunda sin atisbo de tosquedad. El personaje es detestable de principio a fin, y Sherratt consigue resultar odioso en todo momento, destacando, por supuesto, en su muy perturbadora escena Mea culpa, en la que se da cuenta de que lo que siente por Johanna, la hija de Todd a la que adoptó cuando lo encarceló, ya no tiene nada de paternal, y cómo no, en esa obra maestra absoluta que es Pretty women, uno de los momentos dramáticos más logrados de Sondheim en toda su obra: cuando por fin Todd tiene al Juez en su sillón y se dispone a rebanarle la garganta, se demora unos instantes cantando a dúo con él sobre mujeres hermosas. Magníficos él y Terfel en la escena.
La pareja joven, que vienen a ser una especie de soplo de aire fresco en el rancio y contaminadísimo ambiente de la obra, eran Elliot Madore como Anthony, el marinero que ayuda a Todd a volver a Londres y que acabará enamorándose de Johanna, la hija de Todd adoptada por el juez, encarnada por Mélissa Petit. Madore sorprende por un hermoso timbre, tan robusto que suena baritonal, pero que no tiene ningún problema en subir a los agudos que el papel, escrito para tenor, le demanda. Su gran momento es Johanna, la única canción de amor de la obra, y la bordó. También Mélissa Petit, su enamorada y víctima de las lúbricas intenciones del juez, estuvo estupenda en esa pequeña joya que es Green finch and linnet bird, con la que se presenta ante el público. Más convincente en lo dramático que en lo vocal estuvo Liliana Nikiteanu como la pordiosera que, como todo el público sospecha desde el primer momento, no es otra que Lucy, la mujer de Todd al que él cree muerta pero que simplemente perdió la razón tras su marcha. Convenientemente detestable y muy bien cantado resultó el alguacil de Iain Milne; no tan convincente en lo vocal estuvo Spencer Ragg como Toby, el ayudante de Pirelli, y el propio Pirelli, la primera víctima de Todd cuando intenta chantajearlo, encarnado aquí por Barry Banks resultó histriónico, divertidísimo y odioso a partes iguales. Espléndido el Coro de la Ópera de Zúrich tanto en sus intervenciones puramente musicales como en su casi constante presencia en el escenario, prácticamente en calidad de único atrezzo de la obra.
La Orquesta Philarmonia de Zúrich, bajo la atenta batuta de David Charles Abell, sonó perfectamente natural en un repertorio que no termina de ser el más habitual para una formación así, gracias a que la partitura de Sondheim tiene un carácter realmente sinfónico, sin que dé la impresión de haber sido “engordada” para la ocasión, como ocurre a veces cuando obras de este tipo son interpretadas por grandes orquestas.
La producción, firmada por Andreas Homoki con escenografía de Michael Levine, vestuario de Annemarie Woods e iluminación de Franck Evin, resulta expresionista y minimalista a la vez, por contradictorios que puedan resultar los términos. Es minimalista en cuanto al aparato escénico, reducido al mínimo: todo el escenario aparece rodeado por una hilera de luces, que dan de inmediato la apariencia de algo guiñolesco, y ésa es la orientación que se sigue durante toda la obra. Diversos telones que suben y bajan acentúan esa impresión, presentándonos en varios momentos dos acciones paralelas como si, efectivamente, los personajes estuviesen, a su vez, asistiendo a un teatro de marionetas. Apenas hay atrezzo más allá de la silla de barbero de Todd o la mesa en la que Mrs. Lovett aparece amasando sus pasteles, y todo se resuelve mediante la iluminación y los movimientos del coro. Ni que decir tiene que no es un guiñol infantil al uso, sino uno deforme y grotesco, abigarrado por momentos como un grabado de Hogarth y con una estética que recordaba mucho a la elegida por Tim Burton para su versión cinematográfica de la obra.
En fin, el título de esta crítica es el comienzo de una cita de Evelyn Waugh en Retorno a Brideshead, y la frase completa es “No importa lo que la gente te llame, siempre que no te llamen pastel de pichón y te coman”, y, como verán, resulta perfecta para la ocasión.
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