Italia
Por un escenógrafo, Giuseppe Carmignano
Anibal E. Cetrángolo

Normalmente se va a la ópera atraído por un título o empujado por la curiosidad de encontrarse con un artista amado, o en cambio, con un personaje nuevo de los que se habla mucho: puede tratarse de un cantante, un director o un regisseur. Por primera vez en mi vida, lo que me obligó a salir de casa en este frío enero, fue un escenógrafo.
Aquí es necesario dar cuenta de una vieja historia. Hacia unos diez años el Teatro del Círculo de Rosario, en Argentina, decidió restaurar su telón de boca. Se trata de un telón pintado que representa una escena mitológica, El triunfo de Palas. Para el trabajo material fue convocado un importante taller de restauración de la Universidad de San Martin y fue necesario realizar una investigación histórica. Fui convocado para ocuparme de esta última tarea. De los estudios resultó que el frágil telón, pintado sobre lino en 1904, era obra de un escenógrafo italiano que había llegado a Argentina con las compañías liricas: Giuseppe Carmignani. Supimos que Carmignani, siendo parmesano, había tomado como modelo el telón que lucía en el teatro Regio de su ciudad natal y que había sido pintado casi un siglo antes por Giovanni Battista Borghesi. Desde ahí nació en nosotros el interés por profundizar el examen de los aspectos visuales de la ópera y de las migraciones de estos artistas italianos llegados a Sudamérica. Aunque encontramos otras figuras de importancia, la figura de Carmignani para nosotros fue siempre de gran interés.
Ocurrió que hace poco tiempo fueron descubiertas entre los trastos del teatro Regio las escenografías completas que Carmignani había pintado para una representación de Un Ballo in Maschera en 1913, es decir cuando se festejaba el centenario del nacimiento de Verdi. Para el evento se habían convocado artistas de primer orden como el gran tenor Alessandro Bonci y el director de orquesta Cleofonte Campanini.
Con buen tino y no poco coraje el Teatro Regio ha decidido restaurar esas escenografías y utilizarlas para poner la ópera de Verdi en la inauguración de la temporada en este 2019. Los fondales fueron restaurados por Rinaldo Rinaldi, artista de primerísima importancia a quien muchos consideran el último representante de un arte antiguo.
Esta representación tan especial es acompañada por una muestra documental de gran interés que se organiza en el primer piso del teatro, el ridotto. El teatro prácticamente lleno. Este espectáculo fue dedicado a la memoria de un gran musicólogo y cordial amigo, Marcello Conati, fallecido hace pocos días.
Para realizar de una puesta tan singular fue llamada Marina Bianchi, una artista de gran experiencia teatral que fue colaboradora, nada menos que de Giorgio Strehler. Marina Bianchi, aunque diestra en puestas de óperas del siglo XX como la del Prometeo de Luigi Nono, hubo de aceptar el desafío de organizar una escena coherente con lo que el fondo desde la historia exigía. El trabajo de Bianchi fue por ende de corte tradicional, lo que no impidió algunas libertades bastante justificables en la escena de la bruja Ulrica, la cual luciendo plumas art nouveau, me recordó mucho a Angela Landsbury en Muerte en el Nilo. Hubo en esa instancia máscaras, gestos y danzas de tipo afro y una escena de trance epiléptico. En general, en la ópera, vimos un excelente movimiento de masas; en lo individual el resultado varió mucho en función de los diferentes participantes del elenco: se mostraron muy dúctiles en sus gestualidad las mujeres, la ágil Laura Giordano y también Irina Churilova en responsabilidades actorales tan opuestas. En los roles masculinos principales, en cambio, resultó que el Renato que encontramos en Leon Kim se movió con rigidez. En síntesis: el espectáculo visualmente fue inobjetable y resultaron muy atinados los vestuarios de Lorena Marin.
La ópera se inició con imágenes que ilustraban la sinfonía inicial. Estas proyecciones fueron muy ajustadas a cuanto se escuchaba y mostraban el hallazgo de los fondales de Carmignani, su restauración y se culminaba junto al tutti de la orquesta, con el alzado del fondal del primer acto. Precisamente resultó que cuando se abría al primer acto se pasaba de lo filmado a la representación teatral y un velo se alzó: a imagen filmada dejó lugar a la realidad mostrando una mágica coincidencia. El efecto fue muy emocionante para mí. Soy parcial por todo lo que dije antes y estoy involucrado en todo esto, pero creo que el público del Regio apreció el efecto con similar transporte.
Yendo a los aspectos musicales, sea dicho en seguida que el desempeño de la orquesta y coro fueron excelentes. La dirección musical de Sebastiano Rolli fue muy vital y enérgica, lo que resultó muy evidente en la presencia decidida de la percusión. El maestro consiguió transmitir una visión verdaderamente dinámica, sobre todo en algunos momentos de conjunto como los finales de los actos acto primero y final. Sus tiempos estuvieron al servicio de una lectura elegante e inteligente y en esto subrayo algunos momentos como el “É scherzo od è follia” que permitió seguir, en tal momento, un elemento constructivo esencial como el ostinato del bajo orquestal. Y ya que hablamos de la partitura, aprovecho para subrayar que esta ópera, una de mis preferidas, siempre me sorprende con sus innovaciones, como el uso tan libre de la forma y de la orquestación, concretamente ese increíble final del acto segundo que en vez de llegar al previsible tutti dramático, se deshace en una burla, o ese inesperado uso de las arpas que en vez de ser lánguidas compañeras de sauces nostálgicos, se asocian -“secche e forti”- a la marcha de venganza en el acto tercero: “Dunque l’onta di tutti sol una”.
Con relación al desempeño de los cantantes digamos que en general todo fue muy digno, pero no excelso.
Saimir Pirgu es un conocido tenor italo-albanés que presentó un Ricardo enérgico, pero con límites en un fraseo que resultó poco maleable; esto me sorprendió en un cantante que ha afrontado frecuentemente roles de bel canto y mozartianos. Pirgu es, de todas maneras, un artista con una voz hermosa y agudos infalibles.
La soprano Irina Churilova, la Amelia de la velada, posee una voz pastosa, flexible en su dinámica. Sus agudos son a menudo demasiado abiertos y su mayor límite es la discontinuidad de su fraseo, lo que no impidió un hermoso trabajo en “Morrò ma prima in grazia” donde escuchamos con placer el excelente solo del violoncello.
El barítono Loen Kim muestra, en cambio, mayor expresividad en su línea vocal; consiguió presentar una excelente versión, con apreciable esmalte, de la gran aria del acto final, la famosa “Eri tu”.
Respecto de la soprano Laura Giordano, debo decir que en ella he encontrado gran parte de lo mejor de lo escuché en este Ballo. No resulta por ello justificado el paraguas abierto antes de la representación: fue anunciado que la artista se encontraba limitada en sus capacidades vocales a causa de un resfriado.
La Ulrica de Silvia Beltrami fue correcta sin conseguir ser memorable.
Muy dignos los responsables los otros papeles: Massimiliano Catellani -Samuel-, Emanuele Cordaro -Tom- y también Fabio Previati y Blagoj Nacoski en los papeles más secundarios.
Ya para terminar, me toca dar cuenta del trabajo de Carmignani… ¿Qué decir? Bien poco. Las palabras son completamente inadecuadas. ¡Me parece increíble que se pueda conseguir con un pincel y colores esos efectos de claroscuro, de relieve, de perspectiva, de transparencia en las ventanas!… Pienso en un arte perdido. A la mañana siguiente, antes de volver a casa, visité la impresionante Catedral de Parma, la catedral del Correggio. Imaginé cuántas veces Carmignani había estudiado los estupendos trompe-l'œil, que en las capillas de la izquierda fingen nichos y columnas. Por cierto, todo se puede explicar con relaciones de causa y efecto, es decir, se sabe que alguien dejó las escenografías de Carmignani en un depósito, que pasó el tiempo, que fueron olvidadas. Otro alguien decide hacer limpieza y las descubre cien años después.
Mi experiencia vital me forzó, en cambio, a otras percepciones: me había sentado en una butaca del mismo teatro que había hospedado esa ópera hace tanto tiempo y veía lo mismo que habían visto las gentes de aquellas noches del septiembre de 1913. Es cierto, no estaba Alessandro Bonci, estaba Saimir Pirgu, pero aseguro que tuve la sensación extrañísima de haber penetrado el tiempo. Era como si por un momento en ese teatro apareciese Verdi y nos guiñase el ojo. Fue muy extraño.
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